Radiografia del sofoco.

Todo es estático. Nada cambia.

La piscina permanece unida, geometricamente uniforme, vulgarmente perfecta. A escasos metros de la fría urbanización, se abre una playa inmensa, un desierto sobrepoblado por las hormigas. El sol, insaciable bombardero, goza de su reinado des de las nubes, regando con su infinito poder a sus numerosos acólitos. Recibiendo generosas dosis de su radiación, se hallan infinidad de torsos desnudos, entregados al fuego y a su discreta masoquismo. La arena, ardiente, resta exangüe por su sisifenso castigo. Pies arrastrándose por doquier, desacompasados y perezosos, provocando breves cataclismos. Millones de granos al aire, invariables en su aparente fatalidad, como vidas segadas al azar.

Los pájaros sobrevuelan la playa de forma rutinaria, planeando con elegancia al lado de pesadas aeronaves publicitarias. Valientes y curtidos bañistas, ataviados con vistoso uniformes de baño, héroes singulares de sus propias vidas, desaparecen sin dejar rastro. Risas, gritos y sofocos, todos armonizados por el sonido intermitente y acompasado de las olas estampándose contra los pies rebozados de arena. Pequeños comerciantes montan a toda prisa sus parapetos, con arena en sus pulmones y llagas en las manos. A su lado, familias aparentemente perfectas transitan por el paseo marítimo, ajenos a la imparable agonía de su bucólica aventura. En medio del mar, un patinete sin ocupantes desafía las olas, balanceándose sin ningún sentido lejos de su dueño.

Carlos, el audaz vigilante de la comunidad, con sus escasos pelos bien engominados, enrolla un canuto en su garita. Fuma sin pasión, como si cada segundo con el canuto encendido fuese agónico. Tose por aspirar demasiado humo y se acerca a la ventana para intentar, futilmente, que no quede el olor. No lo disfruta, sin embargo lo necesita. Necesita abstraerse para seguir adelante. Su familia, su casa de muñecas construida con celo a lo largo de los años, se ha desmoronado. Fuera del claustrofóbico cuartucho, un tropel de ancianas buscan ávidamente cualquier distracción, por mínima que sea. Inspeccionan cada elemento del mobiliario, cada balcón cerrado, cada niño imprudente, nada escapa a su omnipotente guardia. Equipadas con la última tecnología, las señoras de este comité son ya habituales en el mundo de internet, hecho que la mayoría de convecinos no celebran precisamente. Fisgones, alborotadores y maleantes de diferente signo tiemblan ante tal amenaza. Cansado de escarceas vecinales a cuarenta grados y de trifulcas en las zonas comunas, Carlos intenta ocultarse en su pequeño y polvoriento rincón. Es consciente, sin embargo, que la Santa Inquisición jerontocrática no puede andar asustando a los vecinos por nimiedades, encendiendo más fuegos de los que apagan. Tan pronto como oye al coro de arpías, se echa un poco de colonia barata y coge su llavero de los Rolling Stones, preparado para impartir justicia.

Cuando llega a la plaza principal, donde un conjunto de languidecientes pinos comparten espacio con la piscina comunitaria, Carlos se replantea sus prioridades en la vida. El césped, cuidado a diario por el viejo jardinero y su «locuaz» aprendiz, se encuentra repleto de mujeres de avanzada edad, acomodadas en sus sillones. La piscina, que más bien parece un tumulto de individuos regado con una fina línea de agua, es sin duda el principal foco de problemas. Carlos se asegura cada año de colocar multitud de carteles que no dejen ninguna duda sobre lo que está explícitamente prohibido en la piscina. De la misma forma, cada año los residentes se esfuerzan con la misma intensidad en transgredir las normas.

Ese rectángulo mágico, orgía de infracciones, echa para atrás a Carlos. Cuando recupera el valor, empieza hacer sonar su silbido plateado, señalando con fuerza cada una de las infracciones cometidas por los bañistas. No surte efecto; la piscina ha devenido en la personificación del caos. Padres y madres, de distintas formas y tamaños exhiben sus cuerpos como si fueran adictos al culto de la felicidad. Los niños se ven invadidos por una especie de lisérgia, con sus cerebros chamuscados y sus bocas sedientas de sangre. Una mujer de avanzada edad grita como una auténtica maniática junto a la piscina. Cuando Carlos se acerca a ella, escucha que está quejándose porque algún niño la ha mojado mientras leía tranquilamente. Sin embargo, cuando Carlos le pide amablemente que deponga por un momento su virulento alegato para alejarse de la piscina, la señora insiste en quedarse para echar la bronca al chico. La mujer, que viste una blusa azul claro cada vez más empapada que le transparenta gran parte del cuerpo, parece estar a medio camino de las dos aceras, presente en cuerpo pero carente de cualquier raciocinio. Carlos, con una gota de sudor resbalando lentamente por su rostro, decide dejar estar a la señora y centrarse en los pequeños diablos que campan a sus anchas, violando sus normas.
Las horas pasan, Carlos visita a diferentes vecinos, que le presentan sus apasionantes trifulcas con los calentadores o con la conexión a internet. Él les pide amablemente un vaso de agua a cada uno, y después se esfuerza por intentar hacer un diagnóstico, que por lo menos, parezca elaborado. La mayoría de ellos simplemente asiente con la cabeza, fingiendo estar entendiendo los tecnicismos que Carlos se esfuerza por colocar en cada frase. Algunos, sin embargo, se apresuran a corregir al guardián, indicando su opinión más o menos fundamentada. Él se esfuerza por no discutir mucho, y suele dar la razón a los propietarios, haciendo uso de frases como «claro, también es una posibilidad» o «tiene usted razón caballero». Los que presentan problemas aparentemente complejos, son redirigidos por Carlos al verdadero técnico de la urbanización. Javier, jardinero a tiempo parcial y técnico cuando se le requiere, realizó hace años un grado superior para convertirse en electricista. Su destino, o para ser más precisos, el ronronear de su estómago, lo encamiron a realizar todo tipo de trabajos para poder mantenerse. Los vecinos solían llamarle «el satélite», porque siempre orbitaba alrededor del angustiado Carlos. «Él lo resolverá», piensa.

