Las Crónicas de Stephen Carter

Las Crónicas de Stephen Carter

Radien Felpes

15/09/2019

La Máquina de la Muerte

Universidad de Oxford

Inglaterra

1933

— Stephen, me gustaría que conocieras a Edward Porter —dijo Sir Mortimer Cunningham, rector de la Universidad, entrando en la oficina del profesor de historia y literatura: Stephen Amadeus Carter.

El profesor se levantó de su escritorio, dejó su lectura a un lado y sacudió la mano del hombre bajo, redondeado, de mediana edad que tenía delante de él.

— Un placer, míster Porter. ¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Carter, se reclinó en su silla otra vez y ofreció con un gesto que se sentaran.

Edward Porter miraba con nervios a sus interlocutores y mientras abría la bolsa de cuero que llevaba.

— Profesor Carter, un hombre para el que trabajo ha desaparecido. Me dejó con instrucciones específicas de lo que debía hacer si esto pasaba alguna vez. Es por eso que necesito de sus servicios.

— ¿Mis servicios, dice? Disculpe, pero no soy detective, señor Porter —dijo Stephen con una sonrisa penosa—. ¿Quién es exactamente el hombre para el que trabaja?

— Nikola Tesla —dijo Cecil—. Soy su asistente personal. Él me dijo que usted era el único hombre capaz de ayudarlo si alguna vez terminaba metido en algo… sucio.

Carter sonrió y carraspeó su garganta, la sentía seca.

— Pues la verdad nunca he conocido al señor Tesla. Pero no estoy seguro de por qué yo pueda encontrarlo, como ya le dije no soy detective…

Sir Cunningham intervino.

— Mis disculpas, Stephen —su voz mostraba un tono de vergüenza y pena—. Pero yo conocí al señor Tesla en una pequeña reunión que ofrecí en mi mansión hace un buen tiempo y, bueno, compartimos historias con un par de cosechas bien añejadas… Y como charlábamos tan animadamente, de pronto me quedé sin mis propias historias y me puse a contar alguna de las tuyas…

— Ya veo… —dijo Stephen frunciendo el ceño un poco a Sir Cunningham.

— El señor Tesla estaba trabajando para el gobierno de Estados Unidos —continuó Edward Porter—. Querían que construyera un arma de energía para ellos y comenzó a diseñarla, pero ellos terminaron abruptamente el proyecto y detuvieron todos los fondos después de que se supo que el señor Tesla estaba construyendo un… “rayo de la muerte” —al decir esto esto se removió algo nervioso—. Después, se le acercó un grupo de inversionistas extranjeros para que continuara con el proyecto, pero él, de forma extraña, se negó a participar. No dio los motivos en ese momento, pero estaba demasiado inquieto por volver a trabajar en esa máquina… Fue entonces cuando me dio instrucciones específicas para encontrarlo si algo le pasaba. Yo estoy autorizado por señor Tesla para ofrecer un pago sustancial a usted o a la institución de su elección, profesor Carter. Debe usted ayudarme, se lo pido. Y, claro, todos sus gastos serán pagados por nuestro empleador, aún si usted tiene éxito al encontrarlo… o no.

— No sé lo que Sir Mortimer le habrá contado de mí, señor Porter —le dijo Stephen acomodándose en su silla—, pero yo solo soy un profesor de historia y literatura. No soy alguien que trabaje en la Oficina de Personas Desaparecidas.

Edward Porter sacó un libro de cuero negro de su maletín y lo depositó en su escritorio.

— También me dio instrucciones de que le diera esto, profesor. Es el diario del señor Tesla. Tal vez que quiera verlo antes de declinar mi oferta.

Stephen tomó la libreta y la examinó. Estaba lleno de notas manuscritas, bocetos de artefactos extraños y ecuaciones matemáticas, algunas hojas habían sido arrancadas, otras eran notas tachadas, algunas hojas hacían las veces de confesionario de los avances del señor Tesla.

— Profesor, lea la anotación del 5 de abril, por favor —dijo Edward en tono lastimero.

— Eso fue hace unas tres semanas, ¿verdad? —señaló Stephen mientras encontraba la fecha.

Su rostro mostraba una mueca de incredulidad, pero rápidamente comenzó a abrir sus ojos en cuanto leía los apuntes. Se detuvo abruptamente, miró al rector de la Universidad y luego a Edward Porter.

— Disculpe, pero no conozco mucho el trabajo del señor Tesla… —dijo—. Sólo sé que su investigación se enfoca en la electricidad… pero aun así tengo que preguntar, y le pido que no se ofenda, pero, ¿estaba en su sano juicio?

— ¡Absolutamente! —respondió Edward con firmeza—. Él es algo excéntrico, debo reconocerlo, pero él está en su sano juicio y no es propenso a la locura, créame.

Stephen se volvió a Sir Mortimer.

— Todavía tienes ese amigo en la Universidad de La Sorbona, ¿verdad?

— Sí, sí, claro… ¿Por qué? —preguntó Cunningham sin comprender.

— Necesito que me ayude a localizar a alguien antes de que yo llegue allá. ¿Puedes hablar con él para que me ayude? —y sin esperar la respuesta se volvió al señor Porter levantántandose para estrechar efusivamente la mano de este—. Quiero que entienda que esta no es mi línea habitual de trabajo, señor Porter, pero si todo en lo que me he aventurado tiene algo en común es el misterio. Y si el señor Tesla está diciendo la verdad en estas notas, podría reescribir los libros de ciencia. Y no se preocupe, haré lo posible por encontrarlo y que nada malo le pase.

— ¿Entonces acepta el trabajo? —preguntó Edward Porter con sus ojos iluminados.

Stephen sonrió.

— ¡Por supuesto! Haga un cheque a mi nombre. Salgo esta misma noche a París.

***

Stephen llegó a París poco después de la medianoche, se instaló en un pequeño hotel cerca del Jardín de Luxemburgo, y durmió unas horas. Tras un fuerte desayuno parisino salió a reunirse con el amigo de Sir Mortimer Cunningham: Jérôme LeBlanc, docto en teología de la Universidad de La Sorbona. Este llevó a Carter hasta un pequeño café-librería en el barrio Montmartre, el famoso distrito de los bohemios e intelectuales de la época, se comentaba que en una de esas mesas Hemingway, Scott Fitzgerald y T.S. Eliot se sentaron a debatir.

