Historia sin final

Delante de mi portátil, ante una pantalla completamente en blanco, mi mente se distraía con divagaciones absurdas. El intenso viento de aquella jornada ponía a prueba mi temple de forma desmedida. Fuera, el aire empujaba, con fuerza, ventanas y puertas, produciendo un incesante traqueteo.

Tenías una ligera idea de lo que ibas a contar: tu experiencia, en un paraje de alta montaña, durante un día de fuerte borrasca, un grupo de excursionistas, del que formabas parte, encontró a una niña pequeña abandonada. Tú fuiste fiel testimonio de los hechos y te morías de ganas de mostrárselos al mundo, sin embargo, a mí me costaba concentrarme.

“…nos la encontramos desnuda, en medio de la nieve, inexplicablemente sin síntoma alguno de hipotermia. La envolvimos en una manta térmica, de la que se liberó comedidamente, dedicándonos una divertida sonrisa. Parecía mostrar en su rostro lo absurdo de aquella acción. No obstante, ella aceptó la ayuda, y comenzó a juguetear sobre el tosco tejido plateado.”

El vendaval azotaba sin piedad algunas tablillas de la cabaña, en el exterior. Debí advertir de su reparación a Henri cuando tuve la oportunidad. Ya nada era como antes: si no lo hacía yo, nadie lo haría. ¡Dios, cómo lo echaba de menos! Por si no fuese suficiente tortura, una ventana de la cocina no cerraba del todo y el aire siseaba atormentado, como un animal moribundo. La cabeza me iba a estallar. ¡Tú puedes conseguirlo! Te dije. Mis manos teclearon, temblorosas, por ti algunas palabras más:

“Mientras el helicóptero esperaba, mi compañero y yo tirábamos de la niña con insistencia. Se agarraba, con desesperación, de un abeto centenario de desnudas y retorcidas ramificaciones. Gritaba asustada en un idioma incomprensible para todos los que allí nos encontrábamos. La soltamos por un momento. Inmediatamente después, para sorpresa de los presentes, trepó con la agilidad que lo haría una ardilla. En la copa, se encogió, rodeando la rama principal con brazos y piernas para mirar hipnotizada al entristecido cielo.”

Cuando, finalmente, me sentí con la satisfacción de estar surcando la cresta de la gran ola de la inspiración, escuché un sonido que me molestó tanto o más que el de la ventisca en aquellos momentos:

―¡Mamá! ―Mi hijo de doce años.

¡¿Es que no sabe hacer nada solo?! Ese día estaba especialmente atosigante. Era absurdo pensar que podía encontrar un momento para escribir. Se estaba duchando; se quejaba de que no salía agua caliente por el grifo. Después de solucionar el problema, mi paciencia estaba llegando a su límite máximo. Me senté. Hice varias respiraciones intensas y, cuando mis dedos apenas tocaron el teclado, sonó el teléfono fijo de casa. Lo cogí.

―¿Sí? ¡Cómo no! ¡Vodafone! ―Tal como venía haciendo últimamente y de forma automática, colgué nada más oír cómo una señorita pronunciaba el nombre de tan recalcitrante empresa.

Tenía la sensación de que el tiempo se escurría entre mis dedos y que estaba malgastando mi vida en cosas absurdas. Nada, absolutamente nada, me parecía lo suficientemente importante como la acción de entregar el aliento de mi imaginación en tu apremiante boca. Solo yo tenía el poder de darte la vida; esa vida que tanto ansiaba. Esa en la que no tendría que lidiar con el dolor. Tú experimentarías, por mí, todas estas vivencias en primera persona, y yo a través de tu voz.

En aquel preciso momento, llamaron a la puerta. ¡No era posible! Era mi otro hijo que había olvidado sus llaves, y necesitaba acceder a la casa. Mis gritos lo asustaron; entró cabizbajo y sin mediar palabra. Muy a mi pesar, asumí, en aquel instante, la humillación de mi derrota; dejé que se acabara de abrir la escotilla, de par en par, para que la corriente de mi nerviosismo me colmara con su devastación.

Indudablemente, mis sueños acabarían mermados e, inevitablemente, callarían tus palabras para siempre. Tomé la determinación de eliminarte de mi vida y de dejarte sin la oportunidad de contar, como narrador, cómo una niña acabó sola y trágicamente desamparada, en aquel inhóspito valle de hielo. Te atrapé y te estrangulé. Te asesiné sin piedad. Con este acto, también dejé a mis posibles lectores sin saber qué ocurriría en tu gran historia.

Salí al exterior. Mis aullidos desesperados se confundían con el estentóreo ruido de la tempestad. Esa que se llevó todas mis esperanzas cuando arrastró a Henri lejos de mí. Me asomé al último acantilado que lo vio zarpar, y le pedí, le imploré al mar, que me devolviera a mi hombre. Las olas rugían contra las escarpadas rocas y las gotas caían como alfileres sobre mi cuero cabelludo. De repente, mis rodillas se aflojaron y me derrumbé sobre el barro. Mis lágrimas saladas se mezclaron con el agua de lluvia, para, posteriormente, hacerlo también con la del despiadado océano, y, por fin, supe que jamás volvería.

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