Microrrelatos de Otilia

Microrrelatos de Otilia

Gabry

27/01/2024

I

Evocación

¿Es un zorzal o ruiseñor? ¿Una pequeña alondra o tal vez una golondrina? El concierto matutino me trae recuerdos lejanos, mientras el viento agita rítmicamente las hojas del nogal añejo, al fondo de la antigua casona.

Pensamientos en sepia giran en el calidoscopio del tiempo. Un arco iris asoma, ilumina el cielo. Filigranas de luz y sombras caen, tenues, mientras suena a lo lejos aquel graznido lastimero, que punza mi alma y la horada… duele aquel sonido lastimero… duele a través del tiempo. Un gorjeo monótono me trae de regreso… Y me recuerda que… Entonces…regreso…

II

La Casona

La brisa vespertina envolvía lentamente la antigua casona con su bruma húmeda y añeja. Desde la colina se la podía divisar, algo empequeñecida por la visión en perspectiva. Una construcción mediana, toda de piedra y con una primorosa caída de agua en el estilo del tejado, le otorgaban en la lejanía ese aspecto misterioso pero a la vez diáfano y acogedor. Un color ocre y brilloso asomaba, filtrándose, entre las enredaderas musgosas que bordeaban a la casa. Desde el acantilado Otilia la observaba, mientras las evocaciones de su infancia y de los años adolescentes se arremolinaban en su mente tratando de encontrar un orden, un cierto concierto, pero por ahora era imposible. Demasiados pensamientos la abrumaban.

Decidió descender. El camino bifurcado y bordeado de pequeñas piedras calizas le hacían de guía…

III

Otilia

De contextura mediana y algo sombría, Otilia, descendía lentamente la cuesta de la colina llena de ripios que esa mañana lucía luminosa, aunque solitaria. Avanzaba a paso lento, y en sus cavilaciones una idea prendía fuerte: ¿hallaría aquellos secretos bien guardados? ¿Encontraría los vestigios de aquello para lo cual emprendió un viaje tan largo, desde las estepas sombrías de una ciudad lejana? No lo sabía aún, pero algo era cierto. No emprendería el viaje de retorno sin antes averiguarlo.

Empotrada en el centro mismo de la isla, la casona resultaba ser una herencia inesperada que le llegaba de la mano de sus abuelos maternos. Junto con la casona una finca de dos hectáreas completaban la propiedad que se recostaba bordeando la playa y que podía constituir la tentación de cualquier turista que visitara aquellos páramos. Pero Otilia no estaba sola…

IV

Un desconocido

Otilia abrió de par en par las persianas de madera, que parecían ser de roble, y la luz brillante y cerosa del sol se filtró de inmediato. Echó una ojeada a su alrededor. Los muebles se hallaban desprolijamente cubiertos con sábanas blancas. Comenzó a descubrirlos uno por uno, de manera lenta y parsimoniosa. Se dejó caer despreocupadamente sobre un sillón de mimbre que daba hacia la ventana abierta. La brisa de la mañana se colaba por ella. Otilia levantó su rostro tirando su cabeza hacia atrás, cerró los ojos y aspiró aquella brisa matutina con aire satisfecho. Sus rizos rubios sobresalían por debajo de la capelina que aún la tenía puesta. Un rostro blanco, brillante por el tipo de cutis graso y algo pecoso también, completaban aquel cuadro.

De pronto alguien llama a la puerta. Otila se incorpora, avanza a pasos despreocupados y gira el picaporte. Un hombre alto y pelirrojo, de facciones regulares, bien parecido, le estrecha la mano.

– Disculpe, no quise interrumpirla. Vi movimientos en la casa y me acerqué para ver si estaba todo en orden. Vivo en la casa de la esquina -dijo girando la cabeza en sentido contrario y señalando una edificación que se levantaba en varios niveles, revestida con piedras calizas blancas y adornada con ligustros que se desprendían en racimos a ambos extremos de lo que parecía un balcón de madera de ébano.

La mujer deslizó su mano que aún se hallaba suspendida en la del desconocido y mirándolo respondió amablemente

– Ah… gracias por preocuparse. Acabo de mudarme y aún no he recorrido la cuadra para conocer a mis vecinos. Recién estoy desempacando…

– Bueno, -contesta el desconocido-, entonces si necesita ayuda ya sabe dónde encontrarme. No dude en llamarme. Y… Una pregunta más -agrega el hombre-, ¿Ud. es una representante de la familia Montesino?

– Soy nieta de Abel Montesino -contestó Otilia-

– Mmm…, entonces él era su abuelo, respondió el hombre.

– Lo conoció? -preguntó asombrada-

– Mmmm..algo así… -respondió cavilando y dando la media vuelta pensativo. Otilia interrumpió sus pensamientos con una pregunta.

– Espere… no me ha dicho su nombre.

A lo que el hombre respondió con un gesto desaprensivo,

– Oh! Disculpe mi mala educación. Me llamo Richard.

Otilia no comprendió porqué aquel nombre le sonaba lejanamente familiar y a la vez extraño…

V

La Isla

La mañana tocaba a su punto. Una embarcación lejana se divisaba, suspendida en medio del lago. Tenía la apariencia de ser un velero, recostado en medio de dos colinas que se levantaban en la profundidad del horizonte.