No fue difícil encontrar a la mujer que el profesor buscaba, ya que era la fémina que más resaltaba entre la pequeña concurrencia que comía, bebía o charlaban en el café.

La mujer estaba sentada en una silla leyendo, en voz alta, a un pequeño grupo de espectadores que no le quitaban los ojos de encima. Carter, cautivado por aquella voz, como la serpiente embelesada de las notas del pungi en la India, se sentó en una mesita a esperar a que concluyera, mientras se deleitaba escuchando con atención. El teólogo Jérôme, cumplido su favor, se despidió y tomó un taxi para La Sorbona.

La mujer, que rondaba los treinta años, era atractiva: piel blanca y delicada, mostraba su suavidad al sol primaveral. Aunque evidenciaba una melena negra azabache, lo tenía bien cuidado bajo aquel sombrerito negro. Las facciones de su rostro eran una mezcla de seducción y firmeza. Aunque hablaba en francés, era obvio que su lengua natal era el ruso. Esa mezcla de ambas lenguas se le hacían a Stephen una delicia a sus oídos.

Stephen esperaba tranquilo desde su mesita mientras se terminaba un café. La mujer leía un poemario de portadas rústicas.

La mujer al fin terminó de leer y el grupo de oyentes aplaudió con cortesía y ella, a su vez, asentía con la cabeza en agradecimiento modesto. El evento literario había concluido, aunque algunos se acercaban a ella a despedirse y pedir autógrafos.

El profesor fue la última persona en acercarse a ella. Le extendió la mano y ella la estrechó. Su mano, aunque suave y tersa, como la seda, eran firmes.

— ¿María? —ella asintió en silencio. Él prosiguió—. Un placer, soy Stephen Carter, profesor de Oxford, gracias a un colega suyo, Jérôme, de La Sorbona, me ayudó a llegar usted.

— Ah, sí, LeBlanc —musitó ella algo absorta mientras sacaba un cigarrillo de su bolso, lo encendía y le daba una profunda calada—. Me llevó a su universidad a conversar sobre uno de mis libros. Es un hombre agradable, pero al final… aburrido…

— Sí, como sea —respondió Carter cambiando abruptamente el tema—. Me preguntaba si podría hablar con usted pero no de sus libros. Estoy más interesado sobre su huida de Rusia.

María levantó una ceja en silencio. Dio otra profunda exhalación y el amargo humo ocultó por unos instantes el rostro de la mujer.

— Bueno —manifestó ella—, todavía tengo un poco de tiempo antes de mi siguiente siguiente lectura, así que… Café de flores, por favor. Y usted invita, profesor.

***

Poco después del mediodía, en donde el inclemente calor de verano, sofocaba a todas las criaturas sólo era refrescada por una suave brisa que arrastraba las hojas caídas de los árboles, algunos dando resguardo a la multiculturalidad de idiomas, de todas las edades, creencias y etnias, París era un perfecto paisaje multicultural.

La sombrilla bajo la que estaban a resguardo del sol, profesor y escritora, apenas se mecía con el viento veraniego.. La rusa había encendido otro cigarro que ya llevaba a la mitad y terminaba su café de flores, mientras el profesor Carter jugueteaba con sus lentes y la contemplaba con disimulados vistazos.

— ¿Sabe quién es Nikola Tesla? —preguntó por fin rompiendo el silencio.

— No. ¿Un editor de libros, tal vez? —replicó María desinteresada.

Carter sonrió indulgente, todo se basaba en la paciencia para que ella pudiera soltar la información que necesitaba.

— No. Es un inventor cuyo especialidad es la electricidad y el magnetismo.

María echó otra espesa capa de humo por sus carnosos labios rojos.

— ¿Sabe, profesor Carter?, ya me estoy aburriendo y prácticamente he terminado mi café. Sea breve, por favor, ¿qué quiere de mí?

Carter sacó el pequeño diario de Tesla de su chaleco y lo puso sobre la mesita.

— Escuche: el señor Tesla, recientemente, fue abordado por un grupo de extranjeros, para construir un arma extraña… —Carter se interrumpió. Quería comentarle la situación lo más rápido, no podía perder tiempo—. A propósito, ¿la palabra “Staret” significa algo para usted?

Súbitamente María detuvo la tacita de café, a medio camino a sus labios para dar el último sorbo, y miró a Stephen fijamente. Su expresión orgullosa y altiva bruscamente había cambiado a una mirada de temor y confusión.

— Sí… —respondió al fin, dando un suspiro como queriendo calmar sus ahora nervios alterados—, sé lo que significa esa palabra.

El profesor aprovechó su turbación para lanzarle una mirada de acero.

— Sabía que podría conseguir su atención… Y su padre era un miembro de esa… secta, ¿verdad?

— Sí… —musitó ella.

— Bueno, según lo que tengo entendido —continuó él con un frío tono de voz—, esa gente trata lo sobrenatural, como exorcismos, demonología, la transmigración de las almas, espiritismo… incluso el volver los muertos a la vida…

María apuró su café, tratando de calmar su inquietud. Las manos le temblaban un poco y cenizas de su cigarro cayeron en la mesa.

— Sí… Así es… —dijo ella con voz trémula.

— María, ¿puede decirme dónde está su padre? —preguntó Carter sin parpadear—. ¿Dónde está Rasputín?

María arrojó el cigarrillo al suelo aplastándolo con la punta de su zapatilla y se levantó violentamente.

— Gracias por el café. Que tenga un buen día, profesor Carter.

Se dio la vuelta y se alejó presurosa. Stephen chasqueó con la lengua, tomó el diario de Tesla, lanzó unas monedas a la mesa y corrió tras ella.

— María, necesito su ayuda —dijo Carter, tratando de no pisarle los talones—. Escúcheme: Tesla estaba trabajando en una especie de súper arma y los Stáret estaban tratando de poner sus manos sobre él. Él escribió en este diario las amenazas con las que trataron de intimidarlo. Tesla creía que tu padre era el hombre detrás de ellos, su líder.

María seguía apurando el paso en un intento de ignorarlo con la esperanza de que renunciara y la dejara en paz.

— No quiero tener nada más que ver usted, señor Carter, déjeme tranquila, por favor.

— María —insistió él—, Nikola Tesla ha desaparecido y la última anotación en su diario decía: “¡Rasputín está vivo!

La mujer dejó de caminar y él hizo lo mismo. Ella se volvió bruscamente.

