La idea consistió en elegir cinco cubetas y colocarlas de largo en la habitación de la tina del baño. Con mucho sentido se había que referir al cuarto donde estaba la tina como habitación y no como cualquier otra ambientación de la casa, porque precisamente era la tina donde dormía, donde se colocaba la mejor de todas las ventanas de la casa. Aunque no la usara mucho como tal, como mandara su naturaleza del nombre, dormía ahí. Me gustaba bañarme mejor en la sauna, por la tarde en el centro de la ciudad. Entraba cerca de las siete a nueve horas de la noche para poder acostarme, abrir las cortinas y la ventana que se colocaban al frente de la bañera, siempre con un café o con un Bridge de los sábados y yo ahí estirándome feliz, con lo que faltaba de dejar enjugar, y porque no enjabonar, el día en unos cuantos simples pasos de rutina diaria, (sino fuera rutina no fuese diaria) detrás de la ventana cabía siempre la ciudad y sus árboles, por la tarde, de pajaritos y una que otra luz acariciando las cortinas entreabiertas de gran color rojo, las nubes y sus formas o las formas de las nubes, no siempre era lo mismo. Sin embargo, la pintura más bella se lograba en la noche, a las horas donde entraba con la mano derecha con algún libro y de la otra mano con el vaso de turno. Porque siempre había que encariñarse del vaso de cohete los sábados, o el de los trazos de luna los martes, pero siempre con algún orden necesario, y todo por la tina. La primera vez que usé la tina y me recosté, jamás nunca en esta casa volví a mi dormitorio. Me parecía más cómoda y precisamente de mi tamaño, del color turquesa con uno o dos toques de amarillo y azul que rodeaban de agua mis pies y mis brazos. Me percaté lo magnífico de su edificación de la habitación, muy grande innecesariamente y de una sola ventana, eso sí, también inmensa la ventana. Pero tenía que colocar cinco cubetas alrededor de la bañera, con un radio distinto de cada circulo, en los que habría que colocar simétricamente las cinco cubetas, como un pequeño sistema solar en el suelo. Cierta noche cuando alzaba mi vaso de balón, pude contener una imagen clara y distinta, parecía caer gotas del techo en armonía una con la otra, con vida propia de ritmo y con una dirección intercomunicado. Uno allí, la otra acá y ahora la de allá; y así hasta que vuelva la de allí antes del de aquí. Varias noches volvían a caer gotas del techo, pero siempre con otro ritmo, con otras direcciones y por supuesto con otras gotas, digo esto porque puedo ser muy torpe y creer que eran las mismas, ya que son idénticas todas, aunque no me gustaba el sentido de que había que tener que ser una gota distinta a otra si son completamente idénticas ambas. Por momento me mantuve alerta, o por lo menos así lo llamo yo a ver por la ventana con los ojos apagados sin ningún percance de prevenir una cosa distinta que ya estuviera viendo, y entonces en todo lo que sucedía dentro de la habitación, de la casa, de la misma bañera, parecía moverse en un circuito redondo, ovoide, infinito. De alguna forma sentí estar encapsulado yo, la casa, la habitación y la bañera en alguna esfera sin fin, o infinita, ya que llevado al caso este no hay diferencia. Y creía ver que las gotas volvían del día anterior donde fueron colocadas por efecto de gravedad, mientras giraba mi mundo, colocándose debajo de la casa, y que hoy estuvieron regresando resbaladizas dentro de ella. Aunque fuera imposible sostener esta teoría de bañera, había que intentarlo, había que poner en el suelo esas cubetas, ya que, si bien es cierto, y si tenía suerte, hoy caerían a la cubeta algunas gotas del techo y si estas mismas desapareciesen para la mañana del día siguiente, significaría la esfericidad de mi mundo en la que me vivo. Pero, si esto fuera cierto, por qué las gotas no habrían de obedecer a las mismas leyes que rigen la totalidad de mis cosas, incluido yo, por supuesto. Entonces quizás era yo el que permaneció a lo otro, a eso que estaba fuera y ahora dentro de mí. Pero no había tiempo de pensar en ello ahora, porque estaba quedándome dormido en la tina. Antes de entrar cada noche abro la puerta, dejando mi vaso y mis libros en una mesita que compre en oferta, allá en el centro de la ciudad donde sobraban buenos precios con ofertas, abriendo las cortinas escarlatas, apagaba la luz de la habitación: la ventana dejándome ver la luna y ella dejándome ver a mí. Sacaba mis pies de las pantuflas y dejaba caer mi cuerpo sobre la tina, a veces con agua otras no. Era imposible aburrirse de aquello, de la ciudad y sus árboles, y de lo fantástico que era sentir los empujes de la oscuridad y de la luna. Las fuerzas luchan por querer mantenerse, pero caen derrotados y luego se cierran los ojos izando la bandera color blanca, esta noche no se pudo más, derrotado siempre.