Otilia tomaba su desayuno esa mañana y lo observaba de lejos, a través de la ventana. Con una mano sorbía el café humeante y con la otra hojeaba de tanto en tanto el periódico que tenía sobre la mesa. Anotaba un par de impresiones en su agenda y pasaba revista al orden de las tareas que había apuntado para ese día.

Levantó la vista. El velero seguía allí, y de tanto en tanto, con un leve vaivén, rompía la quietud espejada del lago.

El paisaje de la isla era paradisíaco. Parecía sacado de una postal. De pocos habitantes, pero todos ellos provenientes de familias ya arraigadas históricamente y que compartían tradiciones en común.

Contaba la isla con un centro urbano y un conglomerado de hombres y mujeres afincados en el pueblo.

                                                   VI

                                          La biblioteca

La isla contaba con un centro cultural. Esto quiere decir que todo el movimiento, artístico, literario, filosófico, periodístico, informático, pasaba por allí. Otilia necesitaba información y prontamente se dirigió hacia aquel lugar. Necesitaba unos archivos periodísticos de aproximadamente 40 años atrás. Ingresó al hall de entrada y la gigantesca claraboya de luz que cubría toda la antesala, iluminó de lleno el lugar. La observó unos instantes, en suspenso, luego dirigió sus pasos hacia la puerta de acceso principal al salón de lectura. Ya dentro de él, echó una ojeada a su alrededor y se sintió plena. El lugar era amplio, acondicionado con múltiples mesas rectangulares, paralelas entre sí, todas contaban con una correcta y adecuada lámpara que iluminaba el escritorio de lectura, esparciendo una luz verde casi fluorescente pero apacible; semejantes, en la penumbra tranquila, a un sin número de ojos incandescentes que, cual luciérnagas, tachonaban el ambiente apenas oscuro de la biblioteca. Completaban el cuadro algunos pocos lectores esparcidos irregularmente por el amplio salón, cuyas cabezas gachas, apenas perceptibles, parecían ante el ojo distraído, siluetas de penitentes.

Otilia avanzó directamente hacia el archivero. Buscó según el año y la categoría aquello que necesitaba. Seleccionó un periódico al azar y su intuición la guio a través de las páginas; y allí lo vio. La fotografía estampada casi en tono sepia mostraba una figura lejana, varonil, de pie, con un cigarro en la mano; traje de tela liviana color crudo y sombrero de ala clásica. La fotografía estaba tomada casi de abajo y de perfil, por lo tanto la figura parecía más alta. Pero la escritura que acompañaba la imagen daba cuenta cabal de su impresión.

Pasó revista a una galería de fotos de la época, mientras en su mente iba atando cabos sueltos…

                                                       VII

                                                    Misterio

Se dirigió a la casa presurosa. Otilia bajó la escalera que dirigía al sótano, casi corriendo. Buscó en el baúl viejo y encontró algunos papeles rubricados, y en el sillón de mimbre que se hallaba abandonado a un costado, se sentó a examinarlos. Todo parecía estar en orden. El título de propiedad, los planos de mensura, boletas de pagos de impuestos y renta; daban cuenta de un trabajo prolijo y minucioso. Aunque un detalle le llamó la atención. En el fondo del baúl, casi tapado por algunos papeles, se podía divisar un cuaderno grande; parecía un libro mayor de entrada y salida. Lo extrajo y comenzó a hojearlo. Se encontró con una lista de nombres y apellidos que le llamaron poderosamente la atención. ¿Qué significaba todo aquello? Cada nombre tenía una data, un lugar de procedencia y lo que parecía ser la actividad para la que serviría o sería asignado. Asimismo aquellos nombres, o personas que estaban detrás, tenían un destino, un lugar a dónde irían. Por ejemplo, «Menelik Kaddour, procedencia Angola, destino ingenio azucarero en Dominica»; «Leiza Said, procedencia Burkina, destino plantaciones de algodón en India»; entre otros nombres y apellidos de una lista interminable, acerca de la cual Otilia desconocía su existencia. El misterio que envolvía todo aquello era abrumador, y era necesario investigarlo. De pronto Otilia recordó a Richard, el enigmático vecino de la cuadra que le dio la bienvenida días atrás. Decidió hacerle una visita…

                                                  VIII

                                              Richard

El solitario hombre todas las tardes paseaba su perro por la cuadra arbolada. Lo que llamaba la atención de Otilia era que el sujeto pasaba frente de su casa todos los días al mismo horario y no dejaba de echar una ojeada curiosa hacia adentro. ¿Buscaba algo? Si esa fuera la respuesta, Otilia iría prontamente a averiguarlo…

Sentado en un sillón de alto respaldo y de espaldas al ventanal que daba a la calle, el extraño sujeto parecía observar detenidamente los leños que crepitaban en el hogar, los cuales levantaban de tanto en tanto alguna que otra chispa. Vestía un gabán verde oscuro y aterciopelado, que más parecía un salto de cama que sobretodo; y lo confirmaba el pijama a cuadros marrón que completaba el atuendo del extraño. Llevaba asimismo puesto un pequeño sombrero al mejor estilo detectivesco, debajo del cual sobresalía el cabello encrespado y rojizo. Con las piernas cruzadas y pensativo se balanceaba lentamente en la reposera, mientras saboreaba su habano, inclinado sobre el brazo derecho cuyos dedos pulgar e índice sostenían la cien, en actitud meditativa.

