“Cualquier hombre está obligado a defender la verdad, aunque no consiga siempre hacerla triunfar.”
Alessandro Manzoni.
PRÓLOGO
Ahora sabía que todo era mentira. El alzacuello le quemaba, pero no encontraba el remedio deseado que le librase de aquel tormento. Pensó una vez que era una rémora, un castigo que diezmaba su independencia, el anhelo de la libertad con el que soñaba todas las noches, más allá de su propia vida; Su vida, ese retazo de imágenes que no era demasiado larga, pero si lo suficientemente infeliz como para que su oficio, el más santo y sacro, fuera el desembarco a la oscuridad que tan bien iba a juego con su uniforme.
John H. Zebediah también se cansaba de su trabajo, su cargo, su misión, su misma posición respecto al mundo que le rodeaba y que ayudaba a mantener despierto, pese a los gritos iracundos de lo maléfico y lejano, o cercano, o pendiente de que fallase para apoderarse de él. A veces pensaba queestaba más muerto que el crucifijo que presidía su congregación. Su vida, esa amalgama de deseos escondidos bajo un caparazón agrio, se le escapaba de las manos a cada mañana, o tarde,en lanoche. Ya no sentía nada más que lo imprescindible para seguir viviendo, si es que supervivir al legado de sensaciones perdidas en realidad era vida percibida como tal.
John H. Zebediah siempre quiso ser historiador, pero solo llegó a convertirse al sacerdocio; Quizá la fe que había perdido se la llevaron sus feligreses, quizá nunca la tuvo. La razón o la causa de su entrada al santo oficio eran el misticismo, la liturgia de la misa, la extraña idiosincrasia que mezclaba la verdad y la mentira de la Iglesia que tanto quería y que tanto odiaba a la vez. La vida clausurada del padre Zebediah, esa quemordida como veneno en una manzana rojiza, era una eterna noche sin ventana, un parque cerrado a los chiquillos, una bocanada de aire que no atusa cabello largo y sedoso.
John H. Zebediah adoraba el latín, independientemente de su moribundo futuro. Que fuese una lengua muerta no le resultaba importante, no estaba más muerta que él, o su Cristo, o sus sueños de niño pequeño que lo alejaban del pueblo nacido de Alabama hacia un horizonte de aventuras y sensaciones relacionadas con la felicidad. Que sencillez, que conjunción de vocablos convertidos en rezos y raciones; la musicalidad de las pronunciaciones, la solemnidad de las tumbas que se servían de las inscripciones para convertirse en sepulcros importantes, famosos o simplemente misteriosos. Que fácilmente convencía una oración latina al creyente de la fatalidad de su acto, que rápidamente llegaba al corazón de devoto y que delicada era su mano, la que ofrecía la divinidad de unDios poderoso sobre todas las cosas que llegaba a los pueblos con la verdad en la boca, con el pan y la sal, con el extraño letargo de los tiempos pasados que rememoraban su vida, su muerte, su tormento.
John H. Zebediah nunca había visto a Dios, pero llevaba media vida buscándolo. Demasiadas plegarias y preocupantes agujeros en su alma lo hacía imposible. Dios era una verdad absoluta que mentía sobre el padre Zebediah.
Si encontrar a Dios, Rey de reyes, señor y creador de la luz, era tan sencillo como adoptar para sí la fe que ese mismo ser regalaba al resto de la humanidad… ¿Qué haría John H. Zebediah, si carecía de ella, de la fe que tanto cuidaba de limpiar en los demás? ¿Qué sentido tendría para un cura tener la responsabilidad de guardar y hacer crecer en los demás la flor que no crecía en lo más profundo de su ser?
Ahora sabía que todo era mentira. Cuando menos esperaba, una noticia y su posterior estudio pusieron a John H. Zebediah a la pista de algo que le había puesto el corazón del revés. Y la vida se le abrió como una herida sin curar.
