Vanessa abrió los ojos.
Yacía tendida en una cama de hospital.
Su madre y un amigo estaban a su lado.
Vio a un médico que les hablaba, pero ella lo oyó lejano. Igual le escuchó decir palabras sueltas como daño neurológico, irreversible, fracturas. Y escuchó tantas otras palabras que uniéndolas hicieron un diagnóstico como ella lo imaginaba, simplemente terrible.
Ahora su mirada está fija y perdida. Su mente recorre el momento que la llevó a esa situación. De pronto se pregunta ,¿Dónde está mi padre? ¿Y mis amigas? ¿Y mi novio? ¿Qué hace Diego acá?, mientras observa el lugar moviendo lo único que puede, sus ojos.
Pasan los días, y cada tarde Diego viene a visitarla y a leerle cuentos.
Le habla como uno le habla a una mascota, hasta formula opiniones que según él, Vanessa daría sobre la lectura.
Ella sigue sin comprender por qué Diego está siempre allí y se desespera por acribillarlo con preguntas
Dos semanas atrás Vanessa recibió su título, el mismo día que cumplía veintiséis años. Al fin se había convertido en contadora, así cumplía el sueño de su padre.
Desde pequeña la incentivó para seguir su misma profesión. Deseaba ubicarla en la empresa familiar y casarla con un excelente partido. La madre estaba siempre más preocupada por la felicidad de Vanessa y eso la llevaba a fuertes discusiones con su esposo que le exigía a su única hija casi la perfección en todo lo que hacía.
El padre había conseguido una de sus metas. Vanessa ya es contadora.
La segunda estaba en camino con Rafael. Un economista, de familia adinerada, diez años mayor que ella.
El perfecto candidato. La madre siempre deseó que hubiese algo de amor entre los dos, pero lo dudada seriamente.
La tarde en que Vanessa recibió el título se fue a festejar con Rafael, junto a su mejor amiga, y Diego, el hermano de ésta. Iban en el auto de Rafael. Sólo recuerda el grito de Diego diciendo su nombre, y el golpe, un golpe seco, fuerte. Sería lo último que sintiera en su cuerpo. Ahora Vanessa escucha a su madre discutir por el celular. Sabe bien el porqué. Su padre no quiere verla.
Diego intenta leer con voz cada vez más fuerte. Sospecha que ella se entera de todo. La madre cree que no es así, pero igual se retira de la habitación.
Con gran esfuerzo Vanessa levanta una ceja. Sorprendido Diego se le acerca. La mira a los ojos y emocionado le dice al oído, ¿Quieres algo? Ella apenas baja la mirada, y vuelve a repetir ese movimiento. Diego lo interpreta correctamente, es un sí.
Cuando conoció a Diego, y de eso hace unos seis años, él quería ser químico farmacéutico, ahora ya lo es. Vanessa nunca le prestó atención, sólo era el hermano de su mejor amiga.
El recuerdo más certero que tiene sobre él, es cuando la abrazó con fuerza intentando protegerla durante el accidente. Le parece increíble que ese abrazo sería el último que lograría sentir.
Hoy Diego trae un cuaderno y un lápiz. Le explica una fórmula que diseño para armar las palabras con los movimientos de los ojos. Letra por letra y algunas sílabas obvias.
Al leer lo que ella le dijo con sus ojos siente un nudo en el estómago, contiene las lágrimas, la mira fijamente sonriendo y asiente con la mirada.
Diego sigue visitándola, leyéndole, y así espera que sea domingo.
Llega al hospital en un horario que no es el habitual. Recorre lentamente el piso. Ve que no hay nadie en los pasillos. Al llegar a la habitación le muestra lo que trae en un bolsillo y ella afirma, aceptando lo que ve.
Me preguntaste, ¿por qué tú siempre estás aquí?, dice Diego mientras le quita la tapa a un pequeño frasco. Extrae el contenido con una jeringa y le abre despacio la boca a Vanessa.
Estuve siempre aquí porque aunque nunca antes me notaste siempre estuve a tu lado. Porque te amo desde que tengo memoria, desde que te vi junto a mi hermana. Traga saliva, se le humedecen los ojos. Aprieta los labios, y le sonríe. Ayudarte en este momento es mi mayor acto de ese amor.
Vacía el contenido de la jeringa en la boca de Vanessa. Observa su mirada en principio como sorprendida, luego agradecida y en paz.
Diego coloca su cabeza sobre el pecho de la joven. Ella se niega a cerrar los ojos hasta que llegue el momento, y él espera, escucha los latidos hasta que se apagan definitivamente, y sale de la habitación sin despedirse y en silencio.
Baja por el ascensor con la expresión dura, apretando los dientes, los ojos vidriosos, la respiración entrecortada. Cruza la calle hasta la plaza. Mira el entorno, ve que no hay nadie cerca. Toma la jeringa, la limpia con un pañuelo, y la tira dentro de un tacho de basura.
Sabe que jamás van a encontrar en la sangre de Vanessa lo que le hizo tragar. Se sienta en un banco, se toma la cara entre las mano, intenta consolarse al saber que ella ya no sufre más, y que fue ella quien se lo pidió.
Sabiéndose ahora absolutamente solo sentado en aquel banco, llora. Llora como nunca pensó que lo haría en su vida.
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Cuento seleccionado por revista Cronopio de Colombia para su edicion de enero del 2019
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