Otilia desde la calle lo observaba. La cortina descorrida de paño granate, dejaba filtrar la luz de la lámpara de pie, antigua, más propicia para una oficina que para la cálida y amena sala en donde se hallaba aquel hombre. Hacía frío. Otilia decidió llamar a la puerta…

                                                       IX

                                           Llaman a la puerta

El golpe seco lo sobresaltó. Algo aturdido se incorporó del sillón y decidió ver quien era. ¿Por qué no le causó sorpresa la visita de Otilia? Parecía que ya la esperaba desde hacía tiempo. Abrió de par en par la puerta y la invitó a pasar…

-Pase Ud…

-¡Me esperaba? -dijo la mujer algo nerviosa-

-Sabía que vendría, tarde o temprano -añadió el sujeto.

-Ah.. -dijo Otilia, vayamos entonces al punto. ¿De dónde conocía Ud. a mi abuelo?

-Perdón, no dije que lo conociera…

-Me lo mencionó aquel día en que se presentó, sabía su nombre y apellido.

-Bueno, sí, mera coincidencia… ¿Qué la trajo aquí?

– La sospecha de que Ud. sabe más de lo que dice…

– ¿Y qué es lo que necesita saber Srta. Otilia? ¿Puedo llamarla así, no?

– Si Ud. conoció a mi abuelo, Abel Montesino…

El hombre frunció el entrecejo, con los brazos cruzados hacia atrás caminó unos pasos hacia la chimenea, giró su cuerpo en dirección hacia donde se hallaba la dama y la observó vacilante y pensativo…

-Veamos, -dijo. -¿Cuál es su curiosidad en todo esto?

A lo que la mujer agregó:

-La pregunta es simple, solo responda..

-No, no lo conocí..

                                                       X

                                        En busca del pasado

A Otilia no le quedaban muchos días de estancia. Su propia familia la requería. El hecho de ir a la isla, cerrar los papeles con los abogados, vender la finca; la estaban ocupando más tiempo de lo debido. Pero era necesario proceder. Y era evidente que el sujeto de la casa de la esquina no la ayudaría. Se hallaba sumida en esos pensamientos cuando el sonido del timbre la sorprendió. Se dirigió a la puerta dispuesta a abrirla, fue entonces cuando advirtió que un sobre cerrado en papel madera, era introducido por debajo de la misma. Lo levantó curiosa, lo abrió y su asombro fue mayor aún. En orden alfabético y como formando un árbol genealógico numerosas familias, cada una con sus nombres y apellidos e identificación, se hallaban organizados por grupos y todos con una leyenda que rezaba «propiedad de don Montesino».

¿Qué era todo aquello? Otilia presurosa giró el picaporte, abrió rápidamente la puerta, atravesó el umbral, el viento fresco de la noche desparramó sus cabellos. En la calle no había nada más que la luz de doce farolas mortecinas que, inertes, iluminaban con su amarillo ocre. Pero más allá, distante, detrás del ventanal que para ella ya era conocido, una silueta varonil la observó por espacio de cinco minutos y luego corrió lentamente la cortina.

Otilia se dejó caer en el sofá de pana azul, con más dudas que certezas. Examinó una vez más el sobre y sus pensamientos la llevaron lejos, a un campo de cerezos en donde peones de piel morena cosechaban la fruta de rico dulzor. Recuerda que una vez, cuando pequeña, jugando en el patio trasero de la casa paterna, escuchó una conversación que en aquel entonces no tenía sentido e importancia para ella, pero que ahora volvía con todas las fuerzas a su mente, y la devastaba; así como un tsunami arrasa todo a su paso y alrededor.

Se incorporó de golpe sobresaltada. De pronto todo cobraba otra dimensión. Aturdida caminó unos pasos pero se desplomó de inmediato. El peso de la verdad de lo que acababa de descubrir la subyugó. Decidió esperar hasta la mañana…

                                                            XI

                                                   Atando cabos

Aquella mañana Otilia despertó con un horrible dolor de cabeza. «Muchas emociones juntas», se dijo a si misma mientras caminaba al baño. El agua fría de la canilla la despejó un poco. Se miró al espejo. Desconocía a la mujer que tenía en frente. Recordaba a la niña solitaria que una vez fue y que jugaba en el jardín de mirtos, inconfundible por el aroma penetrante de las flores ¿Cómo no lo vio antes? Era la pregunta que rondaba en su cabeza. ¿Cómo no se dio cuenta en todos estos años, si siempre estuvo allí delante de sus ojos? ¿Y qué hay de sus padres? ¿Ignoraban también la verdad? ¿O es que fueron víctimas del mismo engaño? Otilia nunca los conoció. Era muy niña aun cuando un accidente ferroviario se llevó sus vidas. Desde entonces pernoctaba su existencia entre la casa de sus abuelos maternos y la tía Elisa, de quien tiene gratos recuerdos… No era fácil asimilar la verdad, pero tenía que hacerlo. Su propia existencia cobraba ahora un nuevo sentido… Decidió indagar más… y se dio cuenta ahora que en realidad necesitaba la ayuda del hombre misterioso que vivía en la casa de la esquina. Decidió concertar una cita con él, algo le decía que ese hombre sabía mucho más, y ese desconocimiento para ella guardaba directa relación con la vida de su abuelo…

