El camarero (Colección Algarve)

El camarero (Colección Algarve)

Fran M. Moreno

20/08/2019

Para ser un miércoles no está mal, pensó Joao Cardozo mientras secaba un vaso detrás de la barra. En la esquina había un tipo que parecía dormir abrazado a su portátil. Se había bebido unos cuantos whiskys, así que probablemente estaba borracho. También había una pareja portuguesa de mediana edad tomando café en una de las mesas y un grupo de turistas británicos bebiendo cerveza al final del bar.

Cuando el matrimonio se acercó para pagar, la mujer pareció reconocer al hombre de la barra, aunque no se la veía muy segura. Sin acercarse demasiado le preguntó: —Disculpe, ¿es usted Miguel Araullo?

El tipo, que seguía con la cabeza hundida entre los brazos, sólo emitió un gruñido. Acto seguido le dijo que no y la invitó a irse a la mierda. El matrimonio salió del local muy escandalizado, pero a Joao Cardozo no le importó, simplemente siguió secando vasos.

—Así que famoso, eh —dijo el camarero sin muchas ganas de iniciar una conversación. Joao era un hombre de pocas palabras. Afortunadamente para él, el otro hombre tampoco parecía dispuesto a iniciar una conversación. Sólo levantó ligeramente la cabeza y dijo: —Supongo…aunque ya pronto dejaré de serlo.

—Claro —contestó Joao Cardozo, y siguió secando sus vasos. Aunque el tipo de la barra se animó un poco más.

—Soy escritor —dijo incorporando medio cuerpo, lo suficiente para dar un largo trago de whisky. —O lo era —siguió—, soy un fraude…se me ha acabado la pólvora, se me han secado los dedos…ya lo tengo decidido…me iré a Brasil y me haré una cirugía estética para volver a ser un don nadie, yo sólo quiero que el mundo me deje en paz, ¿sabes?

Joao Cardozo ni siquiera lo miró, sólo continuó secando sus vasos como si la cosa no fuera con él.

—Hace un año escribí Amor entre golondrinas, seguramente hayas oído hablar de ella —dijo mirando al camarero y esperando que por fin lo reconociera de la televisión. Pero el camarero se limitó a observarlo por el rabillo del ojo, casi más por cortesía que por interés.

—Mmmh —dijo con indiferencia—. Mi mujer lo ha leído.

El tipo sonrió un poco y se incorporó del todo esperando la inevitable pregunta. Había vivido esa situación cientos de veces, las suficientes como para saber qué venía a continuación. Pero el camarero no dijo nada. Miguel se ofendió un poco.

—¿No me vas a pedir una foto o algo? —Joao lo miró en silencio—. ¿Tú no me has leído?

—No, yo no leo —contestó—. No lo entendería, tampoco. —Y siguió secando sus vasos.

—Ya… —contestó Miguel peinando su melena hacia atrás—. Pues no pasa nada, ¿sabes por qué? —preguntó, pero Joao no contestó a la pregunta—. Pues porque ya no puedo escribir —se contestó Miguel a sí mismo—. Vine al sur buscando tranquilidad para acabar mi próxima novela, pero un montón de moscas han invadido la casa y me han echado. Eso es una señal del universo, me está diciendo que lo que escribo apesta y debo dejarlo —dijo Miguel hundiendo su derrotada cabeza de nuevo entre las manos.

—Esas moscas son normales aquí en esta época —dijo Joao sin hacer mucho caso a las palabras de Miguel.

—No, amigo —contestó Miguel—. Esas moscas no tenían nada de normal, créeme, había millones.

—Mmmh, pronto morirán —dijo el camarero—, pasado mañana ya no estarán.

—Es igual, ¿sabes? —contestó Miguel mientras se levanta, ponía el dinero de la cuenta sobre la barra y se dirigía a la puerta—. Porque eso de escribir se ha acabado para mí, desapareceré en la cúspide de mi carrera, como los grandes… —sentenció exagerando sus palabras y gesticulando ampliamente con los brazos.

Miguel se quedó parado en el umbral de la puerta mirando al camarero. Esperaba que le dijera que no dejara de escribir, que sus letras eran demasiado importantes para la humanidad, que dejaría huérfanos a miles de lectores. Pero Joao no dijo nada, sólo empezó a secar el último vaso.

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