El cuerpo de su hijo ardía por la fiebre. La mirada perdida del pequeño reflejada el dolor y el miedo que sentia en ese momento. Con impotencia Francisco Escobar veía como su pequeño Ramiro convulsionaba inconteniblemente. En el brazo de su hijo, una gran herida sangraba profusamente. La desesperación del padre iba en aumento al darse cuenta que no podía llevar a su hijo a la seguridad de un hospital, aquella noche no era seguro salir sin importar cuan grave fuera la situación en su hogar.

Como vigilador del antiguo cementerio de San Antonio, a Francisco le habían otorgado una hermosa vivienda junto al panteón, si bien quedaba cerca de cinco kilómetros del pequeño pueblo, era una distancia corta para realizar en su vieja bicicleta. Le costaba trabajo entender como nadie había querido tomar tan buen trabajo, donde nadie le estuviera dando órdenes y donde hasta una casa ofrecían, por lo que sin dudarlo aceptó el ofrecimiento. No pasó mucho tiempo hasta que él y su hijo de seis años se instalaran. Todo marchaba de maravilla. El lugar era increíblemente tranquilo. El y su hijo, pasaron aquellos calurosos días de diciembre jugando en una improvisada piscina natural que habían hecho construyendo un pequeño dique en un arroyo que pasaba justo detrás de su casa. Todo era tan perfecto, solo estaban él y su hijo que lo miraba con admiración. A pesar de que su esposa lo había abandonado sin darle siquiera una explicación cuando lo despidieron de su último trabajo, dejándolo a él y al pequeño completamente solos, había podido salir adelante. Pero todo cambio aquella noche. La luna llena brillaba amenazante entre las oscuras nubes que poblaban el cielo nocturno. El viejo cementerio repleto de tumbas y criptas antiguas, algunas de más de cien años, lucía especialmente desolador. Una espesa neblina cubrió el lugar con su gris manto, dejando entre ver las siluetas de las cruces y estatuas del camposanto.

Francisco y su hijo terminaron de cenar y se disponían a acostarse. El viejo reloj de pared indicaba que ya eran casi las once de la noche. Era demasiado tarde para que un niño de seis años permaneciera despierto, pero como estaba en el receso escolar, su padre se lo permitía.

Mientras Francisco ayudaba a su hijo a cepillarse prolijamente sus dientes, un fuerte sonido llamó su atención. El sonido de un fuerte impacto contra una puerta venía desde el cementerio. Permaneció en silencio intentando oír y el sonido se produjo de nuevo. Alguien estaba intentando abrir una de las criptas.

-Maldita sea. Deben ser algunos mocosos que no tienen nada mejor que hacer que molestar a los muertos. -Maldecía mientras buscaba su linterna.

-Hijo Necesito que te quedes un momento solo. Papá enseguida vuelve.

El pequeño permaneció observando desde la puerta abierta como su padre se dirigía al cementerio tropezándose repetidas veces por no poder ver su camino.

-Más les vale que se larguen! -Gritaba enojado mientras alumbraba entre medio de las tumbas. El tenue haz de luz de su linterna apenas le permitía distinguir los nichos entre la espesa niebla. Recorrió el cementerio, pero no vio señales de los culpables de aquel fuerte sonido.

-Quizás ya se han marchado. -Pensó y luego emprendió el regreso.

Mientras caminaba con cuidado entre las tumbas más antiguas, sin identificaciones, cruces ni lápidas, casi indistinguibles del suelo común cubierto de césped, Francisco tropieza y cae pesadamente. Su linterna cae y su luz se apaga. Adolorido, tantea el terreno buscando su linterna hasta que la encuentra. Al encenderla se horroriza, la luz ilumina una gran silueta negra que sale de una de las criptas y se pierde entre las otras tumbas. Sin saber de qué se trataba, se dirige hacia el nicho abierto. Era la cripta de la familia García, la familia más rica del pueblo. La enorme construcción sobresalía de entre las demás. Francisco se acercó con lentitud, al observar la puerta metálica adornada hermosamente con vidrios de colores, notó que estaba abierta con violencia.

–¿Quién anda ahí? –Preguntó mientras empujaba lentamente la puerta para observar el macabro contenido de la sepultura.

Cuando alumbró hacia la oscuridad de la tétrica bóveda se horrorizó. Allí estaba arrojado sobre el suelo el ataúd del señor Leopoldo García, fallecido una semana atrás. La tapa de su cajón se encontraba arrojada junto a la pared hecha pedazos.

–¿Quién pudo hacer esto? –Preguntó en voz baja.

Aunque era un hombre muy valiente, al que jamás le había asustado pasar una noche solo en un cementerio, aquella noche sintió por primera vez un miedo atroz, un miedo que le recorría la espalda como una serpiente helada reptando hasta su cuello.

Lentamente se acercó hasta el cajón abierto. Aunque todo su ser quería salir corriendo de allí, no pudo evitar la curiosidad de averiguar lo que estaba sucediendo. Cuando iluminó hacia el interior del cajón, Francisco no pudo evitar dar un grito de espanto. Allí estaba el obeso cuerpo del señor García, con grandes mordidas en sus brazos, piernas y cara, algo lo había estado devorando. La mitad de su cara era irreconocible, un revoltijo de carne putrefacta arrancada a mordiscos colgaba junto con un ojo. La imagen era pavorosa. EL corazón del cuidador latía velozmente, aunque respiraba profundamente, sentía que le faltaba el aire. Sus manos temblaban y sentía que sus piernas eran dos castillos de arena a punto de derrumbarse. Inhalo y exhaló pausadamente intentando calmarse.

Luego de unos minutos sus piernas dejaron de temblar y decidió salir de allí. No sabía lo que había sucedido, pero de algo estaba seguro, iban a echarle la culpa. Maldiciendo por lo bajo, se encaminó hacia su casa. Cuando pasó la alambrada que separaba el cementerio de su casa, sintió un alivio. La puerta abierta de su casa invitándolo a entrar en la seguridad de la luz. En lo alto, sobre el techo de la casa, podía observarse la luna que emergía entre las oscuras nubes que la habían tapado por unos minutos iluminando la escena. Francisco la miro por un momento, era una imagen bellísima, como si se tratara de una pintura de algún artista famoso. Pero la escena se volvió horrorosa en tan solo un instante, tan breve como un respiro.

La luz en el portal de su casa parpadeó repetidas veces como si alguien estuviera jugando con el interruptor. Francisco, sintió otra vez ese miedo atroz. Sin saber bien lo que sucedía comenzó a correr los últimos cincuenta metros que lo separaban de su hogar. Cuando finalmente llegó, entra y cierra la puerta con llave para luego respirar aliviado. Se sienta en el suelo con la espalda apoyada contra la puerta mientras se seca la transpiración que corría por su frente y caía hasta su boca llenándola de su sabor salado.

–¡Hijo! ¡Hijo! –Llamó, sin obtener respuesta. –Mi pobre hijo ya debe estar durmiendo. Será mejor que no lo moleste.

Ya recuperado, Francisco se levantó y se dispuso ir hasta la habitación de su hijo. Abrió la puerta con cuidado procurando no hacer ruidos que despertaran a su hijo. Cuando entro, el cuarto estaba en penumbras, la única luz provenía de la luz de la luna que entraba por entre las cortinas que flameaban mecidas por el viento que se colocaba por la ventana abierta. Aterrado por lo vivido en el cementerio, Francisco se apresuró en cerrar la ventana y poner la traba metálica, que, aunque no parecía muy segura, por lo menos mantendría la ventana cerrada y cualquier cosa que hubiera permanecería afuera. A través del vidrio empañado, miró hacia el exterior, en la oscuridad insondable intentando ver algo, pero nada había, tampoco nada se escuchaba, más que el molesto canto de los grillos. Una sensación de tranquilidad lo invadió. –Debieron ser solo un par de vándalos con algún perro. ¿Qué clase de gente enferma hace algo como eso? –Pensó para sí mismo, y el miedo fue remplazado lentamente por el enojo.

–Ahora tendré problemas por esto. –Se lamentó.

Sus pensamientos fueron dejados de lado cuando se percató que algo extraño sucedía en la cama de su hijo. Estaba completamente cubierto por las sabanas, pero había algo extraño en ellas, una gran mancha que parecía extenderse a cada segundo. Un leve quejido podía oírse. El padre asustado encendió la luz, un nudo en la garganta se le formó al instante. Abrumado, vio que la gran mancha era roja, no era otra cosa más que sangre. Aterrado, mil ideas pasaron por su cabeza mientras quitaba la sabana, el rostro del cadáver devorado vino a su mente de manera nítida. Cuando quitó la sabana por completo, allí estaba su hijo, empapado en sudor, pero a la vez temblando de frio. Una enorme herida que parecía ser la mordida de una bestia sangraba sin cesar. El padre corrió por unas vendas y envolvió el brazo de su hijo apretando con fuerza para detener la hemorragia, pero en segundos la venda se tiño de rojo y la sangre comenzó a escurrirse imparable bajo ella.

–¿Que sucedió hijo? Por Dios dime que sucedió. –Preguntaba desesperado.

–Un monstruo papá. Un monstruo entro por la ventana. –Le contestó su hijo con una voz tenue, apenas audible. Su fiebre empeoraba y el sangrado no se detenía. Francisco debía llevarlo al hospital lo más pronto posible, de lo contrario moriría.

Tomó a su hijo entre sus brazos y lo levantó. Caminó en dirección hacia la puerta principal, pero un fuerte sonido lo hizo detenerse. Algo había impactado contra la puerta.

–¡Malditos infelices! ¡Déjennos en paz! –Gritó enfurecido, pero nadie le respondió.

Acomodó a su hijo en el sofá del living y fue por una pequeña hacha que guardaba en la cocina y que usaba para cortar la leña en pequeños trozos para calefaccionarse en invierno. –¡Se los advierto! ¡Será mejor que se larguen de una vez! ¡No quiero lastimar a nadie, pero no dudaré en hacerlo! –Advirtió furioso.

Rápidamente, con el enojo plasmado en su rostro, se dirigió hacia la puerta y la abrió bruscamente. La lámpara de su portal estaba apagada, permaneció mirando hacia el exterior, pero no había absolutamente nada.

–Eso es! ¡Váyanse de aquí malditos! –Gritó empuñando el hacha en lo alto.

Corrió hacia adentro para tomar a su hijo nuevamente entre sus brazos. Lo levantó con cuidado y se preparaba para salir cuando nuevamente se oye un fuerte impacto contra la puerta. –Estos malditos! ¡Ahora si me las van a pagar! –Dijo furioso bajando nuevamente a su hijo, cuyo aspecto se veía a cada momento más deplorable.

Cuando abrió la puerta, del asombro dejó caer su hacha. Allí estaba su bicicleta, hecha una completa maraña de hierros retorcidos. Algo la había destruido y arrojado con violencia contra la puerta. Aterrado volvió a entrar y trabó la puerta. Había algo allí afuera aguardando en la oscuridad.

–Dios mío. ¿Qué está sucediendo?

Corrió a ver a su hijo. Su estado empeoraba. Su frente ardía con una fiebre tan fuerte que nunca antes había sentido algo así. La hemorragia no cesaba, pronto el sofá de terciopelo marrón estuvo manchado por la sangre del pequeño. Su pequeño cuerpo temblaba incontrolable. –Por favor aguanta hijo. Tu papá va a salvarte.