Dos días antes en la casona de los Nervuna, coloqué un ramo de rosas a la puerta de la familia, agachándome, ensuciándome el pantalón, pero al final lo había logrado; cada mañana la joven hija De Los Baluarte, la bella señorita hija de una de las familias más distinguidas y extrañas de un país definitivamente subdesarrollado, salía bajando de las escaleras vistiendo un florido vestido blanco, completamente celestial y con un sombrero comprado y hecho en Italia. La primera vez que la vi fue en el mercado de la ciudad, tal cual, fuera de su mundo y extraviada de seguro, pensé, pero se movía como pez en el agua, como si nunca hubiera salido del país donde nació, como si fuera siempre la misma calle Corona donde comprara la lechuga, el tomate y las carnes para el almuerzo de hoy. Verla fue encantador, como la lluvia que llovía cuando niño no creía que, las nubes significaban algo, o que sí significaban algo, pero nunca algo terrible ni mucho menos importante; pero cuando llegaban las gotas a caer sobre mi pelo ahí que sí significaban algo, algo muy bello, encantador, dulce y tierno. Así recordaba mi infancia viéndola pasar comprando las zanahorias. Ni qué decir de los murmullos y de las cosas que se decían de lo que estaba pasando, había que callarse y solamente ver, verla a ella quiero decir. Salió minutos después de que haya dejado las rosas y ya las había recogido y llevado a la sala, donde mamá y papá preguntarían ahora, quién era el nuevo pretendiente y cosas semejantes y de esa costumbre. Ella no me conoce, no me interesa mucho que me conociera, para qué, aunque quizás alguna vez lleve rosas con una pequeña carta a mi nombre y algo más como consuelo, chocolates, frutas o más rosas, no lo sé, tal vez una canasta con pastel, un pastelito, o un pastelazo. Había mucho que averiguar sobre la extraña señorita De los Baluarte. Como, por ejemplo, a dónde iba saliendo por la ventana de la casa, con un gorro y una bufanda blanca y con dos casacas: una puesta y la otra cargada; qué era lo que estudiaba o hacía en la casa y por qué; dónde quedaba la casa de campo del bosque y por qué todo a escondidas. Por favor no digan que soy un odioso impertinente que buscaba a la señorita como un acosador o un empedernido sexual en pleno mano de obra, no, para nada, solo soy atento, y preciso muy bien lo que veo o lo que me interesa más: los contrastes de una señorita que, para ser de familia nobilísima, intercambiaba su vida social por una noble y sencilla. Lo único que sé es que sus padres murieron al ir a París, a firmar contratos y dar donaciones, siendo ella de unos tiernos tres años de vida. Tuvo que venir a vivir con el hermano de su madre, acá en Bergen, en una pequeña ciudad del lado de otra maravilla como lo era el fiordo Song, rodeada de montañas y de un clima frío; sin embargo, cada vez que fuese verano la ciudad luciría verde, hermosa, cálida y pequeña, y pequeña porque las montañas no la dejan crecer, siempre cubierta de un bosque de coníferas. A la familia Nervuna siempre les encantó vivir aquí en invierno o en verano, como lo es ahora. Tenían su casa construida en lo más cerca del valle, y abordaban la lancha para ir a pescar y cosas que los ricos hacen…
“Ves como las estrellas se hunden en el manto negro de tus pies, debajo está, pero no te das cuenta, el mundo sigue a pesar de ser lo que es, sin perdón. Las escuchas, los oyes gritar, quiero ser, quiero morir para saber que soy. Pero, despacio, con mucha lentitud…, que no se acabe la noche que tan bonita de tus brazos puedo empezar a ver; me haces sentir íntimamente lo que veo, lo que soy, y… no puedo explicártelo de esta forma, no puedo, porque no sé qué siento en verdad o qué es sentir de verdad. Se acaban las estrellas que desde pequeño había contado- pensaba que había logrado contarlas todas, absolutamente-, hasta que llegué aquí, a este punto, y, es más, ahora siento que hay menos, por qué no más, me sentí engañado desde entonces, desde hace un momento debo decir. No lo sé…, será mejor que nos veamos otro día, en otro día será mejor que nos quedemos de largo y ahí sí que tendrá sentido todo, todo completo y como debía de sentirme mucho ahora, mucho de lo largo, mucho de fresas y cerezas, ¿no quieres detenerte ya?, son muchas cerezas y fresas, odio decirlo, pero es lo único dulce que veo ahora en mi vida, de lo mucho que puedo obtener de ella. Las cosas son caras más ahora, que no hay valor en nada de lo que puedo dar, que parece que cada día merezco menos”.
