La pieza faltante

La pieza faltante

Chat Rouge

10/09/2019

    La observó con las pupilas dilatadas, el corazón en la garganta y una gota gorda de sudor frío resbalando por su cien. Bajo un cielo preñado de nubes grisáceas se sacudía la bestia, vomitada desde las entrañas del averno; gruñía famélica y sollozante. James, incapaz de mover ni un sólo músculo, se mantuvo agazapado contra las baldosas del pavimento, su respiración confundiéndose con el repicar monocorde de la lluvia, y el miedo mordisqueándole el tuétano de los huesos. Su examante se había convertido en un monstruo.

    La última tarde que compartirían como amantes en el puerto de los amores eternos, habíase transformado en la representación viva de sus pesadillas, cuando decidió romper el juramento de amarla hasta los últimos días. Abrazó a la muchacha con la dulzura hipócrita del adiós; los dedos recorriendo en superficiales caricias los largos cabellos cobrizos, susurrándole al oído la recopilación de las promesas que jamás cumplió y confesándole al borde del llanto haber compartido otros lechos en su ausencia.

    “Perdóname, he dejado de amarte…”

    El cuerpo trémulo que sostenía resbaló entre sus brazos y cayó de rodillas frente a él. Vería el atisbo de un rostro retorcido por el dolor, recortado tras una melena rebelde, agitada por las ráfagas del viento; y quedaría grabado en su memoria el grito inhumano que emergió de ella, abandonándose a un sufrimiento tan profundo que no podría comprender. Después, se desataría el horror.

    Larguísimos brazos de reptil se sacudían en lo alto como víboras hambrientas, y caían a sus costados en zarpazos sibilantes, levantando polvo. Más, más y más cerca, rozándole la piel, lamiendo sus miedos; pero sin llegar a lastimarle físicamente. La espera era veneno, tiritaba helado del terror, ahogando un sollozo y con los dientes castañeándole. Iba a morir, la certeza de ese pensamiento desmenuzaba su cordura.

    El animal, derrama gruesas lágrimas entre lamentos similares a gorgojeos y, repta despacio hacía su presa. Cuatro patas esqueléticas y discordantes con el cuerpo macilento, se arrastran perezosas bajo la panza ovalada, los ojos ámbar van aguzándose en una cara compungida, las aletas de la nariz se expanden en cada inhalación, a la par que los belfos se alzan exhibiendo una hilera de dientes filosos acompañados de jadeos vaporosos.

    El terror se cernió sobre él, igual a una mano siniestra estrangulándole a medida que el sonido de sus latidos taladraba sus sienes. Su única salvación fue la dulzura de la inconsciencia.

“Perdóname, no puedo evitar odiarte”, susurró la bestia, saciando su hambre con la carne de la presa indefensa.

    Despertó una semana después, a salvo bajo el calor crepitante del hogar, en una cabaña edificada sobre la espalda de un gigantesco elefante de arena, que cruzaba de Sur a Norte las tierras áridas del olvido. La bestia había desaparecido, dejando atrás un cuerpo cercenado y repulsivo.

    Habría preferido morir allí mismo, entre las fauces de su verdugo, pero éste lo aborrecía a tal punto que le impuso el peor castigo: dejarle con vida y lleno de rencor. En su pecho, dónde debía ir el corazón, un enorme agujero servía de nido para un cuervo negrísimo que se alimentaba de su carne. Después descubriría que crecía a medida que su odio lo hacía.

    No podía comprender por qué su examante se había transformado en ese ser tan detestable, y quizá, en el fondo de su inconsciente, no quería hacerlo. Era más fácil culparle de todas sus miserias, así hallaba una paz superficial que aminorase su ansiedad. Se convenció de que únicamente conseguiría paz si le daba caza, y exhibía su cabeza como trofeo.

    Llamas azules bailotean sobre troncos agolpados desordenadamente en el interior de la chimenea. Tintes dorados y magentas se desparraman en las paredes grises y mustias, proyectando sobre el suelo de madera ondulantes sombras de muebles. Un extraño aroma a base de fragancias dulces de incienso, polvo y moho; flota en el ambiente, daba una extraña sensación cálida, que apagó una milésima la desolación de su propia alma.

