«¿Por qué no comes, Audrey?»

«¿Por qué no comes, Audrey?»

Micaela Giglio

13/04/2017

SINOPSIS:

Joshua y Audrey solían ser mejores amigos, solían… Ahora él sólo la observa de lejos, mientras ella se sumerge en una enfermedad devastadora como es la anorexia. ¿Cómo ayudar a quien no quiere tu ayuda? ¿Cómo tirar abajo un muro que alguien a quien quieres construyó justamente para que tú te mantengas alejado sin ganarte su total odio en el intento?

Lo correcto a veces va en sentido contrario a nuestra sensibilidad y sentimentalismo. ¿Podrá Josh animarse a intervenir sin importar que eso pueda significar perder cualquier mínima chance de recuperar su amistad con Audrey?



1

¿Por qué no comes, Audrey?

Pasó el verano y volviste a la escuela mucho más delgada. Todo el mundo te halaga, te dice que estás más linda, que te envidian, que valoran tu mérito, ese mérito que hizo que logres quitarte esos kilos de más. Pero a mí en particular me parece muy raro y sospechoso.

Es evidente cuando alguien baja de peso de forma saludable… y cuando no. Te delatan tus ojeras, tus movimientos lentos, tu pelo seco, tus labios deshumedecidos y tu sonrisa fingida.

Además, te conozco. Solíamos ser mejores amigos hace un año, pero te alejaste, nunca supe porqué. Y si bien compartimos el mismo círculo de amistades, entre nosotros ya no hay nada, no hablamos ni por casualidad. Pero te conozco… Y sé de tus inseguridades, de tu baja autoestima. Sé que siempre intentas mejorar en todo, pero, Audrey, en la vida no existe el nivel más alto, siempre se puede conseguir más, incluso (y lamentablemente) cuando se trata de algo malo. La búsqueda de la perfección es infinita, no existe meta final, es una carrera en la cual sólo corres y corres en vano hasta que sólo te tropiezas y caes, y jamás puedes continuar, porque simplemente eres un ser temporal pretendiendo ganar una carrera que no tiene fin, que te supera, que nos supera a todos.

Nos sentamos en la misma mesa en el almuerzo. Tú estás acomodada en el regazo de tu novio, Ben, que es mi amigo pero tampoco tanto. Tienes sólo una manzana en tu bandeja, pero aún así ni siquiera la tocas en ningún momento, te haces la distraída jugueteando, riéndote y dándole besos en la mejilla al chico cada tanto mientras éste disfruta de su hamburguesa. ¿Él sabrá? ¿O es tan ciego que no da cuenta? Y si es que sabe, ¿se sentirá preocupado o sólo ignorará el hecho de que te estás quitando la vida poco a poco?, ¿o incluso será capaz de apoyarte en tus ideas trastornadas?

¿Por qué parece que soy el único que lo nota?

Yo sí te conozco, Audrey, quizá sea por eso.

Ay, Audrey, Audrey... ¿Por qué no comes?


2

Pasó un mes y finalmente se dieron cuenta, Audrey. Empezaron a hablar a tus espaldas de tu aspecto decadente. Hace poco todos estaban encantados por tu cambio pero ahora resulta que piensan que «se te pasó la mano». Están atentos a todo lo que haces, como yo, pero con la diferencia de que ellos emplean una mirada crítica del tipo destructiva, mientras yo simplemente me cuestiono porqué, ¿por qué, Audrey?, ¿por qué no comes?, ¿por qué te haces tanto daño?

Y creo que tú percibiste toda esa atención, y te pusiste en alerta. Sé que querías que fuera tu secreto o al menos sé que no querías ser tan obvia, pero se te salió de las manos, y ahora te dispusiste a intentar disimular, a empezar a actuar y poner en práctica tus trucos para que tus amigos saquen esos pensamientos sobre ti de sus cabezas. Ahora llevas siempre el mismo tipo de ensalada a la escuela. Te la pasas revolviéndola con tu tenedor como diez minutos, y luego comes menos de la mitad con lentitud. Ni bien toca el timbre que da por finalizada la hora del almuerzo, te levantas antes que todos y te vas corriendo. Haces exactamente eso todos los días. Y un día, me decido por seguirte. Vas al baño, yo no puedo entrar porque es el de mujeres. Pero incluso estando afuera, puedo escuchar cómo toses y también tus enfermizas ahorcadas. Ay, Audrey

Dos chicas salen del mismo baño, chismosas, hablan de ti, te llaman «loca», «enferma». Eso a mí me enoja, y mucho. No estás loca, Audrey, sí que estás enferma pero eso es motivo de preocupación, no de burla ni de chismorreo. Sólo estás perdida, y necesitas ayuda para encontrar el camino «bueno», aquel camino que te lleve a la liberación de la prisión de tu propia mente manipuladora.