No paraban de caer las gotas del techo, llenaba de sonido y ritmo toda la habitación otra vez, lo oía en una de mis orejas, en la otra perdí la sensibilidad siendo un niño, jugando en la laguna a pasos de nuestra casita en la montaña, como lo decía mi padre, nuestra montaña. Aquel día un salto al lago y un golpe en la cabeza me dejó sin la sensibilidad en mi oreja izquierda. Aun así, vivo como si pudiera oír con las dos, sin ningún problema. Las coníferas en verano son amables con lo verdes que son, las aves migrando son una pintura fresca y el agua a orillas de la laguna deliciosa y demasiada diáfana que dejaba vernos los pies. Mamá llevaba puesto una blusa roja y un sombrero muy similar al que tenía la señorita de los Baluarte, cual nombre es tierno mencionar, Delia -como se cortan los labios-, Delia, como colocar la mantita al bebe para no despertarlo, con los guantecitos para pronunciar su nombre al llamarla, con mucha delicadeza. Tenía cinco años y a veces me gustaba jugar con la pelota dentro de la laguna con mi padre, mi madre solo veía cuidadosa desde fuera, y con una sonrisa imborrable en los relieves de mi memoria, cuanta felicidad se respiraba ahí. Luego de salir de jugar, colocando en el marcador diez goles a favor mío sobre el de mi padre con unos insuficientes seis; sin duda era el mejor, decía mi padre. Comíamos de los platos y del almuerzo que mi madre traía siempre en su canasta de campo, le gustaba ese bolso porque era amplio y porque a la comida la conservaba caliente. Pasaba a suceder el tiempo y ya tenía seis, luego siete, y cuando cumplí los ocho en ese instante inconsciente de tenerlos, sin saber que luego del día, fuera la última vez que regresáramos a la casita de campo en verano. En invierno de ese mismo año terriblemente cayó un trozo de hielo inmenso que dejó a la casa destruida completamente. Fue cuando tuve los nueve, pasar el verano en otro lugar que no fuera nuestra montaña, una agonía sin culpa, con mucha consciencia de que se había ido para siempre. Triste y con los boletos de avión para ir a visitar a mi abuelo a Londres, no quería pronunciar ninguna palabra hasta ver a mi abuelo, con una sonrisa forzada y con tristeza, claro que sí. Recuerdo que mencionar la palabra tristeza empezó a ser practica entonces, porque al parecer no recordaba la tristeza luego de que el vuelo empezara a estabilizarse, a lo largo del viaje fue una íntima comunicación con mi tristeza y mi solapada presencia sentada viendo pasar alguna que otra ave por debajo del avión. La tristeza comenzó a ser otra realidad tenue, de ruina y mucho de recuerdos. No paso mucho tiempo luego para quedarme dormido, de tristeza seguro.
Mi abuelo vivía en Glasgow, de manera que, teníamos que salir del aeropuerto, conseguir un automóvil y guiarle al chofer donde era que quedaba tal ciudad y la tal casa de mi abuelo. Iba escuchando las conversaciones de mis padres en la parte posterior del automóvil, me encantaba sentarme al lado del chofer para ver lo que él veía, mis padres me dieron ese placer una vez más en todos los viajes que nos era posible realizar. Escuché de ellos que mi abuelo era viudo, entonces esa palabra significaba tan poco y fue demasiado pronto que la escuchara porque empecé a imaginar a un caballero de barba a quien se les tenía que llamar así. Viudo: significaba tantas cosas para mí aquella palabra, algo malvado, cruel, con infinidades de penas y negruras, me indicaba el corazón tener miedo. Seguía escuchando, pero cada vez que nos acercábamos al centro de la ciudad y a las casas doradas los oía menos hasta desaparecerlos de mi interés. Completamente lo contrario a lo que me había trazado en la mente sobre mi abuelo, vi una sonrisa longeva, demacrada, tierna y con la dulzura característica de los abuelos que te quieren mucho. Me abrazó y me alzó por los aires como a un bebé. Pregunté por mi abuela, y luego tuvieron que explicarme en qué consistía eso de ser viudo, y a los setenta y dos años, mi hijito, es muy cansado despertarse en una casa fría y sola. Aún con esas palabras me parecía ver a un hombre feliz con sonrisas interminables a lo largo de los dos meses que nos quedamos a servirle de compañía. Mi abuelo, me contaba historias, de la última guerra mundial y de lo importante era que no sucediera cosas semejantes en- como lo decía él- el mundo cuando fuera mayor.
OPINIONES Y COMENTARIOS