Todo volvía a tener sentido para él después de su hallazgo; Su vida, su iglesia, sus feligreses. Toda la vida mirando hacia el cielo para divisar al ser omnipotente que su mente, su cuerpo, su alma, buscaba desde su nacimiento, para dar cuenta que miraba en el sitio equivocado. Que lejanos le parecían ahora los momentos de tensión, de duda, de embriagadora soledad, ésta que se reflejaba en su sotana para que el negro fuesemás negro que cualquiera de las noches menos estrelladas y remotas. Pudo escribir los versos más bellos esa noche, pero ya no le hacían falta. Que lejanos los remordimientos, que pérdida de tiempo, de vida, de todos los extractos de su alma que se habían perdido en el ocaso del tiempo; cuantos rosarios estropeados por un uso perpetuo y perenne, gastados por las manos mientras el pensamiento se evaporaba como un hilo de rota esperanza al amparo del tiempo;cuantos rezos perdidos, arrodillado en la nada más absoluta, cuando precisamente nada de lo que declamas o susurras tiene sentido o es lo que te sustenta o te dirige, cuando se te escapa, el sentido, el tiempo, la vida, en pequeñas partes de palabras que no dicen nada, pero que suscribes como si un Damocles infinito te apuntara a la cabeza con su espada. Y el miedo, ese terror mortal que te obnubila cuando no sabes, cuando no comprendes lo que falla para no ser feliz con uno mismo. Cuando no eres más que rezos y terrores y normas y dogmas de seres humanos con el poder de creerse dioses menores. Cuando la vida se te corrige como una plana, como si un profesor invisible te indicara el camino convenido para el que señala y no para el que lo recorre. Cuando el destino deja de ser tu destino.
John H. Zebediah supo que la divinidad, Dios, Cristo, era un trozo de la historia que nunca había sido contado y que era necesario hacerlo, más aún cuando tenía pruebas para demostrar que todo había sido un error, un engaño, o algo peor, que nada es como debiera, o que todo lo creído hastala fecha era solo la parte de un pastel que nadie nunca se atrevió a digerir.
John H. Zebediah murió aplastado por unade las rocas del campanario de la aldea de Ayacucho, Perú, un martes, dos días antes de su viaje al futuro, al pasado, o a la limpieza de su presente.
I
Hacia todo el frío que se había presagiado, no obstante, el padre Honorio no lo padecía, no podía. Su mente inquieta le amenazaba con volcar el vehículo y, para colmo, la radio no funcionaba. La música había sido su compañera desde siempre, desde que tenía uso de razón. Los trinos le amansaban, cual fiera. La carretera hasta Jujuy no había mejorado con los años, y la edad del Renault 7 tampoco ayudaba a superar el envite. Quizá silbar alguna melodía le sacara del trance en el que se encontraba.
— ¿Querés que nos matemos?—
—Perdón, es que estoy un poco nervioso— respondió entonces Honorio, sin quitar la vista a la carretera.
— Es la última vez que me subo a un carro con vos.— el padre Oberto recurrió al rosario, que se le sudaba en las manos, y a la paciencia obtenida con el paso de los años para intentar olvidar el miedo que pasaba.
—Hubiera preferido venir andado, Honorio, de ésta no salimos—
—Perdón, es que estoy un poco nervioso— asintió el padre mientras sus cábalas le imposibilitaban la tarea, ardua, de conducir un viejo coche en una vieja carretera de un viejo país. El padre Honorio, a pesar de la situación actual, esquivando baches a velocidad de crucero en un vehículo alquilado, era una persona sencilla, amable, considerada y, hasta cierto punto, tranquila y amigable, aunque su mente nunca hubiera estado mucho tiempo de seguido en sintonía con la tierra. Que vivir entre sueños le acompañaran todo el tiempo, como si nadar entre pensamientos fuera su estado natural, como si abstraerse de lo mundano fuera un factor intrínseco de su persona, ya era algo conocido por Oberto, su compañero y mejor amigo No parecía a primera vista Honorio demasiado astuto, ni demasiado cuerdo, pero salvaba la situación con la mirada, las palabrasy el silencio. En las distancias cortas ya era otra cosa, o con familiares o con gentes cercanas. Honorio dejaba de aparentar que se aposentaba en Urano para volver a la tierra y demostrar, con hechos, palabras y actos que lo que se escondía en esa mente apocada en realidad era un universo propio de sensaciones, sentimientos, historias y actos nobles.