— No, señor Carter. Usted está equivocado: ¡Mi padre está muerto, desde hace muchos años!

Carter levantó una ceja.

— Ah, sí, sí… Cómo olvidar tales chismorreos, que fue envenenado, golpeado, estrangulado, incluso le pegaron un tiro, hasta que tuvieron que ahogarlo en el río Nevá… Eso mismo dicen los libros de historia. Pero, ¿y si los libros de historia no saben toda la verdad, de que sí murió, pero por alguna extraña razón regresó y anda por ahí con un arma de destrucción masiva? ¿Qué dirán mañana los libros de historia el día de mañana…? Bueno, si es que habrá libros de historia…

María miró a Stephen con ojos fríos.

— Eso no me preocupa. No tiene nada que ver conmigo.

Se dio la vuelta apurando el paso, dejando a Stephen Carter solo y en una actitud de derrota en aquella calle de París al tiempo que un par de enamorados caminaban a su lado abrazados por el atardecer parisino. Los transeúntes iban y venían, metidos en sus asuntos, ajeno a lo que al mundo podría sucederle. Él se quedó mirándola hasta que se perdió entre el gentío, negó con la cabeza y soltó un suspiro.

***

María al fin llegó a la puerta de su pequeño apartamento en el tercer piso, sacó su llave y estaba a nada de introducirla en la cerradura cuando se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta. Su respiración se aceleró y el pánico llenó sus ojos de nuevo. Se giró para correr, pero en vez de ver el pequeño pasillo por donde había llegado, se encontró cara a cara con un hombre fornido vestido de negro. Tenía los ojos oscuros y una tupida barba negra que cubría parte de sus facciones rudas. El hombre levantó un revólver y le apuntó.

— Hemos venido a recogerla, señorita Rasputín —dijo el hombre en ruso.

La puerta del apartamento se abrió detrás de ella y otro hombre salió. Vestía el mismo traje que el primer hombre, parecían casi idénticos, la misma barba, los mismos ojos, incluso los rasgos, al igual que llevaba un revólver. María se fijó en un prendedor de plata en su pecho y sintió un sudor frío en su espalda al reconocer el símbolo de los Stáret: una cruz ortodoxa invertida, con dos serpientes rodeándola.

María estaba aterrorizada, pero hizo un esfuerzo para mantener la poca compostura que su cuerpo le permitía.

— No sé… lo que quieren de mí, pero si me tocan voy a…

El primer hombre la agarró del brazo izquierdo. El otro se aferró al derecho y presionó el cañón de la pistola entre sus costillas.

— Grita tanto como quieras, dámi Rasputín. Pero la orden de tu padre no especificaba en que usted debía estar consciente cuando nos la llevemos —amenazó esbozando una pérfida sonrisa.

El terror de María era ahora evidente en sus ojos. Los dos hombres la obligaron a caminar por el pasillo hacia la escalera que llevaba a la planta baja del edificio. Cuando pasaron junto a la sección transversal del otro apartamento, María oyó una voz familiar, que le devolvió la esperanza:

— ¡Déjenla ir!

Los matones de la secta Stáret vieron a Stephen Carter con un revólver apuntando a ellos. Sin dudarlo encañonaron sus armas hacía el profesor, pero éste reaccionó más rápido disparando por encima de la cabeza de ellos, despedazando una bombilla a sus espaldas.

La repentina explosión de la lámpara sorprendió a los hombres de negro por un par de segundos, pero fue más que suficiente para Carter, porque le permitió tomar a María del brazo y tirar de ella hacía un pasillo adyacente.

— ¡Corra! —exclamó Stephen Carter, avanzando por el pasillo.

Los dos stárets se recuperaron y rápidamente iniciaron una persecución en pos de la pareja. Carter sacó a María a otro pasillo y dobló la esquina justo cuando sus perseguidores abrieron fuego y las balas chocaron en la pared que dejaban atrás. Stephen llevó María en un rodeo en el primer piso de los apartamentos y doblaron la esquina para salir a la calle principal.

Los matones daban vueltas alrededor de la escalera por la que descendían. Carter disparó a los dos enviándolos de buceo a los peldaños que rodaron ridículamente. Los pocos transeúntes que paseaban a la romántica luz del crepúsculo, se quedaron estupefactos y algunos, al escuchar los disparos, corrieron a esconderse donde tuvieran oportunidad. Aprovechando la confusión, profesor y escritora cruzaron la calle con los sonoros pasos zapatos de sus perseguidores a sus espaldas. Era obvio que los rusos no cederían su objetivo fácilmente.

Stephen Carter y María Rasputín entraron en un callejón estrecho que desembocó en la abarrotada Rue Mouffetard.

Después de navegar por las calles empedradas durante algunos minutos, llegaron a otro callejón que se abrió de nuevo en una avenida pero Carter agarró a María y tiró de ella hacia atrás. El sonido de las botas sobre los adoquines en la calle posterior delataba la presencia de los rusos. El profesor Carter se asomó por la esquina para ver a los dos starets que, sin disimular con sus revólveres en mano, giraban sus cuellos como flamencos.

Stephen miró a María, negó con la cabeza y señaló de nuevo en la serie de callejuelas por las que acababan de venir. María suspiró y ambos se internaron de nuevo por donde habían venido. Al rato María se detuvo para recuperar el aliento, mientras Carter vigilaba y cargaba su revólver, miró al profesor y de repente su actitud fría se había ido.

— Eran starets… —comentó María.

— Sí —respondió Carter, sin dejar de mirar a los hombres que parecía haberlos escuchado, pero ahora se encontraban a una cuadra, sin dejar de mirar a ambos lados como si estuvieran perdidos.

— …Y mi padre los envió…

— ¿En serio?, no me diga…

— Profesor Carter —suplicó María con un tono de voz enajenada—, usted debe creerme, yo pensé que mi padre estaba muerto. Yo misma vi su cuerpo. ¡Estaba muerto!

Carter levantó una ceja.

— Entonces, por alguna extraña razón volvió y envió a secuestrar a Tesla para que continúe con la fabricación de la máquina, pero ahora quiere secuestrarla a usted, María, ¿por qué?

María tampoco lo sabía, se limitó a sacudir la cabeza en un abatimiento profundo. Carter se dio cuenta de que ella estaba realmente confundida, por no decir que asustada a la vez. Aquella vida de la que había creído poder escapar se estaba derrumbando en un instante. Su mundo se había vuelto al revés.