Y entonces sales tú, y nuestras miradas se cruzan. Te detienes un momento. No me dices nada, no te digo nada. Sé que sabes que te escuché, sé que sabes que a mí no me vas a poder engañar con tus maniobras, sé que sabes lo tanto que me duele verte destruirte, y no poder hacer nada porque me echaste de tu vida y por lo tanto ahora no me corresponde meterme en ella.

Te limpias las lágrimas con la manga de tu buzo color bordó, y te alejas.

No me dijiste nada, pero sé que fue tu forma de comunicarme que por favor no me entrometa, que no hable de esto con nadie, sin importar que de hecho de que es probable que ya todos los sepan.

Audrey… Cómo me gustaría ser yo el que tenga el poder de ayudarte. Pero resulta que soy tan cobarde como el resto, un espectador más del show de tu ruina, que no hace absolutamente nada, sólo se queda estático como el ser inútil que es.

No somos amigos, ya no me quieres… pero sé que si me meto podría ser aún peor: me podrías odiar por siempre.

Lo siento tanto, Audrey, pero aún no estoy preparado para soportar eso.


3

No debiste de tomar alcohol sin tener nada en tu estómago, Audrey.

Te encontré en el suelo, arrinconada entre dos paredes. Estamos en la fiesta de cumpleaños de nuestra amiga en común, Lizy. Todos bailan, disfrutan de la música y se divierten, excepto tú, y excepto yo.

No sé cómo calmarte. Te ríes, lloras, cada tanto parece como si quisieras dormirte pero nunca lo haces, te quejas, intentas decir algo pero no se te entiende nada en lo absoluto. Te llamo por tu nombre unas quinientas veces, pero en ninguna oportunidad respondes. Empiezas a vomitar, te manchas toda la parte inferior de tu rostro, también gran parte de tu cabello rubio oscuro que siempre dejas hacia adelante, y tu blusa. Es puro líquido, como agua más espesa, casi transparente pero en realidad se ve algo emblanquecido y efervescente. Me ocupo por mantener tu cabeza gacha para que expulses todo y no te tragues nada, ya que eso te haría peor. Noto sangre en el fluido, y mi preocupación y mi miedo ascienden. Necesito buscarte ayuda, pero no puedo dejarte sola… ¿Cómo es que sólo yo pude verte y socorrerte? ¿Cómo es que sólo yo pude hallarte cuando estabas escondida del mundo, apartada, y atrapada en lo más profundo de tu fragilidad? Puede que sea porque te busqué, puede que sea porque siempre te busco sin darme cuenta, puede que sea porque me tengas más preocupado que a cualquier otra persona, y puede que sea porque yo sí te quiero a pesar de que tú no a mí y ni mucho menos a ti misma.

Una chica se acerca, se da cuenta de la situación y me ofrece su ayuda. Le agradezco y le pido que me traiga un vaso lleno de agua aunque si consigue una botella sería aún mejor. Le pido también que le avise a Ben, tu novio, que seguro sabrá qué hacer. Cuando la joven se marcha, tú empiezas a hablar de nuevo, pero esta vez entre balbuceos se te logra entender bastante.

Estoy gorda, estoy gorda, estoy gorda —repites sollozando—. No sirvo para nada, soy inútil, fea, fea.

—No digas eso, Audrey, eres hermosa —te digo, pero sé que por tu estado posiblemente no logres asimilar ninguna de mis palabras en tu cabeza, y no debes de comprender nada. Estoy seguro de que ni siquiera sabes que soy yo quien te cuida en este momento. Tus ojos se mantienen constantemente presionados con fuerza. Lloras desconsoladamente, sueltas gritos de nada y luego carcajadas de no sé qué. Sé que cuando recuperes tu conciencia, y si es que recuerdas algo, te sentirás estúpida por haber expuesto tu dolor y por haberte permitido a ti misma perder ese control que tanto te define, que tanto aprecias, que tanto resguardas. Estás rota, Audrey, y tú lo sabes muy bien pero se supone que los demás no, pero ahora, en este momento, está a la vista. Tú lo estás dejando a la vista, y te arrepentirás tanto que me duele hasta a mí imaginarme las cosas terribles que tu naturaleza autodestructiva pueda llevarte a hacer. Oh, Audrey, espero que no te acuerdes de nada, espero que tampoco nadie te cuente…

Llega la chica con una botella de agua, y tras ella, Ben.