    Largas cortinas árabes cuelgan en la entrada de la habitación -reemplazando una inexistente puerta-, y son suavemente removidas por la silueta curvilínea de una mujer morena que ingresa a paso lento a visitarlo. Es una preciosidad, a pesar de sus simplezas. Carece de rasgos destacables, pero hay un fuego distinto, desesperado y oscuro ardiendo en sus pupilas, y una pena que le impide sonreír con soltura. Su enigmática salvadora emanaba un halo intrigante.

    “Me llamo Ágata”, se presenta en voz baja.

    Una selva de rizos negros se agita al compás del contoneo coqueto de hombros y caderas al andar, arrebatándole el aliento. Ojazos cafés de bestia insomne lo miden en silencio, y el gesto en un inicio inseguro, va relajándose.

    Toma asiento a la orilla izquierda de la cama, y le acaricia con su mano fría los hematomas del rostro, centrándose en los pómulos afilados; después sus dedos se deslizan trazando una línea invisible sobre su silueta hacía los muñones vendados en los antebrazos. Allí titubea, si continuar o no; finalmente es su boca la que deja caer besos piadosos sobre la tela ensangrentada.

    Un escalofrío que rápidamente se convierte en náusea atenaza su estómago, incapaz de procesar lo que ve sin erizársele los vellos de la nuca. La vergüenza y el horror son un nudo en la garganta que va constriñéndole implacable. Deseó huir, pero solo ejecuta su único movimiento, arrebujarse entre las turquesas sábanas indias que lo cobijan.

    Cada beso de Ágata lo hacen sentirse más incompleto, y por dentro quiere gritar “Basta” hasta desgarrarse, pero no puede rechazar sus muestras afectivas. Le resulta inconcebible pronunciar la palabra “no”, que ha abandonado su limitado vocabulario de isleño. Sólo anhela sentirse otra vez una persona normal, alguien completo que no sea visto como una muñeca rota.

    Hay tantos sentimientos atrapados, que se sacuden incómodos en la pequeña cárcel de su interior, hasta desatarse al fin, en una explosión de llanto incontrolable. Llora como un niño pequeño, como nunca se lo permitió durante largos años. Llora por todas las veces que se tragó sus lágrimas y su pena.

    Ágata no indaga. En silencio lo sostiene, le acurruca en su pecho amoroso y, se queda ahí noches enteras consolándolo hasta el despuntar del alba, oyendo la misma historia sobre una bestia injusta, que relata entre hipidos.

    Los meses siguientes transcurren perezosos, y el mismo lamento se derrama de los labios de James caída la noche: siempre es la bestia, sólo la bestia… La bestia que le carcome la vida y le imposibilita ver más allá de su propio dolor. Es esa misma fragilidad que la hace sentirse en la necesidad de protegerlo, y saberse importante para alguien. Sacia su necesidad desesperada por amor.

    Y no importa si no tiene la suficiente fuerza para reconstruirse a sí misma, está jugando a ensamblar las piezas de alguien más con el pegamento de sus besos.

    Ese hombre amó a la bestia. Y la bestia una vez también lo amó.

    Ella es una intrusa en la historia, pero está dispuesta a escribir su nombre en tinta insoluble sobre las páginas.

    James no retornó a casa. El día que sus heridas sanaron y el deseo de volver clamó en su pecho, se encontró perdido en las profundidades de un desierto vasto que se le antojó infinito. Los preciosos bosques, el puerto y el mar bravío, transmutaron en recuerdos nebulosos y pronto olvidó el deseo de recorrer los parajes visitados durante su infancia. En su lugar encontró la calma de la calidez del hogar, entretejiendo retorcidos sueños de venganza, extasiado con la satisfacción que arrullaba su alma.

    Se quedó junto a la dulce mujer que le confeccionó un par de brazos y piernas de madera casi idénticos a sus miembros faltantes. Es capaz de desplazarse por los espacios seguros de su nuevo hogar. Lo único inquietante en su nido, el agujero ha ido creciendo a medida que odia a la bestia. El ave empolló cinco huevos y ahora alimenta unos polluelos que picotean su carne cada vez que tienen hambre. Ágata buscó aliviar su malestar construyéndole una magnífica pajarera en el pecho, cobija a los retoños con paja y los alimenta con migajas de pan dulce.

