Con un breve y lastimoso ladrido, asomó su hocico por entre las viejas tablas del patio que servía de cancha de fútbol a la muchachada del barrio, aquella soleada mañana de finales de junio. Nadie detuvo su entusiasmo por atinarle a la portería contraria; luego, se acurrucó en una esquina del amplio patio y allí descansó, ajeno al bullicio. Sin embargo, Miguel, a quien nunca incluían en las oncenas de turno por su pierna lesionada debido a la poliomielitis, lo hizo su compañero y ya nunca vieron los juegos solos. Siempre, al terminar cada partido, le hacía la invitación:

– Vamos, Manchado! – Y ambos se marchaban por la calle de arena…

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