Corrió hasta la cocina y mojando una servilleta se la colocó con cuidado sobre la frente de su hijo con la idea de aminorar su temperatura. Luego fue hasta la ventana y observó hacia la oscuridad intentando ver algo, pero nuevamente no pudo observar nada. Solo tenía dos opciones y su situación era cada vez más desesperante, a este paso su hijo no soportaría hasta el amanecer, pero, el pueblo distaba a más de un kilómetro por un oscuro camino rodeado de árboles, él no sabía que había allí afuera y caminar esa distancia con su hijo en brazos podía resultar muy peligroso. Los quejidos desgarradores de su hijo quien, en su delirio causado por la fiebre, llamaba a su madre, lo hicieron decidirse. Nadie impediría que ayudara a su hijo, era lo más importante que tenía en la vida, y no iba a permitir que se muriera sin que pudiera hacer nada al respecto. Con una mano cargó a su hijo sobre su hombro y con la otra sujetaba el hacha. Abrió la puerta y sin pensarlo de nuevo salió hacia el camino de tierra que lo conduciría hacia la salvación. Caminó lo más rápido que podía mirando hacia todos lados. Había avanzado los primeros cien metros, tropezando con las rocas sueltas, pero a paso firme. La farola frente al cementerio se encontraba a cincuenta metros adelante, era la única luz que había en todo el camino. Ya casi llegaba hasta ella. Intentó apurar el paso, pero su brazo ya no soportó el peso de su hijo. Lo bajó al frio suelo para poder acomodarlo nuevamente. Entonces un poderoso sonido le heló la sangre. Un aullido retumbó en el silencio de la noche, tan fuerte que hasta el sonido de los grillos se detuvo por completo. Venía desde el fondo del cementerio. –Dios mío. Dios mío. ¿Qué es esa cosa? – dijo aterrado.

El aullido volvió a repetirse, esta vez más cercano. La cosa que emitía el tétrico aullido se estaba acercando. Francisco levantó a su hijo nuevamente. El pueblo todavía estaba muy lejos. Le sería imposible llegar sin toparse con ese ser que lo atormentaba. Su mente se llenó de dudas, podría intentar pasar o podría volver, hiciera lo que hiciera debía hacerlo rápido. El aullido sonó cerca del farol, Francisco permaneció allí parado en silencio, sosteniendo el hacha con una mano y cargando a su hijo con la otra. Con todas sus fuerzas quería salir corriendo de allí, pero sabía que era su oportunidad de ver a que se estaba enfrentando, aquella cosa se ocultaba en la oscuridad y la niebla. El aullido sonó otra vez, y luego un horrendo y perturbador gruñido que solo podía haber sido emitido por una bestia enorme. Finalmente, la criatura emergió bajo la tenue luz del farol. En ese momento, Francisco sintió el miedo más grande que haya sentido en su vida, frente a él se hallaba una enorme bestia, negra como la oscura noche, parecía ser un gigantesco lobo, desde la distancia en que se encontraba podía ver sus grandes ojos resplandeciendo con el reflejo de la luz de la luna. Sus largos y amarillentos colmillos asomaban a los lados de su gigantesco hocico. Sus puntiagudas orejas apuntaban hacia diversos lados intentando oír el sonido de su próxima víctima.

Francisco retrocedió lentamente, sus piernas comenzaron a temblar de nuevo, sentía que sus fuerzas se iban, el hacha parecía pesar una tonelada. Caminó de espaldas en dirección a su casa sin perder de vista aquella monstruosidad. Horrorizado vio como la bestia olfateaba el aire intentando sentir su olor. Entonces el gigantesco lobo hizo algo aterrador y sorprendente, parándose sobre sus patas traseras siguió olfateando el ambiente. Completamente erguido revelaba su colosal tamaño, debía medir más de dos metros de altura, sus brazos eran formidables y musculosos, con largas y afiladas garras que afloraban de sus enormes manos. Una gran joroba afloraba de su peludo lomo.

–Parece ser un hombre… hombre lobo! –Se dijo a si mismo balbuceante por el miedo.

Aterrado vio como la bestia repentinamente fija su mirada hacia su dirección. Luego vuelve a ponerse en cuatro patas y comienza a correr implacable. Francisco comienza a correr lo más rápido que puede. El hacha le pesa demasiado así que la arroja, sujetando a su hijo con ambos brazos corre despavorido. La bestia estaba cada vez más cerca, podía sentir su infernal respiración tan solo a unos pasos detrás de él.

–Dios mío dame fuerzas! –Gritó con la desesperación de un hombre a punto de morir.

La puerta de su hogar estaba cada vez más cerca, ya la tenía a la vista. Solo debía correr un poco más, pero en su desesperación tropieza y cae. Horrorizado mira hacia tras esperando la mordida fatal, pero la bestia no estaba. Rápidamente toma a su hijo y entra corriendo en su hogar. Tras la puerta arrastra el sofá y un pesado ropero.

Terriblemente agitado y casi en estado de shock, intenta calmarse. Las lágrimas del terror más desgarrador afloran de sus ojos. –¿Que voy a hacer? –Se preguntaba angustiado.

Levantando levemente la cortina miró hacia afuera, pero nuevamente no pudo ver nada. –Quizás se haya marchado. –Intentaba calmarse a sí mismo.

Pero un espantoso sonido lo hizo darse cuenta que la bestia continuaba allí afuera. Sonido de fuertes y pesadas pisadas comenzaron a oírse alrededor de la casa. La criatura intentaba encontrar la forma de entrar.

El miedo iba en aumento. La luna brillaba como el ojo de una criatura monstruosa que observaba implacable la escena desde lo alto. Francisco se sienta en el duro y frío piso de cerámicas, sujetando la mano de su hijo que se encuentra postrado en el suelo junto a él, comienza a llorar amargamente. Puede oír a aquel horrendo ser merodeando afuera, intentando entrar y acabar con sus vidas. La sangre de su hijo pronto forma un pequeño charco en las relucientes baldosas grises. El sangrado no se detenía. Su rostro se veía alarmantemente pálido. No le quedaba mucho tiempo. Francisco tomó una decisión drástica. Fue hasta la cocina y puso en la estufa un enorme cuchillo de carnicero para que se caliente con las llamas. La hoja del cuchillo comenzó a arder rápidamente, hasta que su coloración cambió a roja. Volviendo con su hijo, tomo con cuidado su brazo y le quitó las vendas lentamente. Un gran chorro de sangre saltó hacia su rostro. La hemorragia era terrible.

–Perdóname hijo. Sabes que nunca te lastimaría. –Le dijo con dulzura al oído y luego apoyó el cuchillo incandescente sobre la herida. Un horrendo humo y olor a carne chamuscada llenaron el ambiente. El pequeño dio un fuerte grito de dolor y luego se desmayó. Su padre lo abrazó y lloró sentidamente. –Perdóname hijo. –Le decía mientras acariciaba su frente.

Afuera, la criatura pareció sentir el olor de la carne quemada y envistió con fuerza la puerta principal haciendo que las bisagras casi se desprendieran.

–¡Vete de aquí demonio! ¡Déjanos en paz maldita sea! –Gritó a su agresor nocturno, pero el gigantesco lobo seguía intentando entrar. Otra fuerte envestida en la puerta es seguida por poderosos arañazos hechos con esas terribles garras que se incrustaban en la madera de la puerta.

La bestia gruñía con furia, parecía disfrutar el sufrimiento que causaba. Los rasguños en la puerta hacían que grandes trozos de madera comenzaran a desprenderse. En poco tiempo la criatura podría entrar. Francisco comienza a arrastrar más muebles frente a la entrada, colocaba un pesado armario y la heladera que arrastra con dificultad desde la cocina. La bestia enviste otra vez la puerta, pero esta vez el impacto no causa el mismo efecto, ya no podría entrar por allí. El sonido de las pisadas del lobo parece alejarse. Francisco respira aliviado. Se acerca nuevamente hasta su hijo, la fiebre no cesaba, la horrible quemadura había detenido la hemorragia. –Eso es algo bueno. –Pensó el preocupado padre.

Levantándolo con cuidado lo llevó hasta el baño, lo colocó con delicadeza dentro de la bañera y comenzó a llenarla con agua, la suficiente para que cubriera su pequeño cuerpo, con la esperanza que su frescura bajara la temperatura. Con una esponja vertía chorros de agua sobre su cabeza y su frente y lo acariciaba con delicadeza. –Por favor resiste hijo.

