Gran parte de mi infancia estuvo marcada por la vida en los pueblos.
Hijo de madre docente rural (divorciada además), me tocó recorrer pueblos del norte al centro de la provincia, viviendo con ella o con mis abuelos, según la ocasión.
La vida de pueblo, tiene una magia indescriptible cuando sos un chico de entre 7 y 10 años, período en el que de verdad tengo grandes recuerdos y algunos flashes como el hamacazo en la trompa que me comí en los juegos del jardín de infantes, justo en el momento en que mi vieja entraba al establecimiento.
La pobre se encontró con el hijo lleno de sangre en la boca, la maestra que no sabia como explicar la situación , que era muy simple: el muy bobo se acerco demasiado a las hamacas en uso.
Todo derivó en la clínica del Dr. Antonetti (el mismo que 5 años atrás me había traido al mundo), con un par de puntos en el “frenillo” del labio con la única indicación de “no hablar”. Saliendo del consultorio, mi ama de gordo precoz no pudo con su genio y pregunté si podía comer …. en 20 metros ya había roto la indicación…y el frenillo.
La magia del pueblo para un chico se puede resumir en algo que en la mente de adultos de ciudad resulta absolutamente inimaginable: libertad y seguridad para andar solo por el pueblo.
No era para nada raro, salir a deambular por las calles y prenderse en un picadito frente al taller de fito, treparse a los arboles en la casa de un amigo o ver jugar “a la primera” en la tribuna del club, simplemente entrando a la cancha sin necesidad de afa plus ni cuota de socio actualizada.
Los sábados se hacían eternos por los campos con chacras y gallineros.
Mi abuela odiaba esos sábados, porque a mi retorno, la ropa tenía un obvio olor desagradable que resumía esas recorridas, que finalizaban cuando a medio oscurecer cuando mi abuela se paraba en la punta de la terraza de nuestra casa (planta alta ubicada sobre el correo) y a viva voz a los cuatro vientos lanzaba un “marceeeeeeeeeeeeeeloooooo”, que tarde o temprano llegaba a mis oídos como la llamada del destino, sin importar el rincón del pueblo en el que estuviera jugando.
En la esquina de esa casa, vivía un personaje muy particular, conocido como ” El Gaucho”.
El Gaucho (juro no recordar su nombre), era el hijo menor de una familia “tradicional” del pueblo, que había decidido hacer una vida distinta y mas bohemia a la que llevaban los suyos.
Vivía en esa esquina, donde la construcción empezaba con un salón que hacía las veces de peluquería, sospechosamente amplio para tal fin,que contaba solamente con un viejo sillón de barbería, un mueble espejado adelante del que sobresalían un montón de cajoncitos que guardaban sabe dios que instrumentos secretos.
Mas atrás, al lado de la ventana, un par de sillas de madera algo desgastadas, una mesita redonda con un par de revistas viejas…. Y la guitarra.
Claro…el salón (hoy le dirían SUM, salón de usos multiples) oficiaba no solo de peluqueria, sino también de escuela de música (donde repeti durante varios meses los 3 acordes de “la vestido celeste” en mi guitarra sin superar jamas esa etapa).
Pero fundamentalmente, desde la media tarde, el salón se transformaba en un refugio guitarrero para los amigos del Gaucho, que rápidamente armaban la peña, con fumata y Ginebra Llave en las viejas botellas verdes rectangulares.
Al salir del salón, aparecía un patio de tierra con plantas de naranjo, que supo tener una especie de montaña rusa de madera, que en realidad eran rampas sobre las que hacían equilibrio unas cabras que el gaucho tenía, junto con un mono y un par de perros.
Detrás del patio había una habitación donde se guardaban los implementos más diversos, incluyendo una misteriosa caja donde estaba “Carlitos”, un muñeco que el gaucho utilizaba para su acto de ventrílocuo.
Jamás me animé a entrar solo, y muchos menos de tardecita a esa habitación, con la eterna duda si Carlitos era un muñeco o un enano maldito secuestrador de niños miedosos.
Las cabras, el mono y los perros,eran la troupe animal estable del Circo del Gaucho.
Porque si…el Gaucho era el dueño de un circo, casi unipersonal (solo le agregaba un chico del pueblo que hacia contorsionismo y algún truco de faquirismo), donde el mismo oficiaba de presentador, mago, payaso, ventrílocuo y boletero.
Una vez al año, el gaucho salía a recorrer los pueblos cercanos con su humilde circo, su troupe de animales, en el viejo camión pintado de rojo que dormía el resto del año al lado de la peluquería ; y siempre el cierre era en nuestro pueblo, con entrada gratuita para todos los chicos.
Nunca supe si cobraba algo, desde el corte de pelo hasta la entrada del circo.
Pero el siempre estaba allí, por la peluquería/aguantadero desfilaban desde mi abuelo, jefe de correos, el presidente comunal, el gerente del banco Nacion, los chicos del barrio, los muchachotes mas o menos de la edad del gaucho y siempre….siempre había una risa, un acorde o un vaso de ginebra.
Muchos años después volvi de paseo al pueblo, las calles y varias casas habían cambiado, incluida la esquina del gaucho.
No pregunté por él, por temor a confirmar mis sospechas, pero a medida que recorría con la mirada el lugar, las sensaciones de niño se transformaban en certezas de adulto.
Así comprendí porqué era “El gaucho”…. Era el tipo rebelde a su “tradicional” familia, que desde su bohemia abría el corazón a quien quisiera pasar por su peluquería/aguantadero.
Ese lugar donde siempre había un amigo, una ginebra, para consolar al alma y alegrar al corazón.
El tipo que te hacía la “gauchada” de curarte las penas con una palabra consejera o borrar las lágrimas de niño, con un truco de magia casera.
El Gaucho…ese personaje querido y querible, aún firme en mis recuerdos, aunque el tiempo y la vorágine ciudadana traten de borrar su irreverente rebeldía.
Siempre presente en mi guitarra, desde aquellos aburridos acordes que practicaba en el living de mi abuela hasta la música que hoy me acompaña valorizando aquella bohemia rebeldía de pueblo.
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