    La vida se pinta como una tragicomedia. Hay cosas buenas que le dan momentáneo sentido a su existencia como su boda simbólica con Ágata en el destartalado tejado de la cabaña. Ambos sin saber qué decir después de recitar sus votos, el tenue rubor cubriéndoles las mejillas mientras la mano de ella se enroscaba en la de madera para sellar sus promesas de amor. Después retorna a su pesimismo habitual, invocando entre divagaciones el nombre del monstruo y la desazón le corcovea en la espina dorsal.

    El pasado es un manto oscuro sobre el presente. James ha perdido no sólo el camino a casa, sino una parte esencial de sí mismo, y abraza un odio desmedido que sólo alimenta más rencores que acentúan la herida en su pecho abierto. Extravió sus sueños, se sumió en el dolor que roza la locura y se quedó en espera de una supuesta justicia divina que jamás llegó a consolarle. La bestia no recibió el castigo que su alma anhelaba, y rabió ante la vida injusta, blasfemó contra Dios y la falsa ley karmática.

    Ágata lo observa desde el umbral de la habitación, su figura oculta detrás de las coloridas sedas árabes que cuelgan en lo alto. Se ha convertido en otra esfinge más en casa, un objeto decorativo, una espectadora silenciosa cuya presencia pasa desapercibida salvo que se necesite su apoyo para calmar la naturaleza complicada de su esposo. Y desde allí, con la voz estrangulada en su garganta, contempla con horror a James recostado sobre la cama, el rostro empapado en lágrimas, labios trémulos y mirada perdida. Los cuervos graznan inquietos, revolotean dentro del nido. Han crecido al punto que sus cuerpos robustos no quepan en la pajarera.

    La mañana es fresca y ligeramente soleada. Despierta con los primeros rayos colándose entre las cortinas bermellón que Ágata insistió colocar la noche anterior. Se despereza con un gran bostezo, estirando lo que le resta de extremidades, rehuyéndose al sopor. Su día monótono iniciaría con el ronco cacareo del gallo que despierta cinco minutos después que él lo haya hecho, y sería la alarma de su esposa para entrar a la habitación y ayudarle a ensamblarse las duras prótesis que duelen sobre sus muñones por el sobreuso, pero el protocolo se ve interrumpido por un estallido de dolor semejable a un latigazo en la pierna. El grito le rasguña la garganta, el terror comprime su pecho, sensación que se acentúa al detectar el aroma metálico de la sangre flotando en el ambiente y vislumbrar las manchas oscuras que salpican las sábanas blancas.

    Temeroso por naturaleza, ejecuta los pocos movimientos coordinados que su condición le permite, apartando las mantas ensangrentadas. Bajo sus rizadas pestañas, sus ojos amenazan con salir disparados de sus cuencas cuando un asombro terrorífico lo sobrecoge y, no sabe cómo volver en sí: una pierna que no reconoce como suya está cosida dolorosamente a su carne. El deseo de arrancársela ruge dentro de sí con una necesidad feroz, pero al primer intento el miembro responde con tanta naturalidad a sus movimientos, que queda devastado, sin poder explicárselo, y finalmente cede al capricho de conservarla.

    El gallo con más de cinco minutos de retraso, cacarea desde lo más alto del tejado, agitando sus alas e inflando el pecho, imponente en su trono. Ágata renquea, asomándose entre las sedas indias poco después, siguiendo la costumbre que ha regido sus días desde que James llegó a su vida. Lo contempla con una sonrisa enternecida que suaviza el rictus de dolor dibujado en su rostro. Él luce más sereno, a pesar que otra vez se ha vuelto a perder en sus divagaciones, mirando estático a la nada, pero ahora las lágrimas no le mojan las mejillas, los labios han dejado de mantenerse duramente apretados o temblorosos, y son capaces de curvarse. Los ojitos tristes por primera vez en todo el tiempo que ha estado a su lado, brillan con una luz deslumbrante. Todo ha valido la pena. No importa estar condenada a usar los faldones largos que odió desde niña o el sufrimiento que es utilizar la prótesis de madera sobre su muñón fresco. El arrepentimiento no escuese en su ser porque halló en la felicidad de su esposo la suya.

