–María, ¡otra vez! no puede ser, que eres muy mayor—le dice Almudena a su hija—ya tienes seis años, y ni tus hermanos pequeños se lo hacen. Y tu tampoco hasta hace nada…cariño, te pasa algo?

–Perdona perdona perdona perdona—balbucea Maria con un hilo de voz— mamá por fa que no se despierte Lucía.

–Mi cielo, pero no llores así. Si no te regaño, es solo que tienes que controlar esto—dice, la madre, también en susurros, señalando las sabanas mojadas de la niña.

–No me he dado cuenta—sigue hipando—porfa que no se entere nadie…y sobre todo Luis…el otro día me hizo burla y me llamó meona.

–No te preocupes– dice la madre mientras le seca la carita con un borde de la sábana de arriba–que no se lo cuento, anda que quito las sábanas, ve al baño que ahora mismo voy a ayudarte.

–Ni a papá ni a los demás, vale? —dice María mientras sale de la habitación.

Hoy es el tercer lunes del mes de noviembre de 1966. Son las nueve de la mañana. La hora de la entrada en el colegio de “La Sonrisa de María”, el mejor privado de la ciudad. La Sor encargada de “formar” la entrada toca el silbato y todas las alumnas corren a ocupar su lugar en la fila. Por curso, por estaturas. Cada una conoce su sitio. La educación aquí es muy estricta, solo se admiten niñas bien educadas, se expulsa de manera inmediata a las díscolas. Hay que empezar el día en orden y silencio.

De ocho y media a nueve van todas a misa. Es obligatorio el velo en la cabeza. Como las alumnas pueden elegir entre llevar el pelo sujeto por una coleta o una diadema, es fácil sujetarlo con el alfiler o con una horquilla. Todas las monjas, bueno todas menos dos, asisten a misa desde el coro que hay al lado izquierdo del altar. Las dos que no están dentro se pasean, cada una por el pasillo de los lados de los bancos, para vigilar nadie se distraiga. Las monjas se enteran de todo. Hablar durante la misa es una falta muy grave, tanto que interviene la Prefecta.

Al terminar la misa suena la campana que señala el comienzo de las clases. Tienen cinco minutos, exactos, para que cada una esté en su aula. Las de las mayores están en el piso de arriba. Hay que subir corriendo.

¡Pero no trotando como caballos!—les repite de vez en cuando la Sor encargada de “formar”.

María entra en el aula y se sienta en su pupitre. Estira bien el borde de su uniforme y del babi que lleva puesto por encima. Hoy no le va a pasar. No se va a distraer ni un momento. Si alguna de sus compañeras le habla no va a mover la cabeza, ni siquiera para hacerle “chsss” como el jueves pasado. Tendrá cuidado para que no se le caiga el lápiz al suelo, ni la goma de borrar. Pasará la página de su cuaderno solo cuando Sor Angustias lo diga. No mirará a la ventana, aunque vengan esos pajaritos tan graciosos que el otro día estaban jugando ahí, en la cornisa. No pedirá ir al baño aunque tenga ganas. No bostezará. Si le entran muchas muchas muchas ganas, se pondrá la mano delante de la boca, con disimulo, apretará fuerte la mandíbula y así no se nota.

Cree que ha repasado todas las normas.

Ah!, si le pregunta la Sor algo, antes de contestar se levantará con cuidado, para que al mover la silla, esta, no haga ruido y antes de hablar, después de una ligera inclinación de la cabeza, le dirá: ”con su permiso, Sor…”y ya, lo que sea.

Ahora es cuando cree que ya ha repasado todo. Hoy seguro, seguro, seguro, que no habrá un “motivo”.

Porque ella quiere mucho al Corazón de Jesús.

Ya se sabe bien lo de que: Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero.