Menos cuando conducía nervioso. Entonces no era nadie.
— te acercás a la banquina, Honorio ¿no me oyes?
—Perdón, es que estoy un poco…
— ¡Basta, por el amor de Dios, basta! ¡Aparcá ahora mismo el carro o me dará un infarto!
— ¿Perdón?- preguntó el padre Honorio, que acababa de recordar que no había venido solo desde Ayacucho hasta la Argentina, sino con su amigo y hermano Oberto.
— ¡Pará el carro, boludo!— Sin dudarlo un momento y seguido por los gritos de pánico de su compañero, el padre Honorio pisó el freno a fondo, obligando a las ruedas del vehículo a inmovilizarse y forzándolo a derrapar hacia el lado izquierdo de la calzada, quedando atravesado a mitad de la vía. Una vez estacionado, el padre Oberto abrió la puerta y mientras salía del coche como un relámpago, buscó por los bolsillos de su camisa un cigarrillo que hacía años que no compraba, mientras se alejaba unos metros del vehículo. Sin duda culpó a Dios por ponerle a prueba, por sacarle de su contexto, por alejarlo de su aldea de Ayacucho, por escuchar a su compañero y amigo a buscar algo que ni siquiera le había querido contar. ¿Por qué estaría tan nervioso el padre Honorio? ¿Qué locura se había apoderado de su paciencia y de su cordura?Oberto sabía de las excentricidades del padre Honorio, de sus años de reclusión en la habitación de atrás de la casa donde habitaban,sin apenas comer ni dormir, entre libros y mapas y legajos de papel que se rompían tal como los manipulabas. Sabía también del celo de Honorio respecto a algo que lo alejaba tanto de su compañero de trabajo, y de fe. Sin embargo, no pudo solo que asentir cuando Honorio le pidió ayuda. Y esta ayuda llegaba hasta Jujuy, hasta la mismísima basílica blanca que hacía plaza en la capital, destino delpadre Honorio, que había salido corriendo a la parte posterior del vehículo para buscar un extintor
— ¡Oberto, no veo el fuego!— gritó el padre Honorio a su compañero, con el artefacto rojizo en mano y los ojos desencajados.
— ¿Qué fuego, Honorio? ¿Qué fuego?
— ¿No había fuego en el coche?- preguntó entonces el padre Honorio, extrañado. ¿Por qué paramos, entonces?—
Oberto se echó las manos a la cabeza, ignorando las razones por la cual una persona atenta, educada y sencilla como el padre Honorio, se volvía a cada momento más caótica y, por qué no decirlo, un poco más estúpida. Luego contó hasta veinte en latín y volvió los ojos hacia el padre, que adoptaba una estampa caricaturesca, con el rostro encendido por las prisas y aquel expendedor de espuma adosado a su pecho, tembloroso.
— ¿Viste las llamas, che?— preguntó Oberto— ¿Viste algún fuego en el carro?
Honorio observó el vehículo, quizá como si lo viera por primera vez desde que lo alquilaron en Ayacucho. Ni siquiera había dado cuenta del color, o el modelo. Tras comprobar que el único fuego que quedaba en el vehículo eran los restos de sus pensamientos carbonizados, bajó la cabeza y soltó el extintor en el suelo, víctima de su propia vergüenza al entender la penosa actuación que había provocado con la falta de querencia hacia lo mundano mientras conducía.