    Esa misma tarde, un cuervo abandonó el nido por primera vez, alzó vuelo y rasguñando las cortinas, escapó por la ventana.

    Al pasar los días, el pesimismo borró los colores de la primavera, y James volvió a lamentarse en su habitación, encerrado con sus propios delirios de venganza. Consumido por la necesidad de alcanzar esa justicia divina contra la bestia, maceró su rencor hasta conseguir la mezcla perfecta de odio y miedo de sí mismo. En consecuencia, los cuervos empollaron nuevos huevos y comieron tanto de él, que Ágata se vio obligada a agrandar la pajarera que le abarcó todo el pecho.

    Fuertes graznidos le arrebataron las pocas horas de sueño las noches siguientes; lo volvieron más irritable e irracional. Comenzó a desarrollar cierto rechazo hacia su esposa, la que otrora vio preciosa, pero en la actualidad sólo podía percibirla como una flor marchita, aburrida y sosa. Los ojos hechiceros se convirtieron en dos pozos de melancolía, la boca abandonó la sonrisa suave y torció sus contornos en un gesto adusto. Los vaporosos vestidos de colores se convirtieron en túnicas negras, que ocultaban las curvas pronunciadas de su talle. Ella se había transformado en una vieja triste que sólo inspiraba lástima.

    Los polluelos recién salidos del cascarón crecían cada vez más horrendos, su aspecto deforme y ojos acerados asustaron a Ágata, que apenas podía aproximarles migajas de pan sin gemir del horror al verlos abrir sus picos dentados. Y a pesar de temblarle las manos, continuó alimentándolos hasta que uno de ellos trató de arrancarle un dedo, dejándole una horrenda cicatriz negruzca que jamás perdió su color. Aterrada, no volvió a su labor; en su lugar se envalentonó en un arrebato de cólera y decidió dejarlos morir de hambre.

    Ingrata fue su sorpresa al verlos sobrevivir al largo ayuno de dos meses. Eran seres esqueléticos y famélicos, rasguñaban las paredes de madera del nido en busca de carne fresca, y en su desesperación se arrancan trozos los unos a otros para llenar sus buches secos. Sus terribles graznidos se convirtieron en el grito de guerra que jamás abandonó el pecho de James, llevando a la pareja al límite de su paciencia. Intentaron matarlos con veneno o quebrando sus cuellos, pero ellos no perecieron, sólo se hacían más espantosos e irritantes.

    Ágata comprendió que sólo había una forma para deshacerse de ellos, y eso requería un sacrificio muchísimo mayor.

    Las cortinas fueron cambiadas por unas oscurísimas color vino, cuyos arabescos bordados en hilo dorado cautivaban tanto a James. Su esposa insistió en remodelar la cabaña, crear un ambiente distinto, y él había accedido sin dejarle muchas vueltas al asunto, sin esperar ningún resultado beneficioso con esa idea, pero notó con complacencia que éstos lo hacían sentirse con una renovada energía. Sus aves habían dejado de impacientarse esa misma tarde, y Ágata pudo alimentarlas hasta que cayeron en un profundo sueño. Pasarían el resto de horas celebrando con licores espumeantes desparramándose de sus copas de cristal, recordando viejas anécdotas, acompañados por el arullo del elefante, y al caer la noche, James cayó dormido entre los brazos de Ágata.

    El aroma de café recién hecho lo despierta a las seis de la mañana, recordándole la pequeña celebración del día anterior con un estallido de dolor en su frente que lo tiene retorciéndose en la cama. A la jaqueca se le unieron insoportables náuseas, y cree que el mundo ha decidido girar sin parar con el único propósito de arruinarle el día. Gruñó, tratando de alcanzar sus prótesis, pero sus torpes movimientos lo hicieron rodarse del colchón y caer de bruces al suelo.

