Llueve. Las gotas de lluvia repiquetean alegres en la ventana mientras un sol tímido de otoño se asoma a través de las nubes. Y mi mente vuela a la infancia, a la masía donde mis abuelos pasaban los veranos y a mi me parecía que aquello era lo más parecido a flotar en el cielo. Mi abuela horneaba pan y el olor impregnaba las estancias de la casa llegando incluso a la buhardilla donde dormía con mi hermana, despertándonos suavemente, avisándonos lentamente de que el desayuno estaba preparado. Y lo mejor de todo estaba al final de las escaleras, al final de aquel pasillo recubierto de madera donde competíamos por ver quien llegaba antes a dar un beso a mi abuela. Ella siempre nos esperaba con una sonrisa y un tazón de leche calentita con la nata colada como nos gustaba.
Aquella mañana no estaba inspirada, el profesor nos había pedido que redactáramos un artículo de opinión de unas trescientas palabras sobre el papel que ejercían en la actualidad los abuelos en la educación de sus nietos. Mis recuerdos habían entrado en bucle y se resistían a salir de aquella cocina donde hacía un tiempo, que se me antojaba muy lejano, fui tan feliz.
Aquel sábado se cumplían tres meses desde que acudía una vez por semana al taller de escritura en el centro cívico de mi barrio. Me apunté por casualidad, una tarde, después de recoger a los niños de sus actividades extraescolares, me fijé que había un anuncio nuevo en el tablón del pabellón deportivo donde los esperaba. Normalmente el profesor nos pedía que trabajáramos los escritos fuera del aula ya que consideraba que necesitábamos tiempo para construir relatos y nuestro rinconcito para que la inspiración se plasmara en arte. Después, en clase, lo exponíamos y entre todos los asistentes debatíamos y aprendíamos unos de otros. Pero aquella mañana quería ver como nos desenvolvíamos en otros escenarios y ayudarnos in situ en las dudas que pudieran surgir.
En aquel taller éramos doce personas, doce almas desconocidas que el destino había unido para compartir, apenas unas horas a la semana, sueños, temores, recuerdos, inquietudes, alegrías, nostalgias y principalmente, pasión, pasión por escribir. Una pasión ahogada probablemente por hipotecas, trabajos mejor aceptados socialmente, condicionamiento familiar y baja autoestima que revivía y brillaba en nuestros corazones incomprendidos una vez por semana. Y allí estábamos, amas de casa, jubilados, contables, abogados, parados y algún estudiante que intentaba descubrir su vocación.
El reloj avanzaba y ya sólo nos quedaban quince minutos para completar el ejercicio. Aparté la vista un segundo de la ventana donde el tiempo se había detenido y observé que la mayoría de mis compañeros estaban terminando sus conclusiones. Yo apenas había garabateado unas líneas cuando Luca, nuestro profesor, nos recordó que el texto no tenía que ser perfecto pero si coherente con nuestros pensamientos y legible para el lector. Volví a la tierra y empecé a escribir, que poco se imaginaba Luca que era él mi fuente de inspiración diaria…

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