— Ayúdame, María. La vida de un hombre está en juego y si tu padre se hizo con esa arma… no hace falta decir que toda el mundo está en peligro —decía Carter tomándola delicadamente de la mano con una mirada afectuosa—. Y después de que todo esto haya terminado, tendrá material para otro de sus libros y tal vez me quiera incluir ahí, ¿no?

Seguido a esto, Carter le guiñó un ojo y María sonrió tímidamente, relajando un poco sus músculos y dio un suspiro de agotamiento.

— Tengo unos conocidos en la comunidad de exiliados rusos aquí en París. Ellos podrían ayudarnos a llegar a Siberia —dijo María—. Si mi padre todavía está vivo, creo que sé dónde encontrarlo.

Carter se limpió los anteojos con la punta de su chaqueta. Se secó la frente empapada de sudor con el puño de su mano y se acomodó los lentes.

— Con qué Siberia, ¿eh? —apostilló Carter—, que mal que no empaqué mi bufanda.

***

Como María afortunadamente conocía aquella zona de París, llegaron al hotel donde Carter se hospedaba sin que se les produjera más problemas. Ella no podría volver a su habitación, ya que seguramente estaría bajo vigilancia. Desde allí hizo un par de llamadas y confirmó en efecto, con sus compatriotas rusos, la ubicación exacta de donde podría estar su padre, claro que lo hacía con la cautela suficiente para no despertar sospechas.

Una hora después habían tomado un taxi que los dejó en la pista de vuelo con destino a Praga, con una breve escala en Múnich. Luego de un desayuno alemán, que no le gustó mucho a ambos, volaron a Moscú y tras comprar ropa propicia para el frío casi extremo que se posaba sobre la Madre Rusia, él con unas botas ceñidas, pantalones ajustados, un par de camisas, un grueso chaleco y un par de guantes de cuero, alquilaron un Lancia Astura modelo 33 descapotable y lo enfilaron hacia Pokróvskoye, el pequeño pueblo natal de Rasputín.

Aprovechando la potencia y velocidad del auto, iban con toda soltura por la estepa helada de Siberia.

— ¿Qué tan largo es este camino? —preguntó Stephen Carter, mirando hacia la noche nevada y todo lo que podía ver era un camino de tierra blanca sin fin que se extendía en la distancia.

— Hay que tener paciencia cuando se viaja a través de Rusia, profesor Carter —respondió María con una sonrisa, dio una calada a su cigarrillo y sopló el humo hacia el aire frío de la noche.

— ¿Puede usted darse prisa a terminar con esa cosa? —regañó Carter frunciendo el ceño.

— Nunca he conocido a alguien que no fumara, para ser honesta.

— Tengo bastantes malos hábitos en mi vida. Estoy seguro que no necesito otro —respondió Carter.

— Que así sea… —respondió sin importancia. La débil silueta de montes Urales se agrandaban—. Allí. Ya estamos cerca de donde se reunían aquellos locos y mi padre.

— ¿Viste las ceremonias de los Staret?

María asintió con la cabeza dando otra calada a su cigarro.

— Era sólo una niña. No entendía el significado de lo que veía en esos rituales secretos. Sólo más tarde me di cuenta de que mi padre trataba con las artes oscuras. Cuando crecí, los rumores de su verdadera naturaleza comenzaron a llegar a mí. Cuando fue asesinado, estaba devastada, era mi padre a fin de cuentas, pero… me sentí liberada. Sentí que al fin podía tener una vida normal.

— Y fue entonces cuando huyó de Rusia —señaló Carter.

— Sí, poco después de la revolución bolchevique, para no volver jamás… Y míreme ahora.

El auto se acercó a una bifurcación en la carretera. Uno llevaba a la izquierda, a las faldas de los Urales y el de la derecha continuaba de frente por la llanura. Justo en toda la división del camino había un letrero de madera pintarrajeado a mano:

ГОРНЫЕ ПАССЫ

– ОПАСНОСТЬ –

ДОПОЛНИТЕЛЬНОЕ ПРЕДУПРЕЖДЕНИЕ

A pesar de su escaso ruso, Stephen pudo traducirlo: Paso de las montañas –Peligro– avanzar con cautela. Se volvió hacia María y le sonrió levantando una ceja.

— Déjame adivinar…

Ella asintió.

— Es a dónde vamos, profesor, y el aviso no miente, creame.

Stephen giró a la izquierda y el camino se redujo a poco más que la anchura del coche. Los marcadores de madera improvisados en el borde daban poco consuelo y parecían dar más seguridad de que el coche tarde o temprano caería hacia el vacío.

El coche se acercó a un giro brusco y Carter pudo sentir que las ruedas comenzaban a patinar en la escarcha debajo de ellos. El vehículo comenzó a deslizarse hacia el borde de la carretera y María instintivamente trató de alejarse de la puerta del coche, acercándose al profesor.

— ¡Profesor!

— ¡Sí, lo sé, puedo verlo!

Stephen Carter tiró del volante tan fuerte como pudo y apretó el acelerador en el último segundo y el coche logró desviarse del acantilado regresando a la estrecha carretera. Aquella senda le recordó una carretera que conecta La Paz con Los Yungas, al noreste de Bolivia, también le llaman la Carretera de la Muerte. María había encendido otro cigarrillo , pues el anterior se le había caído. Su mano le temblaba violentamente.

— ¿Qué tan lejos tenemos que conducir por este maldito camino? —preguntó Carter.

— Ya estamos cerca. Las cuevas en las que mi padre solía usar con el culto se reparten en estas montañas, hay varias de ellas a lo largo de estas. El tiempo que estuvo en la corte de los Romanov, les robaba para pagar sus actividades y financiar sus locuras. Pero mi padre…

De pronto los ojos de María se abrieron desmesuradamente cuando el coche pasó por delante de una abertura en la pared del acantilado y vio a dos coches de color negro. Miró hacia atrás para ver los faros de los coches encenderse. Los vehículos comenzaron a avanzar a toda velocidad hacia ellos.

— Oiga, Profesor Carter…

— Ajá, sí… un momento…

Stephen Carter pisó el acelerador y el Lancia comenzó a acelerar y girar de lado a lado mientras se deslizaba sobre la carretera congelada. Los coches negros aumentaron su velocidad también.

