Introducción.
Un encuentro inesperado
Era una tarde lluviosa y fresca, ya pasaban de las tres. Estaba en mi oficina, enterrado entre un “millón” de papeles. Eran cartas que contenían testimonios, todos por leer, ninguno por descartar. Cualquiera podía contener el material de mi próximo “best seller”. Entre lectura y lectura, me distraía, contemplando a través del vidrio de la puerta; como la gente corría para todos lados, buscando protegerse del agua.
Abstraído, leía una historia de alguien, quien juraba haber sido reclutado por la NASA como “conejillo de indias”. Aseguraba que accidentalmente descubrió los restos de algo, que bien pudo haber sido un OVNI; pero cuando la organización se percató de ello, lo sometieron obligatoriamente, a un proceso de lavado de cerebro. Ahí lo expusieron a experiencias ficticias bajo los efectos de drogas, lo abandonaron en un basurero y lo deportaron posteriormente, bajo el pretexto de que estaba loco.
Ya no terminé de leer la historia, en ese momento la puerta se abrió repentinamente. Una dama muy bien abrigada entró abruptamente y cerró de inmediato. Quedó parada a cinco metros de mí, intrigado, la contemplé en silencio. Su abrigo chorreaba, el piso se mojaba, ella miró a su alrededor y detuvo su mirada en la mía, sin saber qué hacer ni qué decir.
─ ¿Es usted el licenciado Astorga? ─ me preguntó
─ Efectivamente, yo soy Pablo Astorga, para servirle ─ me paré y fui a quitarle el abrigo.
─ Siéntese ─ la invité, acomodándole la silla frente a mi escritorio.
Era una dama elegante y atractiva, unos veintiocho años de edad. Cabello color caoba y quebrado, ojos café claros, piel blanca. