Si quieres abrazar rosas, está bien.
Yo prefiero abrazar espinas.
Aunque las rosas son evidiablemente bellas,
las espinas son hermosamente imperfectas.
Aunque me pinchan y me dejan marcas en la piel,
son verdaderamente nobles y honestas.
Lo sé por los pequeños trozos de tierra
que embadurnan su tallo,
como si quisiera dar razón de sus días laboriosos.
Por los rocíos cristalinos
que carician su areola,
como si fueran lágrimas caídas de querubines desde el cielo.
Por las minúsculas hojas
que floran y desfloran repentinamente,
como si tratara de ocultar sus más íntimos secretos.
Por esos moretones color morado
que sobresaltan entre tanto verde perfecto,
como vestigios del suplicio lejano.
Por los ahuates que rasguñan
y dejan añicos los dedos cuando uno se acerca,
como si tuviera miedo a que lastimen sus sentimientos.
Por todo esto y más,
abrazo espinas.
Porque aunque dolorosas,
son eternas.
Y si he algo he aprendido
es que las espinas,
a diferencia de tus rosas,
siempre dejan huellas.
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