—¡Por favor, Audrey! ¿Qué diablos pasa contigo ahora? ¡No hay día que no armes una escena! —protesta él, fastidiado, mientras se acerca a nosotros. La otra muchacha sólo se límita a entregarme la botella a mí y largarse como si hubiera una bomba a punto de explotar allí mismo y tuviera que salvarse.

¡Estoy gorda! ¡Estoy gorda! ¡No sirvo para nada! —gritas y partes en llanto con mucha más potencia que antes.

—Shh, Audrey —murmuro yo, te quito el pelo que cae en tu rostro y hago que bebas al menos un poco de agua.

Ben hace una mueca, luego se agacha frente a ti justo al igual que yo lo estaba ya hace muchos minutos.

—Dios, estás toda vomitada, amor —te dice negando con la cabeza. Me mira—. Gracias, Joshua. Ya te puedes ir, amigo, yo me encargo de ella —me dice dándome un par de palmadas en el hombro.

—No es nada —digo, únicamente, fingiendo sentirme indiferente a ti. Me levanto y me voy alejando, pero con mis ojos llorosos.

Audrey, Audrey... No te imaginas cuánto me cuesta dejarte. Pero repito: yo no soy el que tiene el poder de ayudarte, por más de que lo desee con todo mi ser. No soy nadie.


4

Esa misma noche, cuando recuperaste un poco de tu conciencia, Ben y tú tuvieron una discusión muy fuerte, y tú terminarse con él. Él no protestó, no te persiguió, no intentó detenerte. No hizo nada. Sólo te dejó sola, quebrantada en el suelo y gritándole a sus espadas llorando, rogándole que vuelva, porque tú no habías querido darle fin de verdad a su relación. Tú sólo querías presionarlo, hacer que vaya detrás de ti, pero te salió mal. Te olvidaste que el orgullo es su punto más fuerte, y sé, y sabes, que es posible que no haya vuelta atrás.

Yo sí te hubiera seguido, Audrey, pero la diferencia es que cuando tú decidiste ponerle punto final a nuestra amistad, era lo que pretendías en serio, no fue ninguna clase de truco. Tú no querías que yo te buscara, nunca más. Aunque lamento informarte que resulta que sí te busco, en silencio, cada segundo. Te estoy buscando, y no importa que no puedas darte cuenta, lo hago, incumpliendo con tu deseo tal y cómo Ben lo hace —sólo que lo contrario—.

Ahora estás perdida, enferma y con el corazón hecho pedazos… Audrey, no te haces una idea de lo desasosegado, angustiado e impotente que me dejas. Tengo tanto miedo. Y estoy tan lejos de ti, tan lejos de poder salvarte, tan lejos de derribar ese muro que tú te dispusiste a construir entre nosotros. ¿Por qué, Audrey? ¿Qué te hice? ¿Fui tan mal amigo? ¿Por qué, Audrey, algún día lo podré saber?

Pasaron tres semanas. Ya ni siquiera te presentas en la hora del almuerzo, y tengo la sensación de que ya llegaste a ese punto en el cual no te importa nada ni nadie. Sólo tú y tu trastornada mente. Sólo tú, la comida que no ingieres, tu control, tu hambre y tu cuerpo castigado y despreciado que se va desvaneciendo lentamente. A veces te quedas en el salón, estudiando, porque ahora te toma horas entender tan sólo un párrafo de cualquier libro de texto, no importa de qué materia se trate. Otras veces —según rumores— te encierras en el baño y ahí te quedas todo el rato, durmiendo o mirando el techo. Al menos tengo la certeza de que ya no vomitas, porque directamente no comes debido a que optaste por no molestarte en aparentar. Es tristísimo que algo así me alivie, lo sé, pero cualquier mínimo daño que dejes de hacerte a ti misma es motivo de alegría para mí, no importa cuan pequeño pueda ser. No obstante, nada me garantiza que en tu casa no cometas eso de comer delante de tus padres y luego irte a provocarte el vómito. Al pensar en eso, mi alivio se consume por completo, y todo es pura desesperanza de nuevo.