— No puedes imaginar lo mal que me siento, Oberto. Creo que esto me está superando. — Honorio se rascó el cabello, al menos, el que le quedaba, hasta terminar palpando la coronilla. Oberto por su parte transfiguró la ira y el miedo que le había quemado, más aun que el fuego invisible de su amigo, en una risa compasiva que hacía las veces de mediar en el tercer acto de la locura pasajera que se apoderaba del padre Honorio con cada vez más frecuencia.
— Lo que pasa es que no podés jugar al ta te ti mientras manejas, gallego loco. — dijo el padre Oberto, sonriente. — ¿Qué pensás para abandonar el mundo así, tan temprano?
— No estoy en lo que estoy. — Confesó Honorio, como si su compañero no se hubiera dado cuenta de su abstracción. — no puedo concentrarme en nada. Quizás debieras conducir tú.
— Ah no, vos conduce hasta los Coyas, yo estoy demasiado ocupado rezando al altísimo por nuestra vida— sonrió Oberto, quitando hierro a la situación en la que se hallaban los dos sacerdotes; Cansados, casi exhaustos, peregrinando desde el Perú sin apenas tiempo para descansar y reponer las fuerzas suficientes como para sentirse con ánimos para proseguir el viaje hasta la ya cercana ciudad de Jujuy.
— ¿Crees que querrán atendernos, Oberto?— preguntó Honorio.
— Si vos fuera sólo, por supuesto que no. los Coyas no son demasiado amigos de nadie, y menos si son de fuera, pero venís conmigo, Honorio, recordá que yo nací tras las montañas, en el norte.
— No sé por qué tenemos que pasar la noche en un campamento de gentes que no son amistosas…— afirmó para sí Honorio, que arrancó de nuevo el vehículo y dispuso el camino de nuevo como compañero.
— Tengo que presentarte a alguien.— Respondió sonriente el padre Oberto, intentando desechar de su mente el incansable ansia de tabaco que todavía le recorría las venas cuando le sobrevino el frenazo, el fuego postizoy posterior enfado.— seguro que te encantará conocerle.
— Me parece bien, entonces. Confío en ti, Oberto, espero que me metas en sitios raros, que te conozco. —
— ¡Claro que no, boludo! Como iba a hacer eso con un gallego al que admiro, pese a que se vuelva loco cuando maneja un carro prestado. —
Honorio respondió a las palabras de su compañero con una sonrisa incierta, acompañando la sorna de Oberto con algún pensamiento de cierto temor. ¿Estaría de verdad perdiendo la cabeza? Era cierto que a veces no tenía un modo común de comportarse, pero nunca jamás le habían tildado de demente. El padre Honorio permaneció callado un buen rato, lo suficiente como para comprender sus pensamientos y hallar las palabras justas para decir lo que sentía, más allá de la vanidad o el ruborizo. La noche se acercaba peligrosamente y todavía quedaba un buen rato hasta llegar al poblado donde Oberto le presentaría esa persona que decía que podía ayudarle. Pobre hermano, que lejos estaba de la verdadera misión que hacía tanto tiempo que tenía encomendada. Que poca ayuda contaba y que auxilio tan grande necesitaba de cualquier alma que le apoyara, que le sostuviese la verdad de la comprensiónde aquella losaque ahora tenía en lo alto y que lo ahogaba poco a poco. Nada sabía de Oberto de lo que llevaba escondido en su sotana. Ni de lo que podría desencadenar ese secreto. Y que tedioso y complicado es guardar un secreto a un amigo con el que lo compartes todo.
— Mañana al anochecer estaremos en la mismísima catedral de Jujuy.— espetó Oberto, complacido, mientras buscaba acomodo en el asiento derecho del vehículo. — Estoy cansado de tanta carretera.- añadió.
— ¿Cuánto queda para llegar Jujuy?- preguntó entonces Honorio, como si de verdad no hubiera advertido las palabras de su compañero.
