Desde hacía varios días que no tenía noticias de la Taita. Siempre la veía sentada en su mecedora junto a la ventana, tejiendo mantas o perdiendo la mirada en el lienzo del Pan de Azúcar que coronaba la chacra. Pero la Taita no decía nada. Hubiese jurado que no se movía en todo el día de su asiento, ni siquiera para ir a dormir, de no ser por el olor a agua Jane que despedía cada rincón de la casa. Me causaba gracia imaginarla trapeando hasta el techo apenas me ausentaba, pero no encontraba otra explicación. La Taita no tenía vecinos cercanos y yo era su única conexión con el resto de la humanidad. Al menos hasta el lunes pasado.

Aquel día había sido de lo más normal. La Taita me oteaba a través de la ventana mientras yo desmalezaba y deschuponaba las plantas de tomate. El resto del trabajo lo dejaba a mi suerte, pero tenía una obsesión notable con los tomates. Se puso contenta cuando volví al mediodía con una abundante cosecha de boniatos. Tanto así que fue ella misma a poner la caldera para el mate, mientras tarareaba un tango triste sin perder la sonrisa.

Para la tardecita ya estaba más calmada y retraída. Había vuelto a sentarse en la mecedora junto a la ventana, pero la niebla no permitía admirar los cerros. Todo lo que alcancé a ver desde mi lugar fue el invernáculo destartalado y alguna gallineta atrevida buscando frutos para picotear. Amagué a salir a espantarla pero, con un movimiento de su mano, la Taita me indicó que no hiciera nada al respecto. Al cabo de un rato, comenzó a contar como para sí misma una concatenación de recuerdos inconexos, algunos de su juventud, otros más recientes, otros que aparentaban ser meras fantasías.

Recordó a los chiquilines corriendo pollos por toda la chacra, aquel temporal que los dejó sin calabazas durante un año entero, y una vez que se apareció un gringo corto de español solicitando refugio porque una banda de masones lo venía persiguiendo desde hacía horas por la rambla queriéndole sacar información (o eso es lo que entendió). Recordó también que alguna vez la casona había estado tan llena de gente que parecía un hotel, pero desde que a los gurises se les había dado por crecer no quedó rastro de compañía. Uno se había instalado en un apartamento tan pequeño en la ciudad, que a la Taita le daba claustrofobia visitar. El otro se había pirado al otro lado de la frontera (“ahí por donde el diablo perdió el poncho”, decía siempre que lo recordaba). Entonces fue cuando comenzó a tejer su historia.

A esa altura yo ya estaba pronta para despedirme, porque no estaba segura de que la Taita deseara ni fuese consciente de mi presencia, además de que la mayoría de las anécdotas que contaba ya me las sabía de memoria, culpa de la cantidad de veces que las había oído en las últimas noches de la nostalgia que pasamos juntas. Pero no tenía registro de haber escuchado nunca la historia de su tejido o, más bien, del tejido de su historia.

Era también una tarde neblinosa cuando la Taita se dio cuenta de que se encontraba sola. Había pasado toda la mañana en el pórtico esperando que apareciera Guayabo, el gato atigrado que siempre le enredaba las lanas. Pero la garúa cesó y Guayabo nunca apareció. Entonces fue en busca de todos sus ovillos, se sentó en la mecedora y comenzó a tejer. Quería tejer la bufanda más colorida y más larga, donde aparecieran todas las personas que habían pasado por la chacra, todas sus historias, todos sus recuerdos. Pasó días y semanas en ese estado, relatando a través del tejido. Pero para cuando la bufanda había alcanzado ya varios metros de longitud, sus recuerdos comenzaron a transformarse en deseos, por lo que siguió tejiendo un testimonio que jamás sucedió.

Una noche soñó que su hijo más pequeño regresaba a la casona con Guayabo en brazos. Su hijo no tendría más de doce años, pero el gato ya estaba viejo y abombado. Por alguna razón comenzaron a correr por entre los canteros y luego más allá, serpenteando los frutales. Al principio parecía un juego, pero la Taita no tardó en desesperarse. Cada vez se le hacía más difícil perseguir al niño, sentía que lo perdería en cualquier momento. Finalmente, se desvaneció. Lo llamó a los gritos, rogándole que volviera. Él le respondía: “Estoy acá, en la chacra”, pero la Taita no escuchaba más que el eco de su voz. Cuando regresó a la casona, Guayabo aguardaba en el pórtico. Se quedaron ahí esperando que volviera el botija, pero ambos sabían que no regresaría. Su hijo había desaparecido dentro de los confines de su propio hogar. Al día siguiente decidió deshacerse de la bufanda.

La Taita no volvió a emitir palabra ni volvió a supervisar mi labor en la huerta. No volví a verla fuera de su mecedora, ya sea tejiendo mantas blancas, ya sea admirando el paisaje. Por eso me sorprendí cuando esta mañana no la encontré junto a la ventana. No estaba en la sala, ni en la cocina, ni en la huerta. Tampoco estaba en su habitación. Pensé que lo más probable era que le hubiese llegado su momento de partir, pero tampoco encontré su cuerpo por ninguna parte. Sin embargo, el olor a agua Jane seguía reinando por encima de todo.

Entonces noté que la puerta del fondo estaba entreabierta, algo que a lo lejos parecía una prenda de vestir o una sábana tirada, impedía que se cierre completamente la puerta. Al acercarme descubrí que se trataba de una bufanda blanca muy larga, tan larga que era imposible definir de un simple vistazo dónde comenzaba y dónde terminaba. Parecía provenir del ala oeste de la casona, y luego se perdía de vista hacia el exterior, a través de la galería trasera en dirección al lavadero. Era un camino largo hasta el lavadero, la Taita tenía ese sector abandonado desde que su hijo mayor le regaló un lavarropas automático. Pero no tuve más remedio que seguir el trayecto que marcaba la bufanda.

La Taita no se encontraba en el lavadero, ni tampoco se encontró en ningún lugar nunca más. Todo lo que había allí eran metros y metros de bufanda destiñéndose en un piletón lleno de agua y lavandina.

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