Eres un fantasma en la escuela. Eres otra persona. Ya no hablas con tus amigos, no sales, no te acercas a nadie. Ignoras a todos, y como reacción los mismos te responden de la misma manera. Eres invisible ahora. Y no deberías serlo. Ninguna persona que se encuentre en un estado como el tuyo debería ser ignorada, sino que todo lo contrario. ¿Por qué le damos la espalda a quien más necesita de nuestra mano, cuando tantas veces le damos la mano a quien no lo necesita ni lo merece? Seres humanos, seres complicados, equivocados.

Pregunto por ti en un momento en el cual estamos todos los del grupo reunidos después de la escuela en la casa de Malcom, un amigo. Todos responden con seguridad que estás sólo pasando por una etapa depresiva, que a todos los adolescentes en algún momento nos atrapa, que sólo hay que dejarte sola y que se te pase, y tú volverás a ser la misma cuando te sientas preparada. Ben, que sigue resentido y enojado contigo, contradice a los demás, nos dice que no, que estás loca, y que te morirás. Yo me enfado y te defiendo, le digo a Ben que no estás loca, sino que estás enferma, y que probablemente necesites de nuestra ayuda. Todos se espantan y me dicen que no, que no debemos entrometernos, y repiten eso de que sólo es una etapa, algo transitorio, y que no debíamos preocuparnos. Pero, Audrey, ellos no te conocen tanto como yo… Ellos no saben que haces lo que sea para cumplir con todo lo que te propones, y que eres malditamente perseverante. Ellos no saben que corres peligro, y que las consecuencias podrían ser en verdad muy graves, haciendo que lo que espetó Ben respecto a la muerte no sea algo tan errado a la terrorífica realidad en la cual estás metida.

Oh, Audrey, desearía yo también estar convencido de que sólo es una etapa, y evitarme todo este sufrimiento el cual el temor por tu vida me incrusta en lo mas profundo de mi alma y de mi corazón.

Audrey, Audrey. Por favor, come.


5

Estuve investigando sobre tu enfermedad, Audrey, leyendo casos, viendo vídeos de otras chicas como tú que relatan sus experiencias. ¿Tú también te llamas a ti misma «princesa»? ¿Te sientes así? ¿Te ves a ti misma de esa forma? ¿Piensas que todos vemos lo que tú ves?

No te ves como una princesa, Audrey.

Toda tu ropa te queda holgada. Tus ojos almendrados perdieron todo su brillo, ahora están apagados y casi muertos. No sonríes, y si lo haces sólo muestras dientes frágiles, como los de los niños, y da impresión. Tu cabello, ya ni lo peinas, está seco y a pesar de ser lacio se enreda con facilidad, y se te está empezando a caer, lo sé porque en clase me siento atrás tuyo, y se notan los huecos que empiezan a formarse en tu cabeza. Tu piel parece hecha de papel al igual que tus labios. Tu rostro consumido le genera escalofríos a cualquiera que pueda observarte. Audrey, detesto ser tan honesto, pero te ves horrible. Y no me malinterpretes: que te veas horrible, no quiere decir que eres horrible. Eso es muy distinto. No, tú eres hermosa, la verdadera tú, esa que parece estar prisionera pero a la vez enamorada de sus cadenas, que la engañan, le hacen creer un montón de cosas que no son ciertas y así logran mantenerla cautiva sin protestas, sin resistirse y siendo obediente. Antes esa tú deslumbraba de belleza, en el interior tanto como en el exterior. Esa tú, a pesar de sus inseguridades, sabía amarse a sí misma, cuidarse, mantenerse fuerte. Esa tú, sí que era una verdadera princesa. ¿Qué fue lo que te hizo pensar que no era así? ¿Qué fue lo que te llevó a la conclusión de que adelgazar al extremo te haría mejor, más perfecta? Porque te aseguro que los resultados son todo lo contrario, Audrey, empeoraste, o mejor dicho: te arruinaste.