    Un nuevo gruñido se ve opacado por el cacareo del gallo, y la voz de trueno que creyó tener parece convertirse en maullido, incapaz de retener sus sollozos. Se siente miserable, incómodo en su propia piel, limitado por un cuerpo grotesco que le es imposible abandonar. Despacio va arrastrándose hacia su pierna de madera que por el impacto de la caída resbaló cerca a su alcance. Bota un suspiro y al estirar el muñón para apropiarse de la prótesis, queda paralizado entre el asombro y el terror, de que un brazo emerja de su herida. Está tan firmemente unido a él como la pierna que le obsequiaron la primera vez.

    Las lágrimas acuden a sus ojos inyectados de sangre, y se permite por esa sola ocasión llorar por el milagro que le inunda de felicidad. Exclama lleno de júbilo los más bellos poemas, dándose vuelta para mirar al techo donde los santos pintados de Ágata lo observan ciegos y sonrientes. Su dicha remueve el nido, los maderos crujen y tres cuervos jóvenes alzan vuelo. Revolotean en la habitación, despidiéndose de su antiguo anfitrión y parten por la ventana a la búsqueda de otro incauto.

    Ágata los ve partir desde el umbral, con una mano fuertemente aferrada al filo de la pared para sostenerse y no desfallecer ahí mismo. Apenas puede esbozar una sonrisa, oculta tras las cortinas, retomando su rol como ser invisible dentro de su propio hogar. Le ha obsequiado su propio brazo izquierdo, y aunque el dolor la tenga a poco del desmayo, se siente dichosa de poder estar en las mismas condiciones que su amado. Tiene la certeza que ahora James podrá verla y valorará sus sacrificios amándola sin reservas, tal como lo prometió el día de su boda. Ni siquiera se imagina que su infantil esperanza será desquebrajada.

    Al cabo de tres meses comprendió que sus esfuerzos no eran suficientes, nunca lo serían. James le resulta un rompecabezas confuso, y Ágata no sabe cómo encajar sus piezas sin salir perjudicada en el proceso. Cada vez que siente haber resuelto el enigma, el tiempo le demuestra que está más lejos de lo pensado y siente un terrible miedo a ser devorada por la desesperación. Le aterra saberse indefensa, demasiado frágil para soportar la avalancha de sentimientos encontrados que nacen en su pecho cuando su esposo deja de verla como mujer y pasa ser un adorno de salón. Extraña la dulzura de los primeros días, y por más que se aferra a ese recuerdo, el hombre que yace a su lado no parece ser el mismo.

    El otoño se asienta con nuevas amarguras para los esposos, entre ambos se ha abierto un abismo que no saben cómo llenar. Ágata dejó su papel de simple espectadora y encaró a James con una lista de quejas, ha revuelto y rebuscado en sus pecados más íntimos para culparle por cada una de sus desgracias, dejándole sin opción de explicarse. La comunicación parece quebrarse conforme pasan los días, y sin importar cuantos intentos haga James por mantener una conversación calmada, la sola mención de la bestia desata una furia tan atroz que lo hace callar sus penas y no volverse a apoyar en ella. Así comenzó a echar de menos a su mejor amiga y confidente.

    Ágata va marchitándose, se consume en su propio fuego hasta convertirse en una vieja triste y apagada que apenas puede mantenerse en pie; en cambio James rejuvenece con los días, ha mutado la piel amarillenta por una sonrosada que irradia todo el primor de su juventud. Recobró el espíritu vigoroso y rebelde, guiado por un chispazo de esperanza que ensalza su ser indomable. Del mismo modo, aprendió a lidiar con sus voraces cuervos, alimentándolos a migajas hasta volverlos mansos a punta de caricias y atenciones. Así los amó sin pedirles nada a cambio, tan puramente que cuando emprendieron vuelo una tarde, la sensación de pérdida le arrancó algunas lágrimas. Le quedaría un único cuervo que crió con especial cuidado, por ser tan pequeño y sin plumaje. Lo nombró bajo el nombre de “Esperanza”.

    La última semana de otoño, el viento helado sopla furioso contra la cabaña y el gran elefante ralentiza sus gigantescos pasos, aproximándose a su destino. El viaje se acerca a su final.