María miró hacia atrás al tiempo que uno de los vehículos que le perseguía se estrelló contra la parte trasera del auto. María ahogó un gritó.

— ¡Están tratando de empujarnos fuera del camino, profesor! —exclamó viendo como su cigarrillo se perdía en la carretera.

— ¡Sí que eres muy observadora, María! —gritó Carter, que trabajaba por mantener el coche en el lado seguro del paso de la montaña—. ¡Desenfunda mi revólver!

María actuó rápido.

— ¿Esperas que yo use esto?

— Claro que no —dijo Carter—. Espero que usted conduzca.

— ¡¿Qué?! —clamó con su cara desencajada.

Carter tomó la pistola, tiró de María al asiento del conductor y puso sus manos en el volante. Se ubicó en la parte de atrás, y comenzó a disparar. María giró violentamente de un lado a otro, sacando una sección de marcadores de madera que caían barranco abajo.

Stephen Carter disparaba contra el coche más próximo y comenzó a patinar hacia el borde de la carretera, se estrelló contra la barrera destartalada y cayó al abismo. El segundo coche se apartó justo a tiempo y María pisó a fondo el acelerador.

Stephen disparó sus últimas dos balas al segundo vehículo, pero no tuvo ningún efecto.

— ¡Estoy fuera!

De repente, el auto golpeó una roca cubierta de hielo haciendo que una de las ruedas del coche se saliera de la vía y María luchaba con el volante tratando de llevar la parte delantera hacia la pared de roca. Chocó contra el muro y por este impulso el Lancia comenzó a girar fuera de control, derrapando hacia el borde del acantilado. Stephen y María se miraron.

— Lo siento mucho, profesor —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas.

— Lo sé —respondió secamente—. Y yo lo siento por esto.

María entornó los ojos pidiendo explicación.

— ¿Pero que estas…?

El profesor tenía sólo milisegundos para actuar: se guardó el revólver en la mochila, abrió la puerta del pasajero y agarró María. Justo antes de que el automóvil volara por el abismo, Stephen Carter se arrojó con María del vehículo patinando por la carretera helada. Aterrizaron con un ruido sordo a unos metros del borde de la carretera.

María hizo una mueca de dolor.

— ¡Usted, maniaco, imbécil, está loco!

Ella levantó la mirada y vio como el otro auto negro se encarrilaba hacia ellos. María desvió la mirada cuando creyó el momento en que recibiría el impacto. Pero tras los segundos en los que calculó que sería arrollada, abrió los ojos de par en par al ver que la carrocería del coche negro se había detenido a solo unos centímetros de su rostro.

Stephen se levantó, tiró de María para empezar a correr pero vio como los dos starets, vestidos con largas y pesadas túnicas negras, salieron del vehículo. El conductor blandía un revólver y apuntó hacia ellos. Carter alcanzó desenganchar un pequeño cuchillo que tenía atrás en su cinturón cuando el segundo hombre llegó por detrás de él y le golpeó en la parte posterior de la cabeza con la culata de su metralleta. De inmediato la oscuridad se apoderó de él y perdió el conocimiento.

***

El profesor Stephen Carter se despertó, abrió los ojos y se encogió cuando el dolor del golpe en la cabeza empezó a crecer. Vio que estaba atado a una silla con unas gruesas sogas. Confirmado esto se determinó que estaban sentados en un piso de tablones de madera.

— ¿Profesor Carter? —la susurrante voz de María vino detrás de él. Estiró el cuello todo lo que pudo para ver que ella estaba sentada en otra silla, atados de espalda por la misma cuerda.

— Sí, estoy aquí.

— Gracias al cielo —dijo María dando un suspiro de alivio—. No estaba segura de sí estabas vivo o muerto.

— Parece que tienes un verdadero problema con eso, ¿no, cariño? —dijo Carter bromeando.

— ¿Perdón?

— Nada, no importa…

Stephen miró a su alrededor ya que tenía su vista más aclarada y gracias a sus lentes vio que estaban sentados en medio de una caverna grande, subterránea, supuso. A su izquierda estaba una colección de aparatos eléctricos y diversas herramientas. Entre ellas vio sus pertenencias: la mochila, su revólver en la funda de cuero y el pequeño cuchillo.

Parece un taller improvisado, pensó.

A su derecha había unos altos rieles que cruzaban la caverna. En lo alto, por encima de ellos, unas escaleras conducían a una plataforma. Un tren estaba asentado en unas oxidadas vías y sobre uno de los entarimados de carga se posaba un extraño dispositivo: se componía de dos orbes, algunas bobinas y un emisor en uno de los extremos.

Carter nunca había visto en su vida algo así, pero instintivamente sabía que sólo podía ser una cosa: el arma de energía que Nikola Tesla había estado diseñando, una máquina de la muerte.

Oyó una voz que venía detrás de él, hablando en ruso.

— Su Santidad se ha despertado, hay que preparar todo.

Un hombre con túnica igual de oscura que los anteriores apareció a la vista y procedió a subir las escaleras hasta el caballete. Este se dirigió a la cabina del conductor del tren que empezó a disponer la locomotora.

Stephen Carter vio otros dos starets salir a la luz. Estos tomaban por la fuerza a un anciano, con grilletes en sus muñecas. El hombre llevaba un traje fino gris claro, pero sucio y raído, el poco cabello blanco en su cráneo contrastaba con un delgado bigote negro. Al levantar los ojos no disimulaba lo aterrado que estaba.

Carter se dirigió al anciano:

— ¿Está herido, señor Tesla?

El susto de Tesla se volvió confusión al mirarlo.

— ¿Acaso lo conozco, caballero?

— Su asistente, el señor Porter, me envió.

A Tesla se le iluminaron los ojos y esbozó una risueña sonrisa.

— ¡Ah, señor Carter! ¡El profesor que pasa sus horas de ocio en aventuras por los rincones más lejanos del mundo! Veo que Sir Cunningham no estaba inventando cuentos fantásticos sobre usted…

— Así es, señor, el mismo.

— Espero que todo esto no sea un problema para usted, profesor —dijo Tesla.

Tal vez es una locura, pensó Carter y se miró las cuerdas que lo amarraban y se encogió de hombros.

— Descuide —se limitó a responder con una sonrisa afable.

— ¡Basta de esto! Es hora de partir —proclamó una voz profunda y grave por detrás de los secuestrados. La voz habla en ruso, era una voz rasposa y curtida.