                                                 XII

                                    Descorriendo el velo

La brisa matutina, agradable y lozana, era como un refrigerio para el alma cansada de Otilia. Sentada en el banco de la plaza, con los ojos cerrados y el mentón hacia arriba, absorbía en toda su plenitud el viento fresco que rozaba sus mejillas. Esa plaza era una de las principales del pueblo y justamente uno de sus flancos daba con las escalinatas frontales de la vivienda de Richard. Se citaron en ese lugar, cercano para ambos y neutral. Los pasos rápidos sobre la acera, como de alguien que se acercaba, sacaron a Otilia de su sopor. Miró hacia adelante y, efectivamente, era el hombre misterioso quien se acercaba.

-Tenga Ud. muy buenos días, dijo condescendiente y esbozando apenas una sonrisa. Otilia esbozó una sonrisa también conveniente y expresó:

-Al fin podemos encontrarnos y conversar, -a lo que el sujeto agregó:

Señorita Otilia, me complace su compañía, sobre todo si es una allegada de don Montesino.

-Soy su nieta, ¿lo recuerda?.

-Sí, sí, claro, es a lo que me refiero.

Conversaron hasta bien entrada la tarde. El sujeto misterioso abrió una carpeta y extrajo documentación que la exhibía ante los ojos atentos de Otilia. Explicaba a la muchacha los pormenores de toda aquella papelería y, de tanto en tanto, Otilia con gesto vacilante y rostro adusto, examinaba con minuciosa atención los documentos.

Cuando por fin el hombre terminó toda su exposición, el interrogante para Otilia era aún mayor. Hasta le pareció que todos esos años de su infancia y adolescencia había vivido con un absoluto desconocido. Una sola cosa le había quedado bien en claro a Otilia: su abuelo no era quien decía ser…

                                              XIII

                                          Decepción

Todo aquel informe le cayó como un baldazo de agua fría. Hubiese querido Otilia no estar allí. Le costaba aceptar que su abuelo fuera un esclavista. El hombre misterioso, quien resultó ser un detective contratado por la propia familia de Otilia, le expresó durante aquella larga exposición, que los barcos esclavistas llegaban desde distintos lugares; podía ser Papúa, Nueva Guinea, o simplemente el Congo. El abuelo Montesino los recibía como mercancía y los distribuía al mejor postor. ¿Pero por qué hacía todo aquello? Siempre supo que su abuelo era un gran comerciante, pero llegar a ese punto, a ese extremo…

Otilia, sentada ahora en el comedor de la vieja casona, aquella en la cual había pasado parte de su infancia, y que ahora la traía de vuelta por cuestiones meramente administrativas, ya que siendo la única nieta y heredera directa, debía poner papeles y documentaciones al día y decidir el destino de la finca; se encontraba ahora en medio de una disyuntiva: no era solamente la casa o la finca las que esperaban por su decisión. Existía un importante capital en el banco, sobre el cual Otilia aún debía informarse de qué monto se trataba y todavía quedaba pendiente la entrevista con el abogado, ya que probablemente existiera un testamento al cuál ella aún no había tenido acceso y sobre cuyo contenido debía interiorizarse también. De hecho, una tías lejanas y primos, los mismos que habían contratado al detective, estarían arribando al día siguiente, según se lo comentó Richard, para informarse también del estado de cosas.

Otilia presentía que la mañana siguiente sería larga y agotadora. Apagó la luz de la lámpara y se fue a dormir.

                                                           

                                                             XIV

                                                           Kabour

Otilia despertó aquella mañana con más dudas que certezas. Mientras
observaba la luz del sol a través de la cortina blanca, cuyas flores rococó de
color turquesa, esparcidas a lo largo y ancho de la tela de lienzo, jugueteaban
mimosamente con los rayos lumínicos del astro rey; sus pensamientos la llevaron
lejos nuevamente. Esta vez la situaron debajo de un árbol de pino a cuya sombra
ella se hallaba sentada, jugando con una pequeña flor blanca que bien pudiera
ser la «no me olvides», y observaba a aquel niño, que tendría unos 12
años, de piel morena, y que tiraba piedritas en el agua del arroyo que
atravesaba la finca. Se llamaba Kabour y había sido adoptado por tía Elisa,
huérfano de padres, según el relato que su propia tía contó, había sido
recogido de un orfanato y era la alegría de la casa, dado que la tía no podía
tener familia. Se hicieron grandes amigos.

