No tenía luz desde hacía días y a ella no le importaba demasiado, pero esa mañana su marido había comentado que era duro el regreso a casa en las noches sin luna. “Los conejos hacen muchas madrigueras y apenas las puedo ver con la linterna” se quejó, mientras envolvía un trozo de pastel de carne para el almuerzo. Espero que la compañía venga pronto a arreglar los cables que cortó la tormenta. La besó suave en la frente y se fue a preparar la tierra para la siembra. Ella comenzó lentamente a realizar sus tareas. Bombeó agua del pozo, lavó la ropa del día anterior y aprovechó el sol que calentaba su rostro para sentarse a disfrutar del día. La ropa se secaba con la suave brisa y largaba al aire un olor a limpio. Más tarde, después del almuerzo, preparó la cena y enceró los muebles. Descolgó las sábanas, tibias aún por el sol y tendió la cama. El horizonte se tiñó de púrpura y en la casa entró la hora de la nostalgia, esa fracción de tiempo en que la luz se aparea con las sombras y nace la penumbra. La mujer reposaba de cara a la ventana. Su oído acostumbrado a los sonidos del campo, se mantenía atento al continuo ronronear del tractor a lo lejos. Cuando el reloj dejó oír las siete campanadas, se levantó lentamente del cómodo sillón. El contorno de los muebles apenas se adivinaba a su alrededor. Encendió un fósforo y lo acercó a uno de los muchos porta-velas que la rodeaban. Se iluminó el ángulo izquierdo de la habitación y un viejo perchero, por el mágico efecto de la luz, volvió a ser árbol sobre la pared desnuda. Encendió más velas y en el piano, ondulantes pinceladas de colores corrieron por las teclas en un arpegio mudo. En los espejos, en los vidrios de las ventanas, en los cristales de los cuadros, en la encerada madera de los muebles, se multiplicaban las lenguas de luz y la mujer, como una luciérnaga, seguía encendiéndose y apagándose. Un fósforo, tres velas, un fósforo, tres velas. Era la señal para su hombre. Cálida y amarilla, como un faro en la distancia, la casa lo esperaba y él volvería desde la noche, seguro de no perder el rumbo. En medio del chisporroteo de la cera al derretirse y del crujido de los muebles al distenderse, oyó sus pasos sobre la grava del camino. Una tabla rechinó bajo su peso, la puerta se abrió lentamente y ella estática, dentro del círculo luminoso de su ritual oscuro, dirigió hacia él su mirada sin luz y una resplandeciente sonrisa de bienvenida.

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