Stephen Carter vio a un hombre alto que se movía hacia la luz detrás de él. Este usaba un bastón para caminar, aunque se percibía un ligero movimiento de su caminar. Tenía una larga cabellera recogida en una coleta y su barba trenzada con pequeños anillos de plata. Grigori Yefímovich Rasputín se volvió hacia los capturados y con unos ojos salvajes, hundidos en unas cuencas que parecía más como una calavera que un ser humano, los estudió de arriba a abajo.

— Mi hija eligió no unirse en mi misión para devolver la grandeza de los nuestros para erradicar la hipocresía y la perversidad que inunda a nuestra Madre Rusia y después el mundo entero —exclamó Rasputín y se volvió a María—. Estoy decepcionado de ti, hija, pero está claro que has sido corrompida por el occidente. Y ahora que tu traición he confirmado, nunca más te volveré a ver…

María apartó la mirada de su padre. Una lágrima resbaló por su mejilla.

— …Al igual que ya no me sirves como todo lo que está aquí —continuó el viejo señalando la chatarra que estaba en el rincón, luego fijó sus glaciales ojos en Stephen—. Eso lo incluye a usted, profesor Carter.

Stephen miró el pálido rostro del místico. Tal cual como luce un muerto, pensó Carter en un esfuerzo por sostener la mirada.

— Oh, sí, señor Carter —dijo de pronto Rasputín entornando sus vacíos ojos sobre él—, tal cual como un muerto…

Stephen Carter no pudo disimular su sobresalto. Al escuchar de la voz del viejo y loco Rasputín citar las palabras exactas que había pensado. El viejo se volvió hacia sus discípulos.

— Embarquen al científico. Nos vamos enseguida.

Los starets se alejaron con Tesla ascendiendo por las escaleras hasta el caballete del tren, luego le empujaron al interior de uno de los coches y uno de los dos lo siguió, dejando a su compañero cerrando la puerta, se cruzó de brazos a la espera de nuevas órdenes.

Rasputín se acercó a la mesa de la zona del taller y bajo esta levantó un bidón de gasolina. Cruzó la caverna, con el bastón bajo su brazo, y tomó una lámpara de queroseno que iluminaba esa pared.

Para ser tan viejo tiene mucha fuerza, pensó Stephen.

Mientras caminaba hacia el prosélito que esperaba afuera del tren, vació la gasolina en el suelo, en los tablones de madera alrededor de los capturados y arrojó con estruendo el bidón que continuaba regando su contenido. Cuando subió los primeros peldaños se detuvo, volviéndose a Carter y María.

— Fui despedido de este mundo bajo las maneras más vulgares que el hombre ha concebido —decía con voz trémula—. Así que creo justo devolver con la misma moneda, cuál Ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente.

Rasputín estrelló la lámpara en el suelo justo sobre la gasolina derramada y un grueso hilo de fuego estalló. Carter y María trataron de recoger sus cuerpos a modo de instinto. Los tablones de madera en el suelo rápidamente comenzaron a arder y las llamas comenzaron a correr hacia ellos a una velocidad sobrecogedora.

— ¡Adiós, hija mía! —exclamó Rasputín despidiéndose con su flacucho brazo izquierdo.

Terminó de subir las escaleras hasta el caballete y el stáret entró tras él. Carter y María observaron como el tren chirriaba al moverse y tras un silbido sobre los rieles, comenzó a moverse, no tardó más de unos segundo para que empezara a internarse en la gran caverna, dejándolos con el fuego que ya se cerraba alrededor de ellos.

Stephen Carter trataba de pensar con rapidez, pero su esfuerzo cerebral no fue tan necesario, pues sintió como las sogas que le aprisionaba empezaban a aflojarse por si solas.

Tras liberar sus brazos se puso de pie girando sobre sus talones para ver a María sosteniendo la cuerda en una mano y su encendedor de cigarrillos en la otra. Carter vio que algunos de los extremos de la cuerda se habían quemado y desgarrado gracias al encendedor de María que le sonrió.

— Si estas situaciones siguen en el futuro, profesor, es posible que desees comenzar a fumar.

— O solo invertir en un encendedor y esperar cosas como esta —respondió Carter.

— Es una buena cosa que a mi padre le encante el sonido de su propia voz. Nunca se dio cuenta de que estaba quemando estas cuerdas en ese momento.

Ambos miraron las llamas que les rodeaba.

María arrojó las cuerdas al suelo y corrió hacia la pared de la caverna, donde había un espacio entre el piso de madera y la pared de roca. Se arrastró alrededor de las llamas y saltó a las escaleras, subiendo rápidamente hasta estar a una distancia segura del fuego. Miró hacia atrás y vio que Stephen no venía tras ella. Lo vio en el área del taller, donde ya había recogido su mochila, la funda con el revólver y el cuchillo. Luego parecía buscar algo a través de la colección de herramientas.

— ¿Qué diablos está haciendo, profesor? —gritó ella—. ¡Tenemos que salir de aquí!

Carter se volvió y levantó un alicate.

— ¡Ajá, lo encontré! —exclamó victorioso.

Guardó las pinzas en su mochila y de paso tomó un pequeño rollo de soga que guardó en su mochila y corrió directamente hacia las llamas entre él y las escaleras. Saltando ágil como un gato, aterrizó en los primeros escalones y subiendo de dos en dos llegó hasta el caballete. Ambos miraron hacia el túnel por donde el tren se había ido. Podían ver que seguía alejándose de ellos dejando una estela de humo negro.

— ¡Debemos llegar buscar la manera de alcanzarlos, rescatar al señor Tesla, destruir la máquina y detener a tu padre! —puntualizó Carter.

Se volvió y miró al otro lado de la caverna donde el túnel continuaba en dirección opuesta. Una vagoneta sobre las vías permanecía impávida.

— Ven —dijo tirando de María hacia el pequeño vehículo.

El profesor saltó sobre esta haciéndole una señal con la mano a María. Ella lo miró con incredulidad.

— ¿Estás loco? —preguntó ella.

Carter señaló al pivote sube y baja del centro de la vagoneta.

— Se necesitan dos, cariño —respondió.

María suspiró cansada y tomó la mano de Carter que la levantó sobre el coche, ella frunció el ceño.

— Está bien. Pero no vuelvas a llamarme “cariño”, ¿sí?

— De acuerdo —respondió Carter acomodándose en su sitio.

