Carros, carromatos, carritos y carretas. Carretillas.

El ejército alterado, anómalo y escuálido

invade las calles y veredas en su deletéreo desembarco

de avidez patética,

removiendo detritus en las plásticas tripas

de la ostentosa indiferencia ciudadana.

Cadáveres ambulantes traccionan a sangre

los rodantes sarcófagos

de la Patria moribunda.

La India famélica se apropió de Buenos Aires

sin armas ni aviso previo.

Y la Argentina fatua de otrora

se mira con vergüenza

los zapatos rotosos, la mugrienta pilcha, los bolsillos vacíos,

la costra agusanada…

Estallada la red de solidaridades:

los miserables asaltan a los pobres,

los ricos expolian a los miserables,

los lúmpenes destruyen a su paso

los escasos valores

que persisten con debilitada pertinacia,

y la clase dirigente

desparrama su vómito hediondo de codicia irrefrenable

por todo el in-mundo espacio,

minando las resistencias más heroicas,

royendo convicciones,

confundiendo estandartes y blasones,

pisoteando la escasa honorabilidad que –agonizante–

aún alienta en las pestilentes canaletas del sepulcro.

Se rompieron todos los espejos

y la fragmentada imagen que devuelven

espantaría hasta al más inconmovible,

si esta indolencia narcótica profunda

no hubiera ganado en epidemia

los más recónditos límites del alma.

Duele su hiriente-insolente carcajada

(la de los dirigentes,

agentes de la más funeral de las traiciones).

Pero la dignidad es invencible.

Y con mandoble letal les hará sangre

hasta que se revuelvan en su mierda

implorando piedad mirando al cielo,

y su arrepentimiento sin retorno

no alcance ni siquiera

para lustrar la externa superficie

del sufrimiento profundo que causaron.

No merecen siquiera una blasfemia

los miserables dirigentes de mi Patria.

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