Él es el único que no viajaría para la reunión familiar. Y en parte Otilia
lo entendía. No quería ser partícipe del reparto de una herencia que se había
construido a base del sacrificio, sudor y lágrimas de sus propios congéneres.
Además la historia era bien distinta a cómo se la habían contado. Por boca del
detective, Richard, Otilia supo que los padres de Kabour habían trabajado las
plantaciones del abuelo, y cuándo la madre estuvo a punto de dar a luz, el
destino del niño ya había sido marcado. Un niño en las plantaciones del ingenio
azucarero constituiría un estorbo y por lo tanto debía ser reasignado a otra
familia y, como si se tratara de una mera ecuación matemática, el abuelo
Montesino recalculó el futuro del niño…

                                                               XV

                                                      Reunión familiar

La mañana amaneció espesa. El clima otoñal no favorecía a aquellos páramos y
por alguna razón la neblina cubría gran parte del pueblo. Otilia, ya despierta
y con una taza de café en la mano, descorrió la cortina de la sala e
inspeccionó el estado del tiempo, mientras organizaba en su mente la
vestimenta para aquel día; nada fuera de lo común, algo sencillo y cómodo, ya
que no sabía cuán larga sería la jornada. Dos tías y un primo lejano la
esperaban en la oficina del abogado. Ese día se llevaría a cabo la lectura del
testamento y se decidirían otras cuestiones. Por lo pronto Otila ya tenía un
borrador previo en su cabeza, y lentamente daba forma a algunos pensamientos
que fueron tomando lugar en su conciencia.

Se abrió la puerta de la pulcra oficina del abogado. Otilia, acompañada de
la secretaria del letrado, ingresó. La tía Mary y Elisa ya se hallaban adentro.
El abogado le hizo un gesto amable con la mano indicándole a Otilia su lugar de
asiento.

Un cruce de miradas y un saludo rápido fue todo lo que pudo compartir con
sus parientes, dado que ellos mismos arribaron tarde del aeropuerto…

El abogado, un hombre adulto mayor, de piel blanca, lentes de marcos oscuros
y rizos prolijamente cortados que asomaban a ambos lados de una cabeza con
calvicie media, abrió de par en par un libro mayor. Otilia no sabría explicar
porqué ese gesto protocolar del abogado la transportó a una sala de casa de
campo en donde creía ver a su abuelo en igual posición, recostado sobre un
sillón, al borde de una mesa redonda de comedor y a cuya espalda se podía
divisar, a través de la ventana abierta cuyas cortinas se movían
acompasadamente por la brisa primaveral que ingresaba, un camino bifurcado en
medio de la pradera, que se abría paso entre un colchón de margaritas y flores
silvestres. Fue el día, Otilia lo recuerda bien, en que el abuelo anunciaba el
ingreso de Kabour a la escuela militar y por lo tanto la reducción en la
frecuencia de sus visitas a la casa de campo; y cuando expresó esto el abuelo,
su mirada se disparó rápidamente y se encontró con los ojos de Otilia,
inspeccionando en los mismos algún hálito de reproche. Pero Otilia se mantenía
incólume.

Fue aquella misma mirada fugaz la que advirtió ahora en el abogado, quién
acomodándose en la silla se disponía a leer el testamento.

                                                                   XVI                                                                 

                                                                La espera

Otilia no entendía aquella reacción del abuelo. ¿Eran celos? ¿O
sobreprotección? La niña que era entonces no encontraba en aquellas visitas a
la finca más que el encuentro con un amigo y la oportunidad de compartir
secretos, curiosidades, vivencias de niños. Kabour, más que amigo se había
convertido para Otilia en un hermano. Sus historias de vida eran parecidas.
Ambos eran personas solitarias y desarraigados a temprana edad del seno
familiar por distintas circunstancias; y tuvieron que abrirse camino y como
pudieran a fin de poner la mejor predisposición para adaptarse y
adecuarse a lo que el destino les deparaba.

El golpe seco del libro mayor sobre el tapete al cerrarlo provocó en Otilia
el retorno al tiempo presente, y la mirada interrogativa del abogado, quien ya
se había dado cuenta que la dama estaba como ida, le indicaban a Otilia que el
letrado esperaba una respuesta. Otilia Giró lentamente la cabeza y buscó el
contacto visual con sus familiares, y al hacerlo notó un dejo de ansiedad y
desesperación en sus ojos. Es que la sentencia del abogado había sido clara y
contundente. El abuelo Montesino sin más, dejó todas sus cuantiosas
pertenencias a su única heredera directa su nieta Otilia. Y en cuanto a los
restantes integrantes de la línea familiar, quedaban, por expresa voluntad de
don Montesino, a merced de lo que decidiera y dispusiera su nieta. Dejaba en
ella la responsabilidad de redistribución de los bienes o de hacer lo que a
ella mejor le viniese en ganas. Otilia se acababa de dar cuenta que se
había convertido en dueña ganancial absoluta y no estaba muy segura de lo que esto
le depararía. Cerró los ojos y suspiró largamente…

                                                                 XVII                                                                  

                                                             Las cartas

Pero eso no era todo… Junto con el testamento venían dos cartas en sobre
cerrado, una destinada a Otilia y la otra a Kabour. Grande fue la
sorpresa de Otilia cuando el abogado las extrajo de uno de los cajones de su
mesa de estudio y se las extendió a ella. Pidió permiso para retirarse no sin
antes dejar en claro que acordaría otra reunión a fin de exponer su decisión acerca
de la voluntad de Abel Montesino. Sus familiares no miraron con agrado aquella
postergación pero decidieron que serían pacientes y aguardarían todo lo que
fuese necesario.

