Una soleada jornada iba abriéndose paso entre los días de verano. El fresco viento de poniente y las firmes zancadas de unos pillos zagales parecían los únicos capaces de hacerle frente al Sol. Sus ansiosos pasos iban intercalándose con bromas y empujones. Niños con sueños y miedos intercambiando inexperiencias. Su inocencia contrastaba con la miseria que el hambre esparcía en aquellos años tan sangrientos y tristes. Fueron estos jóvenes testigos de primera mano de la maldad de la gente y de las ideas manchadas de sangre. Sus primeros recuerdos fueron acompañados de ruidos de bala, de puertas cerradas, de bombas y gente corriendo por las calles. Es por todo ello que nunca les faltaban las ganas de pasar un buen rato. Hoy su destino era su patio de juegos preferido: la ribera del río. Allí, fuera del mundo, rodeados de cañas y algún que otro frutal, unos se zambullían en el agua, otros probaban su pericia cazando pajarillos, y los más tranquilos recogían los abundantes higos y tomates que la vega esparcía generosamente por las lindes del río.
Entre esos chicos se encontraba José, delgado como todos los de su tiempo, pero de una delgadez enjuta, esa que da la falta del comer y la búsqueda de la supervivencia. No muy alto, pero de anchos hombros y fuertes manos, su vivacidad y espíritu inquieto le hacían diferente al resto. Lo que más le gustaba era cazar pajarillos, era todo un especialista como bien lo demostraban sus capturas. José poseía un par de hembrillas que eran la envidia del grupo, con ellas eran pocos los pajarillos que no atendían al reclamo.
La preparación de la red, su anclaje en el suelo, incluso la elección del sitio idóneo, eran para él asunto de la máxima importancia. Perfeccionista y curioso, ningún detalle podía quedar sin atar, sobre todo cuando lo que estaba en juego era una suculenta cena. José ponía todo su ingenio al servicio de tan seria empresa, aquí el juego se entreveraba con la necesidad.
— Todo ha de salir bien — le decía a sus compañeros, a los que espetaba a guardar silencio con delicados ademanes.
— Shhh. Que no van a oír el reclamo. No seáis tontos — susurraba ante la ruidosa espera de sus compañeros. Escondidos tras un unas cañas, guardando un difícil y forzado silencio, esperaban, y esperaban, y esperarían todo lo que hiciese falta para llevarse un minúsculo trozo de carne a la boca. Cuanto más tiempo pasaba, más capaces se sentían de aguardar en silencio, su imaginación les azuzaba con imágenes de la deseada cena. Inquebrantable es la voluntad que tiene un nítido y claro objetivo.
— ¡ Viva, viva !
— El primero es mío.
— ¡ Ja, ja, que te lo crees tú !
Éstas y otras tonterías se decían los niños entre sí, en un correr de vítores y tensiones calmadas. Una vez capturada la primera presa, las siguientes caían más rápido, como si la primera fuera la más difícil de todas, la que más resistencia oponía al griterío de sus estómagos. La tarde iba pasando y se acercaba el momento de hacer recuento y reparto, recoger las cosas y volver a casa.No sin recelo, repartían con mesura sus trofeos mientras el Sol marcaba la hora de regresar.
El camino de vuelta era mucho más tranquilo, los empellones y las bromas de la ida fueron sustituidos por la alegre crónica de la jornada. Más tranquilos y sosegados, caminaban juntos por la playa, escuchando el melodioso rumor de una mar brillosa. Rodeados de un cielo azul y unas cuantas barcas varadas, el grupo iba reduciéndose conforme aparecían las primeras casas. Poco a poco, los niños iban cambiando la ondulada playa por la arena firme de las calles del pueblo.
José tenía suerte, no era el primero en irse, pero tampoco el último, ambas cosas le desagradaban. Su familia tenía una casa arrendada cerca del centro. Al tomar su desvío tierra adentro, José pasaba por algunas de las pocas calles empedradas que tenía el pueblo. Aunque fuese tarde sabía que todavía se encontraría en pie algunos de los tenderetes del mercadillo de la Plaza Central. Disfrutaba cruzando esa plaza y observando los diferentes puestos de verduras y pescados.
—Pepillo, que contenta se va a poner tu madre, chiquillo —le decían algunas señoras al joven y orgulloso cazador.
—¡Niño, dame un pajarillo que llevas muchos! —le gritaban algunos pescadores mientras recogían su género. Con el pecho henchido y los ojos brillantes se dirigía a su casa, ansioso por mostrarle a su madre lo que tantos halagos había cosechado entre compañeros y extraños.
—¡Ay, mi Pepillo qué bueno que es! Vete a pedir unos ajos mientras yo preparo los pajarillos pal caldo.
—¡Qué bueno que es mi niño! ¡Qué bueno que es! —repetía ella mientras su hijo salía de casa. Su madre, conocida por su fuerte carácter y bondad sin fondo, y su padre, hombre tenaz e inteligente, daban todo su ser y conocimiento para alimentar a su prole. Él lo sabía, por eso, superando su vergüenza, no dudaba ni un segundo en ir a pedir lo necesario para llenar los platos. Todos, padres y hermanos, ponían de su parte para que la comida alcanzara. Hoy, gracias a José su familia dormirá tranquila, con la simple y absoluta felicidad que confiere un vientre lleno.
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