El reloj anunciaba que apenas era la medianoche. Todavía faltaba demasiado para el tan ansiado amanecer. –Saldremos de esta, hijo. Te lo prometo.

Esas palabras fueron interrumpidas por el sonido del cristal de una ventana estallando en mil pedazos. El aterrador rugido de la bestia retumbó en el interior de la casa. Francisco salió del baño y vio horrorizado como el enorme brazo del hombre lobo entraba por la ventana principal e intentaba atrapar algo en el interior. Las gruesas rejas metálicas de la ventana impidieron a la bestia entrar. Entre los barrotes, los ojos enfurecidos del depredador observaban al aterrado hombre. Francisco se dio cuenta en ese momento que si quería salvar a su hijo debía pelear. Rápidamente tomó el gran cuchillo con el que había quemado la herida de su hijo, y dando un grito de ira que salió desde lo más profundo de su alma, se lo enterró en el negro brazo de la criatura. La bestia da un fuerte grito de dolor y retira su brazo. Con el cuchillo ensangrentado en su mano, Francisco observa como el lobo corre hacia la oscuridad.

–¡Vete de aquí maldita criatura del demonio! ¡Vete y no regreses! –Gritó el hombre enfurecido.

Las horas transcurrieron en el más absoluto silencio. Su hijo parecía estar mejor, la frescura del agua parecía mantener la temperatura a raya. No había rastros del horrendo ser. Francisco había colocado grandes tablones de madera en todas las ventanas de la casa. No permitiría que esa bestia entrara, sin importar lo que pasara, el defendería a su hijo.

Ya eran las tres de la mañana, en tan solo dos horas más el sol saldría en el horizonte y Francisco podría llevar al pequeño Pablo para ser atendido en el hospital.

El silencio absoluto es interrumpido de manera intempestiva por unos suaves golpes en la puerta. Francisco permaneció callado. Los golpes volvieron a repetirse.

–Por favor. Alguien puede ayudarme. –Suplicaba alguien del otro lado de la puerta.

Francisco no respondió.

–Por favor alguien que me ayude. Por favor. Déjenme entrar por favor. Hay algo aquí afuera. –Continuaban las súplicas desesperadas.

–Lo siento. No puedo dejarte entrar. –Respondió finalmente.

–Por favor. No puedes dejarme aquí. ¡Por favor!

–Lo siento. Debes irte. No te dejaré entrar. –Dijo Francisco mientras miraba entre las tablas que colocó en la ventana intentando ver quien tocaba a su puerta. Pero no pudo ver a nadie.

La voz del exterior finalmente se acalló, pero luego de unos instantes, esa misma voz comenzó a reírse. La risa sonaba cada vez más fuerte y su tono fue cambiando hasta volverse en una voz siniestra y cavernosa.

Francisco se dio cuenta aterrado que esa voz era la bestia intentando engañarlo. –Vete de aquí maldita criatura. ¡Nunca podrás entrar! –Gritó enfurecido y asustado al mismo tiempo.

–Solo dame al niño y te dejaré ir. –Respondió la cavernosa voz. –Solo abre la puerta, vete y déjame a tu hijo. De lo contrario ambos morirán. No tienes que morir tú también.

Nuevamente la voz comenzó a reírse, y la risa fue convirtiéndose en un horrible gruñido, volviéndose nuevamente en los sonidos de una bestia amenazante.

–Papá no me siento bien. –Dijo el pequeño Pablo que habiéndose levantado de la bañera caminó hasta donde se encontraba su padre.

–¿Que sucede hijo? –Preguntó afligido.

El niño cae al piso. Su padre logra sujetar su cabeza justo a tiempo evitando que se golpee. La temperatura de su hijo volvió a subir. Esta vez era mucho peor. Su cuerpo comienza a convulsionar violentamente mientras que una espesa espuma aflora por su boca. Su padre lo coloca de costado para evitar que se ahogara.

