Las ásperas yemas de los dedos se tocaron par con par, empujándole las clavículas hacia abajo. Sintió la fuerza de esas manos, como una pelota de tenis abriéndose camino hasta las cuerdas vocales, ahogando sus agonizantes gritos. Sus pechos, coronados con grandes pezones de color guinda, se derramaban a cada lado; como masas pesadas, emanando un olor a pan y vinagre. La falda de satín negro se le adhería obsesivamente a sus muslos, forrando a la perfección la anatomía de su empapado sexo. Sobre el buró, el bolso de piel vibraba silenciosamente, hacía 40 minutos que Cristina debía haber llegado a casa a preparar el baño de los niños y la cena de su marido. Ahora apoyada sobre manos y rodillas, parecía más un cerdo a punto de entrar al horno. Sólo podía ver la sábana blanca debajo de ella y en parte, muros de cristal negro iluminados parcialmente por alguna clase de reflector sobre la cama. Ya despojada de toda prenda, se sentía desnuda y vulnerable, saberse observada encendía en Cristina, el placer más intenso que jamás había sentido. Sus nalgas abiertas dejaban expuesto su coño hirviente y hambriento; unos dedos gruesos le abrieron paso al enorme falo, que de un sólo golpe le llenó por completo las entrañas, desgarrándole el poco pudor que le quedaba. Por sus muslos, escurrió un flujo sanguinolento que humectaba la geografía celulítica de su piel, brillante como la carne fresca en el aparador de una carnicería. Sus pechos y vientre iban y venían violentamente empujados por aquellas manos que le enterraban las uñas dolorosamente en la carne de sus caderas, evitando así que su cuerpo convulsivo colapsara. Con esa posición cuadrúpeda, los bramidos guturales y salvajes tomaron el control del cuerpo y mente de Cristina, el animal en brama, que aun con su vida en peligro, suplicaba por más.Exhausta, se dejó caer sobre la sábana, escuchó entonces unos tacones pausados y graves acercarse. Un hombre con frac negro y aspecto de bailarín, se detuvo justo frente a ella anunciando una tregua momentánea. Cristina, se dio vuelta recuperando ligeramente el aliento, al pie de la cama, unos ojos profundos la miraban con desprecio. Sobre sus manos llevaba una charola de plata y sobre esta, algo que se asemejaba a una correa de cuero. Ambos hombres sujetaron a Cristina como una estrella de mar a cada extremo de la cama. Pasaron la correa de cuero por sus hombros y espalda y de un tirón, sus voluptuosos senos quedaron erguidos inmensa y pronunciadamente, dispuestos a ser ordeñados.Las puertas del salón se abrieron y un desfile de capas color borgoña y velas se acomodaron alrededor de la cama. Una docena de hombres y mujeres rodearon a Cristina; sospechando lo que ocurriría, la leche comenzó a brotar de sus pezones, descendiendo por su vientre generoso hasta inundar su enorme vulva roja como almeja. Ahí, atada medievalmente a la cama, con la luz incidiendo sobre su piel de Venus acechada por la Lujuria, Cristina era una pintura viviente. El círculo de acólitos disparaban como flechas encendidas, miradas sobre ella, contoneándose frenéticamente, deslizando sus manos sobre sus pálidos cuerpos. El primero de la fila, un hombre barbón de unos 50 años, se recostó sobre el muslo de Cristina y con la posición de un bebé hambriento, se llenó la boca con el pezón, mamándole la leche que se escurría entre las comisuras de su boca. Un chichón creciente comenzó a empujar el otro muslo de Cristina, quien inmovilizada por las cuerdas, sólo podía sentir el creciente miembro frotarse en su entrepierna. Esta apacible y silenciosa escena la hizo sentir maternal y poderosa; eterna como una esfinge de mármol rosa, chorreaba dulce ambrosía sobre la sábana tibia.

Ya satisfecho, el hombre dio paso a un par de mujeres ya entradas en los cuarentas. Cristina sintió un punzante calor recorrer su columna vertebral de su clítoris a la cabeza, abierta como una rosa, se rindió ante aquel súbito deseo lésbico. Frente a las piernas abiertas de Cristina, las mujeres entrelazaron sus piernas en un nudo tentaculoso por donde se deslizaban multiplicadamente extremidades. Prendidas con sus labios ventosos a los estallantes pezones de Cristina, el trío de jamones rosados tomaron la forma de una masa cefalópoda que frotaba sus sexos apunto de derretirse. Cientos de manos se unieron, hurgando en cada uno de los orificios de Cristina; bocas y lenguas viajaban por su carne, rajando la simetría de su cuerpo. Cristina se diluyó por completo en la misma explosión orgásmica que dio vida al universo. Un agujero negro emergió de su agitado pecho devorando las consciencias en aquella habitación. Como un manantial, de Cristina nacieron ríos enteros que inundaron la cama y cada uno allí presente, fue vertiendo sus fluidos y leches en una venida electrizante simultánea.Limpiándose la boca y cubriendo vergonzosamente sus gastados cuerpos con las capas borgoña, uno a uno fueron incorporándose para abandonar el salón. Sobre las ruinas de la cama, un charco blancuzco daba forma pesadamente a lo que parecía haber sido un cuerpo. Las luces se apagaron y el salón quedó en silencio. Esa noche Cristina no volvió a casa, ni ninguna otra más.

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