Oberto observó a Honorio, fríamente, estudiándolo suficientemente como para comprobar que su compañero había ignorado las palabras que breves momentos antes había comentado. Honorio volvía a estar ausente, independiente, opaco, inocentemente perdido en el bosque de sus ideas o maniatado en la maraña de hebras depensamientos que lo perdían en lo más profundo de su cerebro, que casi podía escuchar funcionar. Luego cerró los ojos tras desearle unas buenas noches que no fueron respondidas.
El tiempo pasaba como la distancia, de forma cansina, pedregosa y se enroscaba como una serpiente en los pensamientos del padre Honorio.
La noche se cerraba frente a las luces del vehículo, ya cadente en la carretera de arena, tan angustiosa y diferente a las autopistas que habían surcado en estos días de nervios y prisas. Todo el alrededor adoptaba un matiz grisáceo, tortuoso, decadente, moribundo. Mientras conducía, pensaba Honorio del miedo que tenía de mostrar lo que había encontrado, a Oberto, al padre Nicomedes, al resto de la humanidad. Esa indecisión lo comía por dentro poco a poco, como una esquirla de verdad, sibilina, aterradora, que te atraviesa el alma por completo y la divide en dos partes diferenciadas. La verdad y la mentira de un mismo ser, o cábala o iglesia o verdad o mentira y vuelta a empezar. Lo extraño de creer que todo ha sido una terrible equivocación, edulcorada hacia la falsedad más flagrante, o hacia la realidad mal entendida. El secreto del padre Zebediah resoplaba a cada momento en los oídos del padre Gabriel María Honorio de Servando y Rodríguez. Maldito el día que fue encontrado, el secreto, bajo la cama, en forma de documentos de un loco y embaucador ángel de la libertad del pensamiento, del amor a lo verdaderamente divino y humano a la vez; las pruebas necesarias para romper en un segundo una vida conjeturada hacia los hábitos y la fe. Maldito el día en que el padre Honorio creyó las palabras del padre Zebediah, ahora muerto y enterrado, maldito el día que dejó de parecer un sacerdote para transmutarse en algo parecido a un agujero infinito de vastas proporciones. Tan sencillo como eso, un instante para convertirse en nada, un afluente de pensamientos contrarios a la marea de su fe, ahora perdida, ahogada por las posibles pruebas, descritas y valoradas. Antes de que toda su vida se perdiera por un sumidero, antes de que la sotana le pesara tanto.
Dirigió Honorio una última mirada a su compañero, ya instalado en las dormideras y, sin dejar de conducir, sacó de su bolsillo un fragmento de algo que parecía madera, convenientemente tallada de forma manual, ritual, epicúrea y refinada; como si mil vidas se hubieran dedicado a ello. En el trozo de madera, pequeña y sensiblemente arqueada, aparecían inscripciones extrañas que apenas había aprendido a diferenciar.
Parecía aquel trozo de leña tallada un pequeño retablo idealizado hacia no sabía dónde, o que, o cuanto o como o a quién. Solo sabía que desde que la encontró junto a las carpetas de un pobre sacerdote aparentemente ido como el padre Zebediah, rehilada de tela y escondida en un pequeño bote de cristal, siempre había dado la sensación de estar húmeda. Era fría, como la roca y, sin embargo, no mojaba las manos, ni la ropa, ni tenía ni mantenía extractos de líquidos que declarasen la anormalidad de su estado. Pero estaba mojada, seguro, envuelta enun pañuelo sudoroso y permanente que mantendría siempre a su vera, y divisaba en ella la edad perdida , la madera filosofal la que le acompañaba a todas partes y lugares, como una compañera insana, como incómoda chinilla de río en el zapato, horadando a cada paso un poco de la fe, o de la templanza de un padre Honorio aun ignorante hoy en día de cuál era el alfa de un trozo pequeño y rectangular de madera de ciprés que siempre estaba mojado, y dondeestaríael omega de ese mismo acertijo inviolable que tenía en la mano, antesen el bolsillo.
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