Sor Angustias les ha explicado al empezar el curso, hace ya un mes y medio, que esa imagen que tienen en el aula, colgada en la pared, es un Jesús de madera, pero es “Él”, y que es solo la mitad, pero da lo mismo, es “Él”.

Es muy guapo. Tiene una mirada dulce y un poco triste.

–Fijaos bien como os mira Jesús. Porque “Él” lo ve todo. Vino al mundo para salvarnos. Murió por nuestros pecados—eso lo repite la Sor a diario.

–Y vosotras sois malas, le hacéis daño, mucho daño—brama Sor Angustias cada vez que llama a alguna por un “motivo”.

Jesús tiene la túnica abierta, la sujeta el mismo con sus dos manos. En medio y muy grande está su corazón. La túnica es azul, el pelo, la barba y el bigote son rubios, los ojos marrones. El corazón es de color rojo; tiene una coronita encima de color amarillo; todo rodeado de unos reflejos dorados.

En el corazón hay muchos agujeritos, muy finos. Si no te acercas mucho no se ven.

En su mesa, Sor Angustias tiene la caja. La de las “espinas”. Son espaditas de madera de color verde en un extremo y más afilados en la punta que es también roja.

Cuando una de las veinte niñas que hay en el aula da un “motivo”, Sor Angustias la llama en voz muy alta. La niña se tiene que levantar inmediatamente, sin olvidarse de la ligera inclinación con la cabeza hacía la Sor, luego se dirige a la caja, coge una espadita, se acerca al corazón de Jesús y tiene que decir con voz clara, que se oiga bien:

–Perdóname Jesús porque he sido mala y te voy a clavar una espina en el corazón.

A continuación, y haciendo presión, para que quede bien clavada, la tiene que colocar en uno de los agujeritos. Si la espina no queda bien sujeta y se cae, sería motivo para volver a clavarle esa, la que ha caído al suelo y otra más.

Si alguna cuenta en casa lo de las espinas del corazón de Jesús también es otro “motivo”. Lo dijo muy claro Sor Angustias el primer día de clase. Hace un mes y medio.

Cuando se acuesta, después del beso de mamá y de papá y de haber dado las buenas noches a sus hermanos, María cierra muy fuerte los ojos y dice muy bajito:

–Corazón de Jesús, te quiero, te quiero, te quiero, perdóname. Yo no quería hacerte daño.

Estamos en Mayo del 68. No estamos en París. Estamos en la capilla del colegio y hoy es un gran día para María. El día de su Primera Comunión. Este curso, su profesora es Sor Josefina. No tiene ningún Corazón de Jesús en el aula. Solo un cuadro muy grande de la Virgen. Les sonríe a todas. No tienen que clavarle nada. María ha mejorado sus notas, no le ha vuelto a pasar “eso”, duerme tranquila. Está resplandeciente con su vestido lleno de puntillas, de tules, el velo, todo blanco y su misal de nácar que lleva en la mano derecha.

En el coro están todas las monjas.

Un momento antes de la consagración ocurre el desastre.

A María se le cae al suelo el misal. Lo recoge rápidamente, mira hacía el coro. Sor Angustias la está mirando de “aquella” forma.

–No Dios mio, no—susurra María mientras nota como un chorrito de pis se le ha escapado haciendo un pequeño charco en el suelo y mojando sus zapatos blancos de charol.

Lagrimas que no controla se escapan de sus ojos. No puede ir a comulgar con este desastre, está paralizada en el sitio. Nota un sudor frio en todo su cuerpo.

Se despierta con una sensación como de ir volando. Está en brazos de su padre que corre hacia el dispensario del colegio.

–La excitación, los nervios, el estar en ayunas para la Comunión. Una pequeña hipoglucemia—explica a sus padres la Sor enfermera mientras le quita importancia, y achaca el pis que se le ha escapado, al desmayo.

–Corazón de Jesús, perdona. Te quiero mucho—musita María, mientras una pequeña sonrisa cargada de culpa le va asomando a la cara.

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