    El día que separaron sus caminos, James despertó con la potente voz del gallo. El más espantoso cacareo desde que se mudó, y ni eso le sorprende tanto como el hecho de que el ave abriera los ojos antes que él. El insólito suceso le provoca un escalofrío que recorre su columna vertebral y se pronuncia al descubrir unas nuevas cortinas de color negro, avisándole la llegada de un nuevo obsequio. Se le escapa un gemidito lastimero, apartando las sábanas frías de un zarpazo. Lo que más temía se exhibe frente a sus ojos azorados. Son las extremidades faltantes cocidas a su cuerpo. Está al fin completo, sin embargo, una sensación incómoda corcovea en su interior, la advertencia de peligro lo mantiene todo el tiempo alerta.

    Despacio se incorpora en sus nuevas piernas y retira las cortinas de la ventana. Una densa niebla parecida a azúcar glaseada engulle el mundo. No ve más que sombras confusas perdiéndose entre blanco paisaje, como almas desdichadas vagando sin rumbo fijo. James tirita, creyendo oír a lo lejos el rugir del mar llamándolo y, descarta la posibilidad ni bien concibe la idea, asociándolo a su deseo febril de regresar a casa.

    Había cosas más importantes en qué pensar o hacer, como encontrarse con Ágata, por lo que no demoró y bajó corriendo las escaleras rumbo a la cocina donde estaría preparándole el desayuno. Esa mañana su urgencia por hablarle rozaba lo irracional, un mal presentimiento le dolía y sabía bien que no podría tranquilizarse hasta confesarle sobre los milagros que sanaron su cuerpo, casi esperando que eso solucionara esa lejanía entre ambos. Esperaba ver el asombro en ese rostro envejecido, y que con los ojos vivarachos riera liberándose de preocupaciones, recobrando su energía. Aún adoraba el sonido ligeramente ronco de su risa que siempre lograba estremecerle, y ahora cuanta falta le hacía.

    Entró agitado, mirando en todas las direcciones sin éxito en su búsqueda. La estufa permanecía apagada y las ventanas cerradas, su esposa no había estado ahí desde la noche anterior.

“Es él. Él la destruyó” canturreó una vocecilla desconocida.

    James gira sobre sus talones, volviéndose hacia dónde provino la voz. La habitación continúa vacía, sobrecogiéndole una incomodidad que amenaza con convertirse en náusea y seguidamente en vómito, al no hallar una explicación a lo que terminó considerando un invento de su imaginación a causa del estrés.

“Ella lo amaba tanto que no le importó darle todo” respondió otra.

    Vuelve a girarse, esta vez más rápido, pero el resultado no varía. Está solo, en medio de dos voces femeninas que parecen atravesar las paredes o emerger de ellas.

“¡Él sabía que le hacía daño, pero no hacía nada al respecto!” exclamó la primera voz, con cierta irritación.

“Cuando ella trataba de recomponerse, él sólo la hundía apropósito”

“Él es una mala persona, no puedo perdonarle”

“¡Debería simplemente marcharse si es que dice quererla al menos un poco! Estando aquí sólo logrará que ella vaya destruyéndose más.”

    Las paredes charlaban entre ellas, indignadas.

“¡Cállense! ¿¡Ustedes qué saben!? Yo…” las palabras se le atoran en la garganta, lágrimas le marcan senderos sinuosos sobre las mejillas y entre hipidos termina de decir su única verdad “Yo no quería lastimarla”

“Sabemos más de lo que deberíamos, afortunadamente. La hemos visto derrumbarse por ti una y otra vez, pero tú jamás hiciste nada por ella aun sabiendo que la herías. ¿Qué clase de amor es el tuyo? Te odiamos” espetaron al unísono.

    El cuervo que aún habitaba en su pecho despertó con un graznido de su sueño, para picarle la herida con su larguísimo pico dentado, trozándole la carne, bebiendo la sangre tibia que escurría para él. James no supo cómo sentirse, un malestar de pronto le aquejaba violentamente, en su mente todo era confuso, quería asimilar la información y a su vez justificarse con las paredes de una habitación que jamás visitó con anterioridad. No quería ser un villano. El único villano era la bestia, sólo ella. ¿Entonces por qué le echaban la culpa?