Se apoderaron de las manijas de vaivén y comenzaron a bombear de arriba a abajo. El coche comenzó a moverse por el riel internándose en el túnel. Y a medida que avanzaban por los rieles, su velocidad aumentaba acercándose más y más a la locomotora delante de ellos.

— ¡Tenemos que ir más rápido! —gritó Carter.

María negó con la cabeza.

— ¿Hay alguna otra forma más concebible en que podamos alcanzarlo?

— Ese tren es más pesado y le tomará un tiempo llegar a la máxima velocidad. Mientras nos sigamos moviendo, tendremos una posibilidad de alcanzarlo.

Sin cesar bombeaban el sube-baja y muy pronto estrecharon la distancia entre la vagoneta y el tren. El sonido de la locomotora era ensordecedor, ya que resonaba fuertemente en las paredes de roca en un violento eco que lastimaba los oídos. Pero ya estaban a pocos metros de distancia, igualando la velocidad del tren.

La vagoneta se acercó al furgón de cola y el profesor pudo ver a Tesla en el interior a través de la ventana de la puerta. El furgón de cola tenía una pequeña plataforma en su extremo y una escalera que conducía a la azotea.

— ¡Ya casi! —gritó Stephen Carter—. Cuando nos acerquemos lo suficiente, vas a tener que extender la mano, agarrar la escalera y subir a la plataforma.

María miraba aterrorizada tratando de asimilar lo que él le decía, pero asintió con la cabeza.

— Espera… Espera… ¡Ahora! —exclamó Carter.

María estiró el cuello para ver la escalera detrás de ella y rápidamente extendió sus piernas, apoderándose de un peldaño. Saltó entonces el resto de su cuerpo de la vagoneta montándose en la escalera aferrandose a esta apretando los dientes y miró al profesor, era su turno.

Pero el pequeño vehículo empezó a reducir la velocidad y el tren comenzó a apartarse. Carter soltó la manija, corrió unos pasos hasta que se vio en el aire entre el coche y el furgón de cola. Estirándose lo más que pudo, agarró uno de los peldaños más bajos y sus pies comenzaron a arrastrarse en las traviesas de madera.

— ¡Profesor Carter! —gritó María estirando una de sus manos, agarrando la chaqueta de Stephen.

Tiró de él hacia arriba y por fin, luego de acomodarse en las escalas y subir, llegaron a la plataforma para recuperar el resuello.

— Vamos a dejar de saltar por hoy, ¿de acuerdo? —dijo él sin aliento.

— De acuerdo —respondió ella jadeando.

Ambos levantaron la vista hacia la ventana del vagón de cola. A través del cristal vieron a Nikola Tesla, sentado en uno de los sillones y que les devolvía la mirada confusa, como en un esfuerzo por ver quién estaba tras la puerta, al instante el viejo científico levantó las manos esposadas y saludó sonriendo inocentemente. Carter se acercó a la puerta y giró el pomo, pero estaba asegurada por dentro.

— ¡Atrás! —le gritó a través del cristal.

Tesla asintió y se alejó. De una patada, Carter abrió la puerta.

— ¡Oh, estoy tan alegre que usted compartiría lo mismo que yo, profesor Carter! —exclamó Tesla con una sonrisa—. Parece que nadie quiere usar mi máquina más que para causar caos por toda la estepa rusa, excepto una sola persona… ¿Puede creerlo?

— Silencio, señor Tesla, lo que menos queremos es que nos tomen por sorpresa cuando nosotros queremos tomarlos a ellos.

Nikola Tesla bajó el volumen de su risa y Carter se dio cuenta que el hombre que tenía delante era un poco más que «excéntrico» de lo que su ayudante le había hecho entender.

Puede ser un genio, pensó Stephen Carter, pero como todos los genios, también está afectado un poco de la cabeza.

— Debemos detener todo esto —comentó Carter, sacando las tenazas de su mochila y rompía los grilletes de las manos del viejo—, y necesito que me ayude cuando llegue el momento.

Tesla sonrió como un niño.

— ¡Por supuesto, profesor!

Stephen Carter comenzó a cargar las balas en la cámara de su revólver de la pequeña caja de municiones que llevaba en su mochila. Miró por la ventana en el otro extremo del vagón. Estaba la plataforma de carga con la máquina de Tesla. Uno de los discípulos de la secta estaba en pie al final de la máquina, pero no estaba seguro de si había otro guardia en la parte delantera de la máquina.

— Yo me encargaré de los matones. Esperemos que sólo haya uno en ese coche —dijo Carter—. Señor Tesla, llegue a los controles y desactive la máquina.

— ¿Y qué hay de mí? —preguntó María sintiéndose excluida. Pero el profesor le entregó su revólver.

— Asegúrate de que nadie nos detenga.

María tomó el revólver y lo miró.

— Pero nunca he disparado un arma en mi vida, profesor.

— Es solo apuntar y disparar —contestó Stephen y añadió—. Al menos procure no dispararnos al señor Tesla y a mí.

— Voy a hacer mi mejor esfuerzo.

Stephen Carter la miró un momento, se remangó las mangas de su chaqueta, y se volvió para abrir de una patada la otra puerta del furgón de cola. El sonido de la locomotora había ahogado el sonido de la puerta, y sin perder tiempo Carter corrió hasta medio camino sobre la primera superficie plana antes de que el staret se fijara en él.

Carter saltó por encima de la brecha en los coches y cayó sobre el ruso golpeándole primero en la mandíbula, el golpe le llevó a estrellarse de cabeza contra la máquina. Por un momento quedó en aturdido, pero no lo suficiente para dejarle fuera de combate. Consciente de esto, Carter, sin perder tiempo, sujetó al hombre y lo lanzó fuera del vagón.

Tesla miraba la escena con algo de incredulidad ante la teatralidad de Stephen.

— ¡Impresionante, profesor, muy impresionante… —y diciendo esto Tesla saltó de la superficie en la que estaba a la otra.

— Gracias —respondió Carter entregándole a Tesla las pinzas—. Tenemos diecisiete años de ventaja al loco de Rasputinski, por lo tanto esto no lo puede usar cualquier persona, y mucho menos él… ¡Desactívelo, señor Tesla!

En ese momento el tren desembocó de la cueva a un aire libre gélido y agreste. El camino seguía sobre una plataforma de madera que no cesaba de traquetear bajo ellos, la noche se iluminaba por una luna llena que bañaba con su plateada luminosidad toda la estepa siberiana. A lo lejos las montañas heladas eran cubiertas por espesas nubes oscuras.