Pero sé que aunque yo, Ben o cualquiera te diga esto, tú seguirás atrapada en tus muy malditas ideas. Porque no te importa ya ni siquiera las opiniones —en este caso, certezas— de la gente que te quiere, sólo te importa satisfacerte a ti misma o mejor dicho a ese monstruo que se apoderó de ti y que te está matando, y tú permitiéndoselo dejándote llevar por sus falsas promesas de perfección.

¿Algún día volverás, Audrey? ¿Algún día querrás liberarte?




6

Vi tus piernas frágiles quebrarse a la mitad del pasillo mientras pasabas apurada. Caíste boca abajo, pero tuviste la suerte de que no te golpeaste la cara al colocar las palmas de tus manos en el piso y con tus brazos lograr una mínima pero suficiente distancia entre éste y tu rostro. Seguramente odiaste la casualidad de que yo estuviera allí guardando unos libros en mi casillero justo en ese momento, pero mi sentimiento fue todo lo contrario, estuve hasta muy agradecido. ¿Y si nadie te veía? ¿Y si te pasaba algo peor? Dejé caer al suelo el último libro que me quedaba por colocar y fui a socorrerte. Te intentabas levantar tú sola, pero parecía como si no tuvieras fuerza ni para eso. Una vez que estuve cerca, pude notar en tu rostro que te dolió en el orgullo, pero te tuviste que resignar y dejarte ayudar por mí. Colocaste uno de tus bracitos rodeando mis hombros y yo me encargué de que pudieras ponerte de pie. Iba a llevarte a la enfermería, pero te negaste rotundamente, hasta te pusiste a llorar de manera desconsolada, rogándome por favor que no lo hiciera.

Ay, Audrey... Soy el peor de los monstruos por haberte hecho caso, por ser tan débil ante ti, por no poder inponerme y tomar la decisión correcta. Pero no quería verte sufrir por mi culpa, aun cuando sólo sería un efecto colateral de algo que en realidad es bueno: la posibilidad de que recibas ayuda, de que te cures. ¿Qué tan egoísta me hace no poder soportar que me odies incluso cuando es por tu bien? Ya sé, el más grande, estúpido y maldito de todos.

Qué poco afortunada eres, Audrey. Tal vez el único que se preocupa por ti, el único que no para de pensar en ti ni por un segundo, el único que te conoce a la perfección… Es sólo un tonto, un cabarde, un inútil que jamás podrá cooperar en nada.

Ahora nos encontramos sentados en los escalones, ambos ya perdimos la última clase. Podríamos irnos, pero tú aún te sientes algo mareada y yo insisto en quedarme hasta que te recompongas por completo, si es que eso es posible.

Pasan los minutos y no hablamos. Silencio pleno.

Tú miras un punto fijo, yo te miro a ti.

Te levantas por fin, ahora con cierta facilidad pero aún así tus movimientos son lentos —aunque eso ya es una caracteristica usual en ti—. Tomas el bolso que yo había rescatado del suelo después de a ti misma —éste había quedado a un metro de tu cuerpo luego de la caída—, te lo cuelgas en tu hombro y partes hacia la salida. Yo me apresuro por tomar mis cosas y te sigo.

—¡Audrey! —te llamo cuando estoy a punto de alcanzarte. Los dos ya estamos afuera del instituto.

Te das la vuelta. Frunces el ceño. No puedes creer que yo, la persona más temerosa y menos osada que conoces, después de todo lo que pasó, me anime a ir detrás de ti y además a hablarte.
—¿Qui…? ¿Quieres que te lleve? —pregunto, nervioso.

Observo tu gesto duduso al principio y me termino sorprendiendo cuando tus labios parecen formar una media sonrisa. Asientes con la cabeza.

***

Mi auto es un modelo bastante viejo. No serviría nunca para presumir pero al menos funciona a la perfección. Me lo regalaron este año, cuando cumplí dieciséis, ya habíamos dejado de ser amigos para ese entonces por lo cual es la primera vez que lo aprecias al menos en su interior. Estás en el asiento del co-piloto y mantienes tu vista clavada en la ventanilla de tu lado.

Te escucho soltar un suspiro— Joshua… —me dices, casi en un murmuro.

—¿Qué sucede? —te pregunto, aún sin quitar mis ojos de enfrente. Intento ocultar mi emoción por el hecho de escucharte decir mi nombre luego de tanto tiempo, y también por el simple hecho de que me hables.

—¿Nunca te has preguntado por qué dejamos de ser amigos?