    Impaciente por hallar una respuesta partió de la cocina a verificar todas las demás habitaciones en busca de Ágata. La llamó a gritos desesperados, rebuscando por toda la cabaña sin descanso. Revolvió todos cojines, vació cada cajón de los muebles y subió al tejado a visitar al gallo. No la encontró. Su esposa había desaparecido, dejándole como único consuelo unas extremidades que se mezclaron con su propia carne y no podía arrancárselas por mucho rasguñara los hilos que unían sus partes. Lo comprendió entonces, entre un mar de confusión y arrepentimientos: no había otra posible persona capaz de darle las herramientas necesarias para salir de su hoyo depresivo.

    Volvió apabullado tras sus pasos, sin saber qué hacer a partir de ese momento, contemplando la idea de lanzarse desde lo alto de la cabaña. Correría el riesgo de morir aplastado bajo las gigantescas pezuñas del elefante, aún así le sabía mejor que quedarse en aquel lugar que lo despreciaba.

    “¿Para qué me buscabas?” la voz irritada de Ágata lo detuvo a pocos pasos de la salida. Paralizado, su mano se aprieta contra el picaporte, infundiéndose valor para voltear a verla.

    Su esposa lo espera recostada sobre el sillón azul marino que ambos decoraron con estrellas doradas al primer mes de relación. Es la sombra de la mujer que conoció, la calidez se extinguió en ese cuerpo monstruosamente grotesco, lleno de cortes y muñones sangrantes que se ensamblan a las mismas prótesis que una vez usó. Luce como una muñeca rota, apenas cubierta por una sábana blanca que se desliza por los huesudos hombros y deja a la vista un par de pechos secos. Su imagen inspira piedad y, contrasta con unos ojos acerados, suspicaces y amenazadores.

    “Yo quería explicar…” la frase quedó suspendida en el ambiente cuando Ágata decidió arremeter contra él con todo el odio que abrigó cada mes a su lado.

    “¿¡Explicarme qué!? Sólo me utilizaste porque no querías estar solo. ¡Jamás pudiste valorarme! Y encima crees que tienes el derecho para lastimar a quienes quiero. ¡Eso no te lo permitiré! ¡Te odio! ¡Ojalá jamás te hubiese conocido”

    Dentro de su pecho el ave se retuerce. Las ganas de llorar le trepan constriñéndole la garganta, los labios tiemblan inutilizados y queda destrozado desde lo más profundo. Antes que pudiese batallar en soltar algún vocablo, un terrible graznido interrumpe la conversación. No es su cuervo.

    Los dedos madera apartan la tela delgada, mostrando su cuerpo desnudo sin pudor. En medio de sus pechos se abre un agujero del que asoma un cuervo negrísimo. El ave anidó en su carne antes que llegase el invierno, alimentándose del odio que la corroe y ha ido envejeciéndola hasta robarle toda su juventud. Un odio que maceró cuidadosamente entre silencios y lágrimas, a causa de buenas y cuantiosas razones que a lo han convertido en el enemigo.

    “¡Te odio!” gritó otra vez.

    James retrocede, pasos ciegos en reversa, tratando en lo mayor posible no tropezar en su camino a la puerta, sólo cuando la atraviese será la salvación para los dos. Esa decisión lo alienta a continuar, pero no cuenta con haberse desviado del trayecto por quedarse hipnotizado en la imagen del nido, siendo sorprendido por el repentino choque con el sofá que apenas pudo sortear. Trastabilla, girándose hacia el mueble, encontrando la nefasta imagen de su reflejo proyectado en el espejo que cuelga al lado izquierdo de la salida.

    Una corriente helada subió en espiral a través de su anatomía, se le revolvió el estómago y palideció. La bestia lo observaba a través del cristal, imitando sus movimientos, desde el temblor hasta el infructífero intento de arrancarse la piel; le hizo beber el néctar de sus amarguras.

    Él se había convertido en el monstruo.

    No prolongó su partida, sus explicaciones eran demasiado egoístas, y nunca tomadas en cuenta. Firmó su adiós con una última sonrisa antes de atravesar el pórtico, perdiéndose en la niebla que lo engulló de un solo bocado. Resbaló después por un costado del inmenso elefante que elevando la trompa despidió al huésped con una serenata de fuertes barritos.