Otilia abandonó la oficina del abogado, salió a la calle y respiró el aire
puro de aquel mediodía otoñal y brillante. Levantó su cabeza al cielo. Con los
párpados cerrados sentía los rayos tibios y aunque tenía los ojos cerrados
podía ver el círculo de fuego sobre su rostro. Bajó la cabeza y lo que tenía
enfrente no era la calle de pueblo que debía cruzar, sino aquella pradera de
margaritas que desembocaba en el arroyo de la finca a cuya orilla le gustaba
pasar algunas tardes, sentada debajo del viejo árbol, mientras Kabour hacía sus
monerías en el arroyo. Pero esa tarde el niño no se hallaba predispuesto a los
juegos, como era su costumbre. Más bien se encontraba meditabundo y cabizbajo.

-¿Qué tienes Kabour?, fue la pregunta obligada.

El niño tan sólo meneó la cabeza y respondió de la manera más práctica,
arrojando piedritas con la mirada perdida en las ondas circulares que formaba
el proyectil cuando se hundía en el arroyo.

Otilia con un gesto de impotencia inclinó su cabeza para observar su vestido
cubierto de pequeñas hojas y florecillas caídas del mismo árbol … Se dispuso a
abrir la carta…

                                                   XVIII

                                              Revelación

Otilia reconoció inmediatamente la letra manuscrita de su abuelo. No era una
carta larga pero tenía lo suficiente para Otilia. En ella, además de ciertas
especificaciones que el abuelo ya las había anticipado en el testamento, se
encontraba una revelación. Y tenía que ver con el paradero de los padres de
Kabour luego de que el niño fuera dado en «adopción» a tía Elisa.

Los progenitores siguieron trabajando en las plantaciones del abuelo. Ella,
la madre, era además muy buena cocinera y siempre destacaban en la mesa sus
platos regionales exquisitos, lo cual le valió un lugar de privilegio en los
menesteres diarios. Pronto dejó la asada y el cultivo para incorporarse de
lleno a la cocina. Este lugar de privilegio la benefició en el hecho de que de
tanto en tanto y en ocasiones especiales sus servicios de cocina se trasladaban
hasta la finca del abuelo, cada vez que don Montesino tenía reuniones
comerciales importantes, entonces ella era convocada. Es así que Tomasa, ese
era su nombre, aprovechaba aquellas ocasiones para «espiar» a su
pequeño. La tía Elisa vivía al fondo de la finca en una casa modesta y hasta
ahí se asomaba Tomasa cada vez que escuchaba la voz de un niño jugando o
arrojando piedrecillas en el agua, escondida detrás de unos ligustros observaba
a aquel niño con complacencia. Otilia recuerda una vez en que Tomasa, haciendo
uso de una gran osadía y coraje, traspasó el cerco de ligustros y les acercó
una limonada. Los ojillos curiosos de Kabour no dejaban de inspeccionar a
aquella mujer, la única, que en aquella finca tenía su mismo color de piel, y
esa sonrisa blanca cada vez que lo miraba…

                                                              XIX

                                                       El gran paso

Otilia dobló la carta y levantó la vista. Sentada como se hallaba en ese
momento en el banco de la plaza, observaba a los transeúntes caminar delante
suyo, y no dejaba de repetirse una y otra vez «Tomasa es su madre» y
sin dudas el abuelo se lo haría saber a Kabour por medio de la otra carta. Pero
¿por qué ahora? Era evidente que antes de su muerte el abuelo quería limpiar
algunas cosas. ¿O tal vez quería recuperar el tiempo perdido para Kabour? Como
sea, ya estaba hecho. Pero además, ¿qué fue de ella? Luego del fallecimiento de
su abuelo, quien a su vez había quedado viudo muy joven, no había razón para
seguir manteniendo peones en la finca; aún la tía Elisa se había mudado a otro
distrito y ¿cuál fue entonces el nuevo destino de los padres de Kabour? ¿Estaría
el secreto en la otra carta? Sin dudas que la presencia de Kabour era
apremiante, además Otilia quería poner fin a tanto misterio y comunicar a todos
la decisión que había tomado en cuanto a los bienes y legado del abuelo.

Tal como lo supuso Otilia, a la mañana siguiente tenía a Kabour a las
puertas de la casona anunciando su llegada. Era tal la sorpresa que se dibujaba
en su rostro que Otilia tuvo que darle tiempo para recomponerse. Preparó un té
de canela y lo invitó a relajarse, mientras conversaban de lo sucedido. Pasado
un tiempo prudencial le extendió la carta dirigida a él y lo dejó solo sabiendo
que se encontraría con su pasado…

                                                        XX

                                              Reconciliación

Era bien entrada la tarde cuando Otilia decidió irrumpir en la sala dónde
había dejado a Kabour en compañía de sus recuerdos. Pudo divisar en la
penumbra, bajo la tenue luz de la lámpara, que se hallaba recostado en el sofá,
con la cabeza echada hacia atrás, en clara señal de relajación y abandono. Al
aproximarse Otilia vio cómo rodaba una lágrima en su mejilla, decidió entonces
cautelosamente abandonar la sala, pero la voz de Kabour la detuvo:

-No es necesario que te vayas, me siento bien, he cerrado un capítulo de mi
historia de abandono, me he reconciliado con mi destino y tan solo meditaba en
ello…

Otilia lo observó por espacio de unos minutos hasta que señaló:

– y…qué fue lo que descubriste…? Puedo saberlo?

