El cisne negro y los guerreros de paja

El cisne negro y los guerreros de paja

El general Zhu Guang observaba con entusiasmo los movimientos armónicos y acompasados del pequeño ejército que había instruido. Bajo un cielo claro y despejado, sobre una ancha bahía en el mar que traía a los saqueadores japoneses, sus guerreros se movían ágiles y flexibles, como si la misma corriente impulsara músculos y tendones. Unos meses atrás, reflexionaba el general, solo eran campesinos temerosos de su sombra. Ahora el espíritu en cada uno de ellos fluía en paz consigo mismo, entre el Cielo y la Tierra. Lo único que lamentaba era no sentir lo mismo. Su corazón no estaba tranquilo.

Recordaba una y otra vez la tensa reunión con los generales, la noticia sobre la invasión inminente de piratas japoneses, el panorama espantoso de esa provincia del sur castigada por sequías, hambre, saqueos y violaciones. Pero lo que más le preocupaba era lo que él mismo, en un rapto de osadía incomprensible, les había prometido: en tres días podría conseguir cien mil flechas que alcanzarían para persuadir al enemigo del ataque. Trataba de entender por qué se había dejado llevar por sus emociones y una ambición desmedida. Entre los generales notó sonrisas burlonas, escépticas. Todos sabían que con un esfuerzo descomunal no podrían construirse más que unos cientos de flechas antes del combate. Le preguntaron cómo pretendía hacerlo. Zhu se limitó a pedirles el oro indispensable. Quizás porque les parecía una batalla perdida de antemano, o porque la mirada encendida del joven general desprendía fortaleza y aplomo, aceptaron que él con su ejército encabezara la defensa.

«El demonio del miedo debe ser ahuyentado. Así estaremos listos para el combate», escribió esa tarde al volver al campamento. Lo tranquilizó sentir cómo se deslizaba el pincel entintado sobre el papel, formando trazos gruesos. Le daba la sensación de que su mano imitaba la danza de sus soldados, y eso le pareció un buen augurio.

Esa misma noche antes del ataque, Zhu soñó con un hermoso cisne deslizándose en la bahía. Él lo seguía nadando por detrás y así lo condujo hasta una caverna que se abría en la ladera de la montaña. Una vez que ingresaron al manantial que formaba el agua en el interior, el cisne desplegó sus alas y se convirtió en un guerrero. El general pudo reconocerlo. Era su amigo el comandante Ji Ling, había conversado y reído con él antes de la última batalla. Su yelmo estaba roto a un costado por el que se veía una herida rosada y fresca que rodeaba parte de su cuello. Hasta ese momento Zhu no sabía nada de su muerte. Lo saludó con una reverencia respetuosa.

―Zhu Guang, mañana mi esposa estará aquí, vendrá a despedirme antes de la batalla pero no me encontrará. ¿Podrías recitar una escritura para permitir que reencarne?

La voz de Ji Ling rebotaba contra las paredes de piedra, amplificada en un eco solemne.

Al despertar en mitad de la noche Zhu decidió dar un paseo por la orilla del mar, como acostumbraba cuando quería pensar con claridad. La luna, borrosa entre nubes lentas, se perdía en la niebla nocturna. Se sentó en la arena y recitó los sutras con devoción. Inmediatamente después ordenó a los vigías que despertaran a los timoneles.

Las veinte embarcaciones, tripuladas en su mayoría por guerreros rellenos de paja humedecida, surcaron el mar calmo como una bandada de cisnes negros. El general capitaneaba la primera. Al llegar al otro lado de la bahía, allí donde los invasores esperaban al acecho, ordenó que tocaran los tambores. De pronto una lluvia de flechas envolvió el cielo nocturno, como enjambres de avispas que hubieran encontrado cadáveres para alimentarse. Los guerreros de paja se llenaron de hierro y madera en pocos minutos. Las flechas encendidas se apagaban en la paja húmeda. Una vez que los barcos estuvieron bien cargados, Zhu hizo la seña para que cesaran los tambores y ordenó la retirada.

Al amanecer del día siguiente los generales defensores contaron con buen suministro de flechas. Antes de la gran batalla, las mujeres con sus hijos en brazos se acercaban a despedir a los soldados. Zhu vio que la esposa de Ji Ling lo buscaba entre el gentío, desconsolada, y su corazón se llenó de pena.

«Ahora Ji Ling es un guerrero de paja», se dijo, y hubiera querido escribirlo, dibujarlo en el fino papel, pero ya no había tiempo. Era hora de partir.

El ataque de sus arqueros fue decisivo. Los piratas japoneses fueron aplastados.

Aletargado por banquetes, opio y honores, el general tampoco durmió tranquilo la noche posterior a lo que todos llamaron “la gran victoria de Zhu Guang”. El guerrero con la armadura del cisne negro se le presentó otra vez. Su yelmo seguía partido, pero la herida interior había desaparecido sin dejar cicatriz.

―Estoy agradecido al general por recitar para mí, aunque no haya funcionado. Es que mientras repetías las oraciones, amigo mío, dijiste “yo deseo”. No pude reencarnarme, pero al menos ya no sufro.


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