Cada minuto de mi vida, Audrey…
—Puede ser… —musité—. Sólo sé que fuiste tú quien se alejó, de un día para el otro.

—Necesitaba hacerlo…

—¿Por qué?

—Si tu hubieses seguido siendo mi amigo, jamas me hubieras permitido llegar tan lejos —respondes.

Trago saliva—. ¿Tan lejos… con qué?

Sueltas una carcajada. Niegas con la cabeza y te echas hacia atrás.

Entiendo ahora que mi inocencia no me sirve de nada. Que la sutiliza no es el mejor instrumento en este caso, y que de a poco yo sí que me estoy volviendo loco.

—¿Por qué no comes, Audrey? —te cuestiono, de repente, casi como con violencia.

—¿Por qué comes tú?

—Para vivir. Necesitamos comer para mantenernos vivos, sanos…

Me interrumpes—. Pero no perfectos, no felices, no satisfechos.

—¿Acaso es posible todo eso?

—Estoy tratando de averiguarlo.


7

Pasaron dos meses desde la última vez que te vi, Audrey.

Me acuerdo que yo había llevado a mi perro a pasear al parque, y tú estabas allí también cumpliendo con tus enfermizas rutinas de ejercicio. Siendo franco, nunca paseaba a Zeus durante la noche, pero por algún motivo ese día necesitaba despejarme un poco y lo tomé como excusa. Luego de dar un par de vueltas, me senté en una banca sosteniendo la correa del canino que terminó recostándose en el pasto arlado de mis pies. Te contemplaba mientras corrías alrededor, no parecías percatarte de mi presencia, probablemente porque estabas muy pero muy concentrada en lo que hacías. Llevabas tu frágil cabello atado en una cola de caballo, una campera Adidas color violeta, abajo lo que parecía ser una musculosa negra y en tus piernas unas calzas —también negras— que se te veían muy grandes para tu escalofriante y extrema delgadez. Sí, verte ya daba miedo, Audrey, eras sólo huesos.

No entraba en mi cabeza cómo aún luciendo de ese modo tu cuerpo seguía aguantando tanto castigo; no podía entender cómo podías estar allí, corriendo como si nada. ¿Cómo resististe tanto?

En un momento dejaste de correr y empezaste a caminar, fue entonces cuando me viste. Te quitaste tus auriculares, y para mi sorpresa, te acercaste. Zeus te reconoció y al instante empezó a mover su cola y a ladrar hacia tu dirección, lo solté para que pudiera ir a tu encuentro. Tú te agachaste frente a él y con una —muy rara en ti, o al menos en esa versión de ti—sonrisa de oreja a oreja le empezaste a dar caricias; él se te subía encima y te lamía la cara.

—Cuánto has crecido —escuché que le decías, con cierta emoción. Era comprensible, habías sido tú quien lo rescató de la calle hacía unos tres años, pero como en tu casa ya tenían tres perros y dos gatos —también rescatados por ti—, no podías quedártelo. Recuerdo cuando me contaste de él, estabas tan triste de tener que dejarlo que yo al no soportar verte de esa forma me ofrecí a darle un hogar. Tú sabías que no era muy amante de los animales, razón por la cual me lo agradeciste por meses. No obstante, fue muy fácil encariñarme con él, y hoy en día no lo veo como un favor que alguna vez te hice como tu mejor amigo, sino que, por lo contrario; lo veo como un precioso regalo que tú sin siquiera tener la intención me diste. Zeus no tiene raza, pero se asemeja mucho a un labrador negro de tamaño mediano, es un poco desastroso pero a pesar de todo un gran compañero—aunque todo eso tú ya lo sabes muy bien—.

—Te ha echado de menos —te comenté, pero mi voz salió temblorosa y casi en un susurro. Lo que no te dije es que yo también te echaba de menos, y me refiero a la antigua tú, a la verdadera tú, a mi mejor amiga.

—Yo también a él —murmuraste, aún mirándolo. Luego alzaste la cabeza, haciendo que nuestras miradas se encuentren, y me sonreíste.

