La pasión de las ánimas

La pasión de las ánimas

Manel Trejo Ortiz

20/08/2019

Desperté de mi ingenuidad al escuchar el chirrido de las puertas de acero forjado al abrirse. Aquella idea de ir al cementerio a hacer prácticas de espiritismo, que en un principio me pareció emocionante, ahora se me antojaba temerosa. La oscuridad se cernió sobre nosotros con su abrazo inesperado. Los grillos y los búhos avisaban de nuestra presencia, quedando callados momentáneamente. El mitigante frescor se calaba entre los entresijos de mi fino vestido, haciendo que el calor veraniego se hiciera más soportable. Alan asía con fuerza mi mano mientras caminábamos hacia el interior. Me dejaba arrastrar por él; simplemente, no pensaba que pudiera hacerme ningún daño. Unas losas de piedra irregular, a modo de sendero, me hacían tropezar continuamente; mi acompañante tuvo que sujetarme, en más de una ocasión, para que no cayera al desdibujado pavimento. Podía atisbar algunas manchitas negras bajo mis pasos, que daban la sensación de que se desplazaban; por ese motivo procuré levantar bien mis tacones al caminar. Las sombras que creaba la luna sobre las ramas de los árboles se mecían sinuosamente al ser zarandeadas por el viento; como prolongados brazos etéreos que nos invitaban a entrar en aquel sagrado lugar con su gesto taciturno. Después de dos copas todo me parecía irreal.

Era un día especial; hacía un mes que estábamos juntos. Mi chico me había prometido que sería una noche inolvidable.

El césped apenas se podía apreciar cuando extendimos un mantel encima, casi justo en medio del recinto. Allí podíamos distinguir, vagamente, nuestros adustos rostros. Me sentí acogida por aquel silencio imposible, y embriagada por la luminiscencia de la aureola del astro guardián. Le dije a mi amante que había cambiado de idea. Ya no quería jugar a ser médium: me daba mucho respeto. En lugar de contestarme, sacó de su mochila un tablero lleno de dibujos y cifras. Lo depositó encima de la tela que salvaguardaba nuestros cuerpos de la humedad del terreno. También extrajo un hexaedro numerado en negro; dos fichas, una de color rosa y otra azul; y dos cervezas frescas. Cada imagen del casillero era una de las posiciones del Kamasutra. Cuando deparé en aquel giro de los acontecimientos me reí con alivio.

Miré a mi alrededor; el fantasmagórico baile de tinieblas provocó en mí un efecto hechizante. La suave brisa levantaba mi corto vestido, ventilando el fuego que comenzaba a fraguarse.

El juego consistía en que cada uno de nosotros debíamos tirar el dado por turnos. El número que obtuviéramos correspondía a las casillas que teníamos que avanzar en el trayecto ilustrado. La figura que nos tocara simbolizaba lo que debíamos hacer al otro. Yo tiré primero, salió un cinco. Moví mi figura hasta una representación que no supe cómo interpretar. Se trataba de un personaje encapuchado y colgado de las manos.

De repente, escuché un ruido sobre el lugar donde no llegaba la débil luz. Mi sonrisa se desdibujó dejando paso al encogimiento de mi entrecejo. Alan se dispuso a mirar qué había sido aquel sonido, pero yo me negué.

―¡No te vayas! Habrá sido algún animal.

―Solo será un momento. Nos quedaremos más tranquilos si comprobamos que todo está bien.

―¡No! ¡Por favor! Esto es lo que pasa en las pelis de terror y, después, el chico nunca vuelve.

―¡No seas tonta! No pasará nada.

Abracé mis piernas con el miedo rozándome la espalda, acercándose desde un recoveco donde la luminosidad no alcanzaba. Unos ruidos extraños alteraron mis nervios, y comencé a sentirme frágil e indefensa. Poco después, inesperadamente, alguien me agarró de las manos por detrás. Me exalté, y me resistí al principio, pero llegó a mi olfato la fragancia de Alan; esto calmó un poco mi inquietud. Pensé que era una broma suya. Me amarró con una soga que me pareció muy tosca al tacto. La incertidumbre que me causó el no tener la certeza de quién era el causante de aquello, promovió en mi interior una especie de júbilo que no supe cómo asumir. Me puso una venda en los ojos; no me pareció buena idea y me agité, pero, a pesar de ello, consiguió proceder con su propósito. Me estiró hacia atrás y me apretó los pechos. Al inicio, intenté levantarme, pero el peso de su cuerpo descansaba en la mano que me sujetaba. Me hizo daño, pero no me importó; sabía lo que venía después. Sentía el roce del vello de sus piernas en la parte interna de las mías. Noté el calor de su torso desnudo, antes incluso de que se apoyara sobre el mío. Su aliento dulzón olía a alcohol y expelía ardorosas ráfagas sobre la piel de mi cuello. Me besó como nunca lo había hecho. Me entró un escalofrío al cuestionarme si realmente era Alan el que lo estaba haciendo. Como respuesta a mis dudas, me susurró algo al oído que me estremeció:

―¡Eres mi zorrita esta noche!

No pude reconocer aquella voz, ni el tono que la definía. Caí en la cuenta de que, hasta ahora, nunca lo había oído susurrarme. Aún no estaba segura, y lo más curioso es que aquello me excitaba. Si mi chico había planeado desconcertarme, lo había conseguido. En aquel instante, sentí que me invadía un estado de frenesí, al ser henchida por el sexo de aquel individuo. Mi rostro ardía con cada empellón. Por un momento, pensé irónicamente que mis gemidos despertarían a los muertos. El viento húmedo traía consigo aromas de tierra húmeda y flores marchitas. Cuando todo acabó, me sentí tan extenuada que me quedé dormida unos minutos. Al despertar, las rapaces nocturnas ululaban a coro en un lúgubre concierto. Grité a Alan con desesperación. Había pasado ya un rato, en el que nadie me había desatado aún. Arrastrando mi cara por la manta pude destapar un ojo. Volví a clamar al viento el nombre de mi amigo, pero esta vez hasta desgañitarme. Obtuve la misma respuesta. Me levanté como pude. Puesto que el amanecer comenzaba a asomar por el horizonte, pude vislumbrar, en un rincón, a Alan amordazado, maniatado, golpeado brutalmente, y con los ojos ensangrentados en una profunda impotencia. Me derrumbé sobre el suelo, al saber que un extraño había abusado de mí, y, por si fuera poco, había disfrutado con ello. El estómago se me revolvió y comencé a sentirme mal. Comprendí la ironía de la vida cuando me dejó al amparo de mi propia suerte en el momento en el que lancé el dado sin vacilar.

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