-Claro que sí…no tiene porqué ser ningún secreto y menos contigo. Mi madre
aún vive. Me lo declaró el abuelo, no así mi padre que falleció al poco tiempo
de mi ingreso a la escuela militar. Debo ir a buscarla si así lo deseo, pero
antes debo concurrir a la tesorería a retirar un legado de mi madre, el cual se
halla en una caja de seguridad. Ella se encuentra viviendo en su tierra natal.
Logró la libertad. Fue un último acto de bien que hizo el abuelo para limpiar
su conciencia y recompensar tantos años de leal servicio.

Todo este discurso Kabour lo dijo de espaldas a Otilia. Cuando giró su
cuerpo para reencontrarse con su rostro, notó que el asombro era tal en ella,
que la aparición de un fantasma no hubiese causado tal espanto como lo causaron
esas palabras..

                                                             XXI

                                                          El legado    

Kabour se levantó temprano aquella mañana y se dirigió directamente a la
tesorería del banco donde se hallaban las cajas de seguridad. Otilia se ofreció
en acompañarlo pero él prefirió ir solo, eso le daría espacio para pensar y
reflexionar. Su vida estaba tomando otro rumbo y esto requería hacer ajustes y
adaptarse a las nuevas situaciones en la medida en que se iban presentando. La
noticia de que su madre aún vivía removió lo más profundo de su ser y ahora
debía ir a encontrarse con su «legado», ¿qué vendría después?

El banco central no quedaba muy lejos. Como sucede siempre con las
ciudades-pueblos, y éste a pesar de pertenecer a una villa turística no por
ello era la excepción, todo quedaba a mano. Mientras caminaba por la plaza
principal Kabour pensaba en cómo sería el reencuentro con su madre. Tantos años
de separación y ahora la vida les daba otra oportunidad. Aunque no siempre
estuvo lejos, de haber sabido que su madre era precisamente aquella dulce mujer
llamada Tomasa, las cosas hubiesen sido muy distintas. Un bocinazo en la vía
pública lo sacó por un instante de sus pensamientos. El hombre que cruzaba
corriendo la calle, subió de golpe la acera y casi lo llevó por delante,
desorientado quizá por el automóvil que casi lo atropella.

-Disculpe usted, -prorrumpió jadeante y presuroso.

-No hay cuidado, expresó Kabour y notó que el hombre pelirrojo y de cabellos
rizados lo observaba más de lo normal. Llevaba unas carpetas en la mano, vestía
un traje ligero y el sombrero de ala común lo aproximaba más a un detective que
a un peatón convencional.

Kabour no dio mayor importancia al incidente porque ya estaba llegando al
acceso principal del banco. Hecho los trámites de rigor, un empleado lo escoltó
hasta una de las cajas en donde se hallaba su pertenencia a resguardo. Con
nerviosismo extendió una gaveta rectangular y al abrirla se quedó observando su
contenido por espacio de diez minutos. Cuando por fin atinó a introducir su
mano, empezó a acomodar por orden dicho contenido y a observarlas con un
vistazo rápido. Eran las cartas de su madre. Todas estaban fechadas. Sí,
aquellas que por espacio de diez años ella se las estuvo enviando, pero su
destino fue ir a parar a aquella caja de seguridad. Nunca se las dieron porque
no querían atormentarlo de niño. Y cuando ya fue grande, consideraron que el
tiempo había pasado demasiado, de tal manera que hubiese sido inútil
importunarlo. Kabour las tomó en sus manos con la precaución y delicadeza con
las que un arqueólogo encuentra un manuscrito milenario y valioso y teme por su
conservación, y que de hecho requeriría ser sometido a un proceso de
restauración. Tal fue la actitud con la que Kabour tomó las cartas y las guardó
en el pequeño maletín que traía consigo.

                                                              XXII

                                                        Nuevos planes

Cuando llegó a la Finca encontró a Otilia empacando sus cosas. Solamente su
habitación estaba intacta, por si él necesitara quedarse más días. Pero Kabour
tenía urgencia por continuar con el plan que gestaba en su mente: ocuparse de
su madre.

-Y bien? prorrumpió Otilia, dejando un momento sus quehaceres.

Kabour abrió el maletín y extrajo las cartas. Otilia las examinó con cuidado
y constató que efectivamente se hallaban organizadas por fechas. Las mismas
eran enviadas en una serie de 5 cartas por año, lo que equivalía a un total de 50 cartas.

-Tendrás con que entretenerte por mucho tiempo, expresó Otilia al tiempo que
volvía a sus ocupaciones.

-Supongo que sí, aunque no tengo apuro, lo tomaré con calma. Además pienso
ir a buscarla…

-Es lo que imaginé, y haces bien. Mañana nos reuniremos con el resto de la
familia y y conocerán mi resolución. Vienes?