Cualquiera que lea lo siguiente que voy a escribir, pensará que estoy loco, pero Audrey: te vi feliz. Después de mucho tiempo, percibí auténtica felicidad en tu rostro. Y seguías estando rota, tu decadencia permanecía intacta y tu apariencia de terror; pero, en ese preciso momento, además de todo lo anterior, estabas también feliz. Fue increíble, como ver un pequeño punto de luz en un salón oscuro. ¿Cómo era posible? Me dejó consternado. No podía creerlo, y hasta me hiciste considerar la existencia de mi propia pérdida de la cordura. ¿Cómo alguien que se encuentra en tal estado de devastación puede siquiera adquirir una mínima porción de felicidad? Sin importar que sea sólo por un pequeño instante, a mí eso siempre me había parecido imposible hasta entonces.

Te sentaste a mi lado y hablamos durante más de dos horas. Esa extraña chispa de incomprendida alegría te duró todo el tiempo. Recordamos viejos momentos, nos reímos, hasta lloramos. Me pediste perdón por haberte alejado de esa forma de mí, pero te seguiste excusando con eso de que era necesario. Te perdoné, sin dudarlo. No toqué el tema de tu enfermedad, por temor a que te hiciera mal y arruinar todo —y actualmente me siento tan estúpido e inútil por eso—. Nos despedimos con un abrazo y, nunca supe porqué lo hiciste —aunque tengo mis teorías—, pero te inclinaste hacia mí y con tus paspados labios me diste un beso en los míos. Fue muy corto, ni tuve tiempo para dejarme llevar incorrectamente y poner mis manos en tu esquelética y endeble cintura. Ni mucho menos me diste tiempo para tomar valor y confesarte lo tanto que siempre te amé. Sí, Audrey, te amaba. Te amaba como amiga, como compañera, como conocida, como simple persona, como cualquier cosa. Aún te amo… pero eso ya no tiene importancia. Luego sólo me miraste por última vez, me sonreíste por última vez y te alejaste, también, por última vez; dejándome completamente desconcertado y con una angustia que me perseguiría el resto de mi vida.

Al otro día me desperté harto. Harto de ser tan estúpido, harto de ver a la persona a la que más quería morirse —matarse— y no hacer nada al respecto. Estaba cansado de ser tan inservible, tan tarado, tan idiota. Tenía que detenerme, y tenía que detenerte a ti. Me había convencido de que no estaba en mis manos, de que no podía hacer nada, de que yo no era nadie; pero todo eso eran solamente puras patrañas. Sí podía intervenir, sí podía hacer algo; y debía hacerlo. Sin embargo, seguía teniendo en claro el hecho de que no podía salvarte, pero porque nadie más que tú tenía el poder de hacerlo. No, no podía salvarte, Audrey, pero sí que podía ayudarte. Sí que pude haberlo hecho

Estuve toda esa mañana llamando a tus padres pero nadie me atendía. A la tarde me decidí por ir a tu casa, pero sólo me desgasté tocando el timbre una y otra vez. Me quedé hasta la noche sentado en los escalones que llevan a la puerta de entrada de tu hogar. Estaba muy nervioso, preocupado y desconsolado, invadido por una prematura tristeza que todavía no tenía su justificación. Tenía mis rodillas rodeadas por mis brazos y me cabeza hundida en el hueco que se formaba hasta que el ruido de un auto estacionándose me hizo levantarme de golpe. Bajó del coche tu papá, abrazando a tu mamá, ambos llorando con una pena que jamás en la vida podría describir de lo tan enorme que era. Inexplicable era el dolor de esas dos personas, al igual que el mío que no tardó en llegar.

Cuando mi mirada se encontró con la de ellos, supe sin esfuerzo alguno que ya era demasiado tarde. Tu corazón, finalmente, había dejado de aguantar…

No fui a tu funeral, Audrey. Lo siento mucho, pero no podía haberlo resistido de ninguna manera, habría sido mucho sufrimiento en muy poco tiempo.

Pasaron dos meses desde que te fuiste para siempre. Y ahora estoy aquí, en el cementerio, frente a tu lápida. Te traje flores, exactamente lirios orientales, que solían ser las que más te gustaban. No tienes idea de la culpa, del remordimiento—por sobre todas las cosas—, de la amargura y de la tristeza que cargo día a día después de tu muerte. Y lo peor de todo es la tortura de ser consciente de que pude haber hecho algo, de que tuve millones de oportunidades, pero que sólo me sumergí en la estupidez de esperar hasta el último momento… y no llegué.

Ay, Audrey, Audrey… ¿Por qué no comiste?


Fin.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS