Losing my religion

Losing my religion

Miriam Granade

02/08/2019

La iglesia se erigía en un páramo apartado de los transeúntes, la plaza se hallaba solitaria cuándo Samuel pasó la vista sobre ella. El viento matinal de inicio de primavera agitaba bilateralmente una hoja en su mano. Los bordes de la hoja estaban desgastados, como si hubieran pasado por sobre ella todos los climas existentes.

No había nadie que pudiera haberla dejado en la puerta clavada con un afiche. Hasta dónde sus ojos alcanzaban a mirar solo veía vacío.

Siguió con sus tareas encomendadas, las mismas de ayer y las mismas de mañana. Abrió las puertas de madera con el mecanismo “especial” que había sido ideado por los franciscanos hace trescientos años, encendió con una vela el gran cirio rojo, y con la misma desfiló frente al altar sin reverencia, más concentrado en cuidar del viento la flama que en mostrar sus respetos.

La carta vino a su mente de nuevo cuándo encendía la decimotercera vela, podía sentirla en el bolsillo, pidiéndole a gritos que fuera leída. Pensó en entregarla, pero la curiosidad le pudo más. Escondiose en un cubículo de madera para desdoblar los misterios que urgían ser develados y para darle importancia a su día 147.

Encontrar una carta sin remitente era lo más interesante que le había pasado desde que estaba en esa iglesia.

El reducido espacio solo le permitió colocar la hoja sobre las rodillas dobladas.

Afuera, las primeras personas comenzaban a entrar cuando empezó a leer.

“Quien quiera que esté leyendo esto estará más cerca que yo de ser escuchado. Lo sé porque he intentado comunicarme con cada dios que me he topado en cada iglesia que he visitado y llegué a la conclusión hace tiempo que dejar de creer en mí es la única forma de empezar a creer en alguien más.”

“No espero que me recuerdes, no espero que sepas mi nombre o el suyo, quiero pensar que solo señalas al azar quien debe dejar de existir y ya. Por eso te hablaré de ella, de sus nueve meses contables antes de ver el mundo y el mismo tiempo para que dejara de verlo. Un padre nunca olvida como era el día en que la vio por primera vez, la veo incluso en mi mente mientras escribo esto.

Recuerdo como se sentían sus 2 kilos 700 gramos de piel y huesos en mis manos y como esos números fueron creciendo hasta desvanecerse, recuerdo su sonrosada piel y la manera en que su risa refinaba una cansada jornada después de las seis de la tarde.

Recuerdo el quejido que salía de su garganta al llorar y como decía “mamá” a gritos cuando lo hacía. Los grandes ojos que miraban desde sus dedos hasta el cielo. El movimiento de su respiración y el vapor que salía de su boca cuando hacía frío. Recuerdo el tamaño de sus manos y el exacto color de su cabello castaño. No tenía nombre todavía, es cierto, no puedo llamarla por un nombre ¿Demoramos demasiado en elegirlo? ¿Creer que estaría con nosotros para siempre fue lo que te molestó?

No logro entenderlo y no quiero entenderlo.

No hay explicación alguna.

No pueden decirme que es algo que siempre pasa. ¿Que tú lo decidiste así? ¿Por qué?

Las interrogantes siempre vendrán de un consuelo y ya he decidido reservármelas. Es que quien habla no está conmigo a las dos de la mañana cuando la escucho llorar y a tientas la busco sin ser consiente que ya no está. No están a las tres de la mañana cuando recorro el pasillo arrancando con las uñas el papel tapiz porque me llama desde el otro lado de la pared. No están a las cuatro de la mañana con insomnio sentados debajo de la única luz de la calle intentando no enloquecer. No están a las seis de la mañana cuando abro los ojos en un lugar distinto en el que los cerré.

No estás tú tampoco.

Aquí tengo otra respuesta, quizá demasiada comodidad te molestó.

Veintisiete años me la pasé sumido en lo incierto, a mi esposa la conocí desempleado y sin futuro. El empleo sí lo conseguí. Un mediocre pianista que no se daba cuenta que trabajaba en un mediocre bar en una calle mediocre de una gran ciudad alimentó a una emergente familia de dos que en un año y medio fueron tres. Alquiló una casa preciosa, no era la mejor del mundo pero para los dos iniciales era perfecta. La vida iba bien, pasando yendo y viniendo del trabajo.

Emilia me esperaba con sus fijos ojos negros y su piel que parecía nunca haber sido tocada por el sol.

Eran tan parecidas.

Teníamos paseos dominicales y podíamos darnos el lujo de pensar en el futuro, de hablar de él en voz alta mientras nuestra pequeña, segura nuestro lado, se limitaba a existir para nuestro deleite. Nadie me pidió que siguiera tocando puertas, lo hice por ella. Me desvivía en componer tomando de tinta la felicidad del momento y pronto las ofertas llegarían, dejaríamos esa casa por una nueva, y el tiempo me absorbió inmerso en ideas de mejora.

La niña lloraba mucho y una noche no volvió a llorar más. Supimos que se había ido sin que nadie nos lo dijera. Sí, quizá fue nuestra culpa por pensar que era normal.

Emilia lloraba bajito mientras la apretaba contra su pecho aún envuelta en su sabana rosa, el llanto pronto se convirtió en un reproche directo. Sus ojos inamoviblemente cerrados para siempre.

Reproches sobre mi mediocridad y un asestado golpe la hicieron dejarme un mes después. Incluso ahora todo sigue en el mismo lugar. No he movido un solo objeto, quizá por eso aún las escucho a ambas, escucho la risa de Emilia, el chapoteo del agua en la bañera metálica, escucho a Emilia cantarle, escucho su llanto como un insistente reproche culposo… Aún con todo eso no puedo ir con ella, se ha ido a un lugar donde no puedo protegerla…”

El anciano llevaba mirándolo unos minutos. Apenas se sostenía en pie. Cuando Samuel le devolvió la vista éste inclinó el sombrero y se dirigió a la salida. Nadie se volvía para mirarlo, era el tipo de cosas que todos hacían para no tener que sentirse mal por él.

Aunque realmente nadie más lo veía.

Solo Samuel sabía quién era aquel hombre.

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