No era una guerra declarada aún, ni siquiera un conflicto armado reconocido. El matiz fue determinante para entrar en el país con mayor facilidad.
Con un macuto básico de ropa y el equipo ligero de fotografía a la espalda, Manuela llegó al aeropuerto de destino acompañada de Luis, redactor con experiencia y contactos. Tan sólo llevaba dos meses trabajando para la agencia. El objetivo era entrevistar a un líder estudiantil que con su discurso había seducido a una sociedad explotada por el abuso de poder de terratenientes y gobernantes corruptos, llegando a despertar el interés de la prensa internacional.
En las calles se observaba normalidad, que en principio no hacía sospechar que pudiera haber un conflicto latente. Niños y niñas pidiendo monedas, artistas callejeros, mujeres vendiendo frutas y una actividad que daba vida al gris urbano de piedra y asfalto, sumándose a las fachadas de colores de las casas coloniales rematadas con forjados. Manuela tomaba fotos con interés turístico, contando con la complicidad de los ojos de todas aquellas personas que quedaron inmortalizadas por su objetivo.
La pensión estaba en un lugar bullicioso durante el día. Por la noche reinaba la calma y el sonido de pisadas torpes y trasnochadas atravesando la semioscuridad en la escasa iluminación callejera.
Luis leía la prensa local, tomaba notas, telefoneaba o atendía llamadas que abrieran posibilidades de escribir un buen artículo o lograr “el mejor titular”. Por la dificultad de las comunicaciones pasaban la mayoría del tiempo documentándose y esperando.
Aquella mañana para Manuela ya era el tercer día de convivencia con el estrés de Luis. Con la tranquilidad de la inexperiencia saboreaba placenteramente el intenso olor y sabor del café recién hecho. La discusión sobre la planificación del trabajo se interrumpió por el lejano sonido de unos disparos. A continuación la confusión y el silencio sepulcral que se rompió con el sonido del rápido batir de pies, que anticipó la aparición de un joven al extremo de la calle. Acarreaba rollos de papel bajo el brazo y papeles en la mano, corriendo rápido como un huracán. Llevaba una cartera rebosada de la que caían octavillas al suelo. Manuela se levantó de la silla sobresaltada y agarró su cámara. Se concentró para poder acertar con el enfoque. Se oyó más cerca la segunda ráfaga de disparos. Una instantánea, dos, tres, seis, perdió la cuenta. Luis le agarró y tiró de ella para refugiarle bajo la mesa. A pesar de la tensión y el movimiento, mantenía el enfoque. A través del objetivo vio como a escasos metros caía abatido el joven que apenas había llegado al otro extremo de la calle. Compulsivamente la cámara no paró de atrapar la sucesión de imágenes. Oyó voces y firmes pisadas de hombres armados acercándose. Ocultó la cámara bajo el pecho y sobre su vientre. Se aferró a su compañero y cerró los ojos. Mentalmente recorrió las imágenes más relevantes de su vida. Le pareció una eternidad. Los hombres pararon, hablaron y rieron. Tras una batida general y sin mayor interés se fueron alejando.
Manuela se aseguró de que ya no les oía para abrir los ojos. Reparó en el chico abatido sobre el asfalto. Llegó hasta él en tres pasos. Sintió la soledad y gravedad del estado en el que se encontraba. Vio las octavillas y carteles por el suelo inundado en sangre y las heridas mortales de balas que le habían atravesado el cuerpo. Le sostuvo la cabeza con ayuda de Luis.
-¿Me muero?- preguntó el joven compasivamente a Manuela.
– No- mintió manteniéndole la mirada.
– Eres el sol- el joven sonrió perdiendo la consciencia.
Manuela solo quiso hacer magia y devolverle la vida.
Luis finalmente redactó el titular y la noticia que reveló un conflicto que apenas daba comienzo y que tras años de guerra terminó con la historia de un pueblo. Obtuvo un premio y algunos años más tarde Manuela fue reconocida profesionalmente por una de las imágenes de la muerte del joven estudiante sindicalista abatido por las balas. En su recuerdo quedó para siempre la joven mirada de la esperanza y la valentía.
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