17 de diciembre

17 de diciembre

Mavericks

18/10/2019

Hoy, me atrevo al fin a decir el día exacto que cambió mi vida. Me atrevo a decir que aquel 17 de diciembre fue especial, un día en que mi casa y mi habitación comenzaron a llenarse de polvo y cenizas del fuego que llevaba meses intentando sofocar en mi interior y que, el mero hecho de decir: “Lo reconozco, tengo un problema”, hizo que las llamas se infiltrasen entre las tablas de madera de mi cuarto e intentasen acorralarme para que no hablase más. Para mantenerme prisionera de mí misma, sin poder decir que necesitaba ayuda para cambiar.

Conforme el incendio quemaba mis entrañas, mi cuerpo reaccionó bajando de temperatura. Mis labios se volvieron blancos y en mi piel comenzaron a dibujarse cientos de arañas azules que trepaban por mis extremidades intentando acercarse al corazón. No era capaz de decir nada más, el fuego y la escarcha eran un mismo elemento: el sustrato y el fruto que retroalimentaban mi perdición.

No tengo claro porqué elegí aquel 17 de diciembre para decir lo que dije. Creo que no hablé de ello porque me sintiese preparada para cambiar, tuve que hacerlo porque la tensión acumulada en casa hacía imposible guardar un secreto y una realidad insostenible. Hasta ese momento, no me había atrevido a decir su nombre, reconocerlo era decirme a mí misma que tenía que dejar la lucha y cambiarme de bando en esta guerra: ser fuego ahogado en escarcha.

La noche que decidí decir que tenía un problema, fue una noche de tormenta en la habitación de mis padres. Llovía sobre su cama y yo, aún pensativa en el pasillo, los oí decir que no sabían cómo pelear por mí, los oí decir que era una batalla que acababa de comenzar y que iba a ser muy larga. Mi madre, por primera vez en años: rezó. Rezó y pidió que su niñita no les dejase, que sacase fuerzas como había logrado ese día para decir que tenía un problema y las emplease para encararse a las arañas azules de su piel pálida y al frío que la había congelado.

Recuerdo que conforme me tumbé en la cama, cerré los ojos con todas mis fuerzas y supliqué poder olvidar este día. Supliqué poder olvidar el sufrimiento que estaba causando por el simple hecho de decir algo que ya sabían, pero que en ese momento se había hecho realidad. Supliqué dar marcha atrás en el tiempo y tapiar el camino que me había llevado a la perdición, pero el reloj no se cansa, nunca frena, por más que te empeñes en ralentizarlo igual que tu corazón.

46 pulsaciones por minuto, tensión sistólica en 9 y diastólica en 5. Fue lo que le oí decir a mi pediatra cuando fuimos al médico la mañana siguiente, a juzgar por el semblante de mi padre, aquella vez no era una simple revisión, íbamos con carácter de urgencia. No entendí muy bien qué querían decir esos números, ahora, once años después, los manejo mejor de lo que me sé mi carnet de identidad o mi número de teléfono. Esa mañana, el cielo tampoco dio tregua, era gris plomizo; con partes tan oscuras que daba incluso miedo pensar la cantidad de rayos que podrían estar guardando esas nubes en su interior y cuándo chocarían entre ellas y estallarían sobre nosotros. En mi casa también se gestaba la tormenta, ninguno nos atrevíamos a decir nada, las conversaciones banales no merecían el esfuerzo necesario para iniciarlas y nuestras cuerdas vocales se negaban a vibrar al son de los sucesos. Recuerdo aquella comida como si fuera ayer, recuerdo llegar a la cocina con los tres platos de sopa de pescado ya servidos y un trozo de pan sobre la servilleta situada a la derecha de cada plato. Recuerdo esa sopa silenciosa, su posterior pechuga de pavo reseca y, aunque no llegué a tomarlo, de postre hubo manzana asada con canela. Mi madre se atrevió a romper el silencio y decir frases prácticamente inconexas que pretendían normalizar la situación.

Recuerdo esa comida como si fuera ayer mismo. Aunque no haya vuelto a tomar sopa de pescado, sigo sabiendo decir los matices exactos de la que preparaba mi madre. Ese 18 de diciembre triste y grisáceo, comenzaron a oírse los truenos al final del segundo plato, al primer intento de hablar como lo habíamos hecho hasta mi confesión. Ese viernes, algo antes de las tres de la tarde, varias nubes cargadas de remordimientos chocaron entre sí y me sentí obligada a decir que lo sentía, que lo sentía muchísimo por ellos, pero no por mí. Me atreví a decir que me había convertido en un pequeño monstruo cubierto de escarcha y no tenía ni idea de como volver a ser quien había sido hasta hacía unos meses; me daba miedo haberme perdido a mí misma en el camino.

Desde ese 18 de diciembre, llevo intentando matar las arañas azuladas que trepaban bajo mi piel. He tenido que decir adiós a mi casa durante meses cuando éstas se hacían fuertes, he podido saludar a la vida cuando se difuminaban y he vivido maquillando mi piel con base de anhedonia durante años con tal de que no se viesen sus patas venenosas sobre mi dermis y no se pudiese inferir desde fuera mis intentos vanos de arrancarlas.

Hoy, once años más tarde, puedo decir que mis arañas están casi tan nítidas como aquel 17 de diciembre, pero no las estoy tapando. Estoy tratando de matarlas una a una, a un ritmo que espero que sea más rápido que el de su colonización. Espero poder decir adiós al monstruo que llevo dentro, sin tener que despedirme de nuevo de mi casa, de mi primavera y de lo que intento construir para cuando vuelva a ser libre y pueda ser yo.

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