Al terminar con el último bloque, Carlos se encuentra el destartalado ascensor averiado; un último detalle para rematar una jornada mortífera. Asqueado, sale del edificio, dirigiéndose a la garita, donde planea volver a fumar observando el atardecer. Por desgracia, se le cruza el temible comando de las ancianas oteadoras. Armadas con sus portentosos peinados y sus miradas de hierro, lo asaltan sin ningún tipo de pudor. Carlos intenta ser lo más amable que puede. Las viejas, cuya sangre se encuentra compuesta en su mayor parte por veneno, no tardan en quitarse la máscara de la concordia. Ponen en duda, como siempre, su labor como guardián y protector del orden. Él las intenta calmar sin éxito, mientras las señoras evocan el pasado bucólico de la urbanización, donde la decencia era una regla no escrita y la subordinación de los vecinos a los códigos de la moral cristiana era un hecho. Lo cierto es que Carlos lleva años en la comunidad, y su maestro en el oficio le dio las claves básicas para sobrevivir al cargo. «Por lo que me dijo el maestro Rodrigo, estoy bastante seguro de que nunca ha gobernado la decencia en esta comunidad«, piensa, «este es un sitio de recreo, guste o no». Cuando le han extraído la poca vitalidad que le quedaba, las señoras abandonan a su presa, como aves carroñeras, . Totalmente abatido, Carlos se adentra en el mar de pinos, aprovechando la caída del sol. Los últimos bañistas vuelven de la playa con sus pesados equipos, dignos de los Navy Seals, con un expresión sombría en el rostro. El calor y la efervescencia van desapareciendo, y alrededor de Carlos, en la gran colmena de apartamentos, las luces comienzan a encenderse. La miseria y los cadáveres enérgicamente escondidos bajo la cama reaparecen, los ánimos se templan y la oscuridad empieza extender sus tentáculos.

La luz decae poco a poco, el sofoco desaparece, como si nunca hubiese existido. Carlos enciende su cigarro rodeado de sombras. La piscina ahora descansa inmóvil, iluminada por sus luces internas, como la escena de un crimen, solo que sin cuerpo. El sol y sus acólitos restan escondidos en sus agujeros, pero poco a poco el paseo se va llenando de parejas y familias listas para volver a prostituirse delante de los focos. Nadie intenta, sin embargo, adentrarse en la maraña de pinos y sombría oscuridad donde yace Carlos. «Por fin, el silencio», piensa el aquejado ciencuentón, y disfruta por fin de la última calada. Después, resignado, vuelve a enfilar el paseo de la urbanización, ahora tomado por un aura de cierta sinuosidad y misterio. «Qué tontería» ríe Carlos para sus adentros; «es la misma carretera destartalada de siempre». Ya en la garita, recoge algunas cosas que están tiradas por el suelo. Después, con cierto resquemor, tira la carta que ha recibido de la Clínica y se sienta un par de minutos en el sofá. El silencio es total: los problemas mundanos y la vitalidad exacerbada de los jóvenes ya no resuenan en la distancia. Al cabo de unos minutos recuerda porqué nunca se sienta en el sofá; parece diseñado para causarle dolor. Deja la garita en orden y coge su cazadora, reservada para los meses de invierno. Después, vuelve taciturno al paseo. Mientras se aleja, un niño va como un rayo a tirar la basura en el cubo gris, situado a pocos metros de Carlos. Cuando el niño se percata de su presencia, simplemente esboza una mueca, y se aleja corriendo, como si el mismo diablo le pisara los talones. Carlos ríe sin energía, y enfila por última vez, al menos en mucho tiempo, el camino hacia la salida. Se asegura de que la puerta, hecha polvo, quede bien cerrada. Después, echa a andar sin mirar atrás ni una sola vez.

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