El feroz rugido del lobo vuelve a oírse afuera. La bestia nuevamente enviste con fuerza contra la puerta. Golpea una y otra vez. Los muebles se sacuden con cada impacto. Pronto rompería la puerta. La desazón más profunda le llenó el corazón al darse cuenta de su desesperante situación. Su hijo se retuerce incontrolable. El trata de sujetarlo, la espuma aflora cada vez en mayor cantidad. Los gritos de desesperación del niño son ahogados por su propia baba que penetra incontrolable por sus vías respiratorias. Finalmente, el niño deja de sacudirse. Su cuerpo luce calmó, como si se encontrara en un sueño confortable. Su padre acerca su oído contra su pecho. No pudo oír nada. Sus pulmones ya no se expandían y contraían, su corazón había dejado de latir.

–No hijo. ¡Por favor resiste! ¡Por favor no me dejes! –Gritaba mientras presionaba con fuerza sobre el pecho del pequeño. Con angustia continuó intentando revivirlo mientras los minutos pasaban y los signos vitales no volvían.

–Hijo. No. ¡Por favor no me dejes! –Gritaba desconsolado mientras abrazaba el cuerpo carente de vida de su pequeño niño. Afuera la bestia había dejado de golpear la puerta. Nuevamente se pudo oír aquella tétrica y sombría carcajada. La criatura parecía disfrutar lo que había pasado.

Lleno de ira y sin nada más que perder, tomó el gran cuchillo y lo empuño con fuerza.

–¡Ven aquí estúpida bestia del infierno! ¡Ven aquí que voy a matarte con mis propias manos! –Gritó desafiante.

El gigantesco monstruo comenzó a impactar nuevamente contra la puerta, cada vez con más fuerza. La bisagra superior fue la primera en ceder, hizo un gran estruendo al caer contra el piso de cerámica. Luego cedió la bisagra inferior. La bestia ya casi podía entrar, solo lo retenía la endeble bisagra del medio. La criatura se alejó y corriendo velozmente impactó con su pesado cuerpo partiendo la puerta en pedazos. Con otro fuerte impacto hizo retroceder los muebles que le estorbaban el paso.

La bestia ya estaba adentro. Introdujo su enorme y pesado cuerpo caminando lentamente, su gran lengua relamía sus colmillos deleitándose por la carne que estaba a punto de probar. Sus ojos estaban fijos en su víctima, sus orejas apuntaban hacia atrás y su cuerpo agazapado estaba listo para atacar.

Francisco se aferra al cuchillo y lo apunta hacia la criatura. La bestia no se intimida, sigue avanzando mientras el retrocede lentamente hasta que su espalda choca contra la pared. Ya no tenía hacia dónde ir, solo podía enfrentarse al depredador. El lobo parecía esbozar una sonrisa en su cruel hocico chorreante de baba, se prepara y da un gran salto hacia su víctima, pero esta se corre y logra evadir las enormes garras que se dirigían hacia su garganta. La bestia salta nuevamente y lo alcanza, Francisco cae y la bestia lo sujeta al suelo con sus garras clavándose despiadadamente en los hombros del pobre hombre que grita de dolor. Francisco mira hacia el cuerpo de su hijo arrojado en el frío piso y se llena de una ira frenética, con dificultad logra mover su brazo y con fuerza clava el cuchillo en la garganta de la criatura que se disponía a morderlo. La bestia retrocede mientras un gran chorro de sangre brota desde su cuello. La bestia se sujeta la herida. Con la mirada llena de odio se dispone a atacar nuevamente. Francisco toma un gran trozo de madera de la puerta y se lo arroja hacia el rostro. El lobo se distrae por un momento y Francisco corre hacia la cocina sujetándose su hombro herido, entra y cierra la fina puerta de madera. Sabe que la puerta no resistiría mucho, toma la garrafa de gas de la cocina y abre la perilla. El ambiente comienza a llenarse rápidamente de gas. La bestia comienza a hacer pedazos la puerta con sus garras, hasta que nuevamente tiene al pobre hombre a su alcance. Cuando la bestia se disponía a saltar sobre él, Francisco toma el cerillo y lo enciende arrojándolo cerca de su atacante. El ambiente se llenó de una feroz llamarada y luego la garrafa explotó. Francisco se ocultó tras un mueble, pero aun así se produce enormes y dolorosas quemaduras. Su rostro se quema por completo y un gran trozo metálico impacta en su brazo. Seriamente herido mira en busca de la criatura, pero no la ve. La casa comienza a incendiarse por completo.