-No será necesario, dijo mientras se aproximaba a la ventana. Era el preciso
momento en que el sujeto pelirrojo que casi lo atropelló en la calle, bajaba las
escalinatas de la casa de en frente y subía cajas a un transporte de mudanzas

-No eres la única que empacas…

Otilia se aproximó a la ventana y vio al detective.

-Es Richard, un detective, ya casi lo había olvidado… ¿Sabías que fue
contratado por tía Elisa y su hermana?

-En serio? ¡Casi me atropella en la calle! ¿Me habrá estado siguiendo?

-No lo creo, sus servicios terminaron el mismo día en que se leyó el
testamento…

– Mmmmm, veamos si no se reanudan hoy, dijo Kabour con sarcasmo, mientras
ayudaba a Otilia con el último embalaje.

Efectivamente, por la tarde Otilia debía comunicar su resolución y esto
despertaría más de una sorpresa en las almas ansiosas de sus congéneres…

                                                             

                                                                    Epílogo

El tiempo había pasado. Después de muchos años Otilia miraba nuevamente desde lejos la antigua casona. Unos niños
correteaban a su alrededor mientras su marido sacaba fotos. Recuerda cuando la
vio por primera vez, cuando se acercó hasta el lugar con
fines meramente administrativos. Ahora, pasado el tiempo, la vio igual… pero
distinta…

Decidió descender. El camino bifurcado y bordeado de pequeñas piedras
calizas se había transformado en una avenida, y el lugar era más populoso. La
aguardaba a la entrada de la casona Kabour, y esta vez no estaba solo. Una
hermosa mujer de color lo acompañaba y una pequeña niña de unos cuatro años se
cobijaba en sus brazos. Sus ojillos chispeantes le recordaban aquella mirada
curiosa de antaño, cuando el niño de aquel entonces, Kabour, arrojaba piedras
en el arroyo.

-Mi esposa, dijo Kabour mientras abrazaba a la mujer de color. Y mi niña, –
dijo desviando la mirada en dirección a sus brazos. Pero eso no era todo.
Acercándose una mujer ya anciana pero bien parecida, dijo: -y mi madre…

La mujer miró a Otilia por espacio de un minuto y comenzó a esbozar una
sonrisa. Sin dudas la había reconocido. Sin proferir palabras se abrazaron un
largo rato. Luego comenzaron todos juntos a recorrer el lugar.

La antigua casona se había convertido en un museo y era muy visitado por los
turista como así también por la gente del pueblo. Otilia y sus acompañantes
decidieron hacer un recorrido. Comenzaron por el «Salón histórico».
Este era un espacio en donde estudiantes de la universidad local, contratados
específicamente para el trabajo, explicaban a los visitantes el procedimiento
de contratación y explotación que se llevaba a cabo otrora, a partir de la
llegada de los primeros barcos esclavistas a la región. Maquetas, fotografías y
una proyección audiovisual completaban la exposición. El salón contiguo de
«Comidas típicas», ofrecía a los visitantes bocadillos de la más
variada cocina y como una especialidad de la casa, se exhibían aquellos
platillos provenientes de la regiones en donde la esclavitud tuvo lugar. Otilia
reconoció enseguida los sabores de la cocina de Tomasa. En otro sector, el de
la «Biblioteca», Otilia advirtió, además de los libros afines y de
época que se hallaban organizados en distintos estantes, además, sobre
una bandeja de plata, distribuidas las las cartas de Tomasa, cada una guardada
en su respectivo sobre. Más allá, en el otro sector, con fotografías de sus
protagonistas; se hallaba una reseña sobre la vida y destino de cada uno de los
hombres y mujeres esclavos cuya explotación tuvo lugar en las regiones y
territorios a los que fueron asignados, como así también los castigos y
torturas de los que fueron objeto.

Había más por recorrer, pero Otilia se sentía satisfecha. Salió al patio
principal y aspiró el aire puro de la mañana. Sentía que había tomado la
decisión correcta, cuando siete años atrás en el despacho del abogado, había
comunicado la resolución de donar todo el patrimonio del abuelo Montesino a la
causa por la lucha contra la esclavitud y toda otra forma de explotación y
abuso, además de donar la vieja casona como propiedad del Estado, a fin de
disponerla como museo.. Solo reservaría parte del patrimonio como póliza
vitalicia (un capital de por vida) para el sustento de la madre de Kabour y el
resto de su familia.

Ahora soplaba un viento fresco. Otilia seguía absorviendo la brisa matinal.
Se le acercaron Kabour y su madre para hacerle compañía, y ella dijo:

-Nos sentamos? Otilia echó una mirada al viejo árbol y se sentó en el banco
predispuesto debajo del mismo, mientras observaba a Kabour escoger del suelo
algunas piedrecillas y tirarlas a propósito en el arroyo. Su madre mientras
tanto convidaba a todos con una limonada especial que había preparado de
antemano en la cocina. Tamy, la pequeña hija de Kabour al ver a su padre tirar
piedritas al arroyo, preguntó: -¿qué haces?, a lo que su padre respondió, echando previamente una ojeada al rostro de Otilia, que sonreía: -mi
niña, es una larga historia… pero ven…te la contaré…

                                                                  

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