    Deambularía por días, perdido en la espesa bruma, siguiendo el sonido del mar que a medida avanzaba se volvía más nítido. El camino le supo infinito y aterrador. Pululaban siluetas de otros monstruos confundiéndose entre las sombras de árboles secos; seres sollozantes que no dejaban de buscar redención. No supo en qué parte de su cansado viaje, la blancura comenzó a disiparse y, dejándose ver a lo lejos un farol encendido, acompañado del rugir de las olas.

    Había llegado al puerto de los amores eternos, sitio donde se encontró por primera vez con la bestia. Le esperaba apoyada en el mirador, su examante. Madeleine, convertida nuevamente en una mujer ordinaria, se volvió hacía él bajo las luces magentas y doradas que se desparramaban por los vuelos y encajes de su vestido. La expresión de completo asombro dejó ver una sonrisita tímida, tan sincera que James quiso huir ante el recuerdo de todo lo malo que le hizo, a quién se convirtió una vez en monstruo igual que él.

    “Te he estado buscando, sé que también anhelabas encontrarme, aunque nuestras razones sean distintas.” se detuvo, analizando sus palabras antes de proseguir “Perseguí cada elefante hasta rendirme y regresé aquí, donde sabía volverías algún día.”

    James dio media vuelta, su intención de marcharse se vio interrumpida, dejándole con el aire contenido al sentir la presencia cálida de Madeleine en su espalda, envolviéndolo dentro de un abrazo lo suficiente fuerte y reconfortante que abriese las cadenas de su dolor. Lágrimas humanas asaltaron los ojos ambarinos, estremecido por las sensaciones que embargaban su pecho hueco. Tantos días ahogado en el insano deseo por rebanar la cabeza del monstruo, que no podía hacerse de la idea que fuese precisamente la bestia que curase su herida más profunda.

    Su herida sangró y Esperanza, el cuervo, alzó vuelo. Se despidió con un potente graznido, elevándose hacia ese cielo gris que tanta repugnancia le causó en sus días de caminante. La pérdida le arrancaría unos nuevos sollozos, se sorbería los mocos y no le quedaría más que reponerse. La vida es dulce con momentos amargos, y a veces debes soltar aquello que amas, pero te hace daño, sólo así se sanan hasta las heridas más terribles. James lo había comprendido al fin, cuando sintió los primeros latidos de un corazón que creyó extinto.

    “Te he buscado durante meses. Fueron largos días en los que no podía dejar de aborrecerte, hasta que comprendí también haber errado en mi proceder. Sólo aceptando mis propios errores y perdonándome, pude volver a ser humana, y los cuervos que anidé abandonaron mi pecho. Y debía disculparme contigo una vez más, así sanar esa herida que permanece aún abierta. Perdóname por todo el mal que te causé”.

    Un corazón que abrigó tantos rencores hasta encogerse y secarse, expulsó todo el veneno macerado. Los sueños de venganza convertidos en una sustancia violeta, escurrieron del nido abandonado, y el monstruo pudo volver a ser hombre, entre gimoteos y lamentos de niño. Entre reencuentros y despedidas. En la amargura y la dulzura. Recuperó la pieza que le faltaba, su verdadero yo.

    “Estás perdonada”.

    James retornó a casa después que Madeleine trepase al lomo de un elefante de arena, acompañada del hombre que se convertiría en su esposo y se perdieran en la espesa bruma, con la promesa de volverse a encontrar. Su ánimo mejoró considerablemente, pero la herida jamás terminó de sanar. Allí pinchaba la culpa y el dolor sordo de un amor que no alcanzó la plenitud.

    Un día partió sólo con un cántaro de agua y un sombrero, persiguiendo a todos los elefantes que cruzaran de Norte a Sur el mundo. No se detuvo, aunque pasaran los años, y el frío le aporreara las piernas. Continuó hasta que le creció una larguísima barba gris, y los huesos le crujiesen al caminar. Entonces, encontró al elefante correcto.

    Desde el lomo del gigantesco animal, su avejentada esposa se asomaba, sujetándose de las columnas del pórtico. Brazos y piernas humanas, los ojos ardiendo con ese fuego tan único que la representaba.

    “¡Ágata!” clamó, lleno de júbilo. “Al fin pude encontrarte”.

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