Malherido, apenas pudiendo caminar, Francisco sale de la cocina. Desolado ve como su hogar es consumido por las llamas, el cuadro que colgaba en la pared con la bella fotografía de él y su pequeño Pablo estalla al ser alcanzado por las llamas. Toma con delicadeza el cuerpo de su hijo, comienza a salir con dificultad mientras el negro humo y el calor de las llamas le hacen difícil el respirar. Cuando estuvo a punto de salir al aire puro del exterior, ve el brillo del cuchillo sobresalir entre los pedazos de madera en llamas que caían desde el cielorraso. Volviendo sobre sus pasos, toma el cuchillo y sale al exterior. Cuando finalmente pisa el verde césped se desploma. El cuerpo del pequeño, rueda por la caída. Francisco se arrastra hacia él y lo abraza. –Perdóname hijo. Te he fallado. –Se lamentaba mientras lloraba desconsoladamente por aquella desgarradora perdida.

En lo alto la luna continuaba brillando imponente, su amarillenta luz iluminó un bulto negro que se alejaba con dificultad. Era el lobo que se arrastraba malherido en dirección al cementerio. Francisco toma el cuchillo y comienza a caminar lentamente hacia la bestia herida. A cada paso su dolorido cuerpo parecía que colapsaría, pero su firme determinación lo hacía continuar.

Su enojo iba en aumento a medida que se acercaba a la criatura que se arrastraba como un perro al que habían atropellado. Cuando finalmente lo tuvo a su alcance. Levantó el cuchillo en lo alto y se lo clavó en el lomo. El lobo dio un terrible quejido de dolor. Frenético por la ira, levantó nuevamente el cuchillo y lo volvió a hundir con violencia en el cuello del animal que se retorcía indefenso.

–Maldito seas! –Gritaba Francisco mientras enterraba el filo del utensilio una y otra vez. La sangre de la criatura salpicaba en espeluznantes chorros, pronto el hombre estuvo cubierto por aquella roja sustancia. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro mientras daba cada puñalada. La bestia dio una profunda respiración y dejó de moverse. Un grito que salió de lo más profundo de su ser retumbó entre las criptas del cementerio cercano. El horrendo ser comenzó a convertirse lentamente, y su enorme cuerpo se transformó en el cuerpo delgado y desnudo de un simple hombre.

Francisco volvió a hundir el cuchillo con furia y lo dejó clavado en el cuello de aquel cadáver, luego fue con dificultad hasta donde estaba su hijo. Al llegar se sienta junto a él y observa como el ardiente fuego consume por completo la vieja casa. Con la mirada perdida en las llamas danzantes y su rostro cubierto de sangre seca sobre la que se escurren lentamente algunas lágrimas, permanece allí sentado. Al igual que la casa, su vida se desmoronó por completo, lo ha perdido todo, pasó de la dicha más grande a la soledad y tristeza más angustiante.

Llevado por sus pensamientos y la debilidad de su cuerpo, Francisco no se percató que alguien estaba parado a su lado. Cuando por fin se da cuenta era demasiado tarde. Junto a él estaba su hijo, pero algo extraño había en él. Enormes colmillos emergieron de su boca y con total frenesí arremetió contra el cuello desprotegido de su padre. Horrorizado, el padre vio cómo su hijo le arrancaba la garganta de una mordida, la sangre saltaba a borbotones. Lo último que vio fue a su hijo comenzando a devorarlo cruelmente en vida y aullar espantosamente hacia la luna que brillaba en el oscuro cielo de verano.

Una semana después, en el portón de entrada del cementerio podía leerse una nota escrita burdamente en un papel que decía «Se necesita cuidador».

FIN

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