María se acercó a ellos, y de pie en el borde de la otra superficie plana grito:

— ¡Cuidado!

Stephen se volvió justo a tiempo para ver a otro staret que venía hacia él desde el otro extremo de la máquina. El hombre levantó su revólver y disparó hacia el profesor, pero falló y golpeó la superficie de una de las bobinas de la que salieron chispas. Carter y Tesla se agacharon detrás del orbe posterior del artefacto y vieron como María levantó su revólver y disparó tres veces contra el otro hombre.

Ninguna de las balas tocó al seguidor de Rasputín, pero en su intento de evadir las balas, perdió el equilibrio en el borde del vagón plano, trastabilló y dejó caer su arma. Stephen vio esta vez la mano de la Fortuna a su favor y corrió directamente hacia su atacante.

Comenzaron a luchar, cada uno tratando de tirar al otro fuera del tren. María levantó su revólver y apuntó, pero Carter estaba bloqueando su línea de tiro. Ella saltó a la otra superficie plana y se arrodilló al lado de Tesla, que estaba inclinado sobre los controles de la máquina. Tesla mostró el cortador de pernos a María y esta lo miró con una expresión de confusión.

— ¿Qué diablos espera que haga con esto? —preguntó María, pero al instante entendió lo que tenía que hacer y lo arrojó del tren en movimiento.

Nikola Tesla, concentradísimo en su labor empezó a ajustar los diales del panel de control y María oyó un zumbido extraño que vino de alguna parte de adentro del artefacto. María miró a su alrededor ubicándose en la esquina de la máquina y vio como Stephen agarraba al matón y le daba un puñetazo en plena cara, enviándolo a volar lejos del tren. Sus ojos se agrandaron cuando por encima de Carter vio que su padre se alzaba en una expresión de ira infernal en sus ojos que miraban la escena sobre el coche de carbón.

— ¿Cómo te atreves? —gritó Rasputín.

Pero Carter no se ocupaba de Rasputín, porque su atención se centró en las corrientes eléctricas que ahora salían disparadas entre los nodos a su alrededor.

— Tesla, ¿pero qué está haciendo? —le gritó al científico.

— Solo haré una prueba a mi máquina —respondió con calma.

— ¿¡Prueba!? —exclamaron tanto Carter como María.

Esto es una locura, pensó Stephen Carter. Si salgo vivo de esto, realmente necesito asegurarme de que el cheque llegue a su destino. El profesor corrió a la parte posterior de la plataforma y miró a Tesla.

— ¡Dije desactivarlo, no activarlo! ¡Apáguelo, ahora!

Tesla se puso de pie y se encogió de hombros como un niño indiferente.

— Es demasiado tarde, me temo. La secuencia de disparo ha comenzado.

Miraron los arcos eléctricos en la parte superior del arma, puesto que se intensificaron. Los nodos comenzaron a lanzar unas chispas azuladas más potentes.

Carter y María se miraron en estado de shock. Miraron hacia atrás, a Rasputín, que todavía seguía de pie en el vagón del carbón. El místico ruso les estaba despotricando y gritando, pero no podían oír nada por encima del ruido de la locomotora y los chisporroteos de la máquina.

En una pronunciada curva frente al tren, las vías se desviaban del borde de la montaña para ir sobre un puente que cruzaba un río congelado. Carter tomó el revólver y disparó las últimas balas en el panel de control del dispositivo. Este escupió más chispas y un humo negro, pero la máquina no se apagaba.

— ¡Maldita sea! —gritó Stephen Carter enfundando la pistola y le frunció el ceño a Tesla.

— ¿Por qué lo ha hecho? —le preguntó María a Tesla horrorizada.

Tesla volvió a mirar a María y al profesor. Era obvio que estaba perplejo.

— Bueno, tenía que ser probado alguna vez y quiero saber si funciona —Tesla levantó la vista hacia el arma.

— Mierda —exclamó Carter sacando el rollo de cuerda. Corrió hacia María y la tomó en sus brazos—. Abrázame fuerte.

— No me gusta como dices eso —dijo María.

— Estoy de acuerdo… Esto probablemente no funcione, pero no hay otra alternativa —respondió Carter mirando el aparato que comenzaba a vibrar, y que obviamente se estaba preparando para disparar.

Stephen Carter agarró a Tesla por la parte trasera de su chaqueta, en el momento justo que saltaban del tren, sobre la barandilla del caballete.

María gritó y Tesla contemplaba su arma con los ojos muy abiertos. Moviendo fuertemente su brazo, Carter envió la soga volando por el aire y la punta se envolvió alrededor de un riel. Detrás de ellos, el arma disparó un destello cegador de la energía azul.

El haz disparó directamente al coche de carbón y lo atravesó hasta la locomotora. Ambos coches explotaron y Rasputín, tras un grito estentóreo desapareció en la explosión.

El fuego y la energía que se produjo rasgaron el riel justo por debajo y todo el tren comenzó a caer hacía el río congelado de abajo.

— Funcionó… —susurró Tesla, con los ojos abiertos.

— ¡Agárrense!

Carter, María y Tesla se bamboleaban en la cuerda y el impulso de la explosión empujó los tres cuerpos hacia arriba y sobre el carril del tren que quedaba en perfecto estado. Aterrizaron fuertemente sobre los álgidos rieles. Tesla se puso de pie bruscamente y cojeando unos cuantos pasos hasta donde se cortó abruptamente las vías por la explosión, miró hacia abajo.

— ¡Funcionó… funcionó! —repitió, como si estuviera en trance.

María estaba sin aliento, en un esfuerzo por el golpe en su espalda se sentó.

— Pensé que habías dicho que no habría más saltos hoy —dijo reprochando.

Carter se levantó, haciendo una mueca de contusiones recién formadas en todo su cuerpo. Ayudó a María a ponerse de pie.

— Pero estamos vivos, ¿no? —dijo entre jadeos Stephen Carter.

— Voy a decirle esto, profesor Carter: Usted no es del todo aburrido —María sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta, encendió uno y dio una larga calada—. Esta ha sido toda una aventura. ¿Y qué tiene planeado para mí ahora?

Stephen Carter se ajustó las gafas y sonrió.

— Café de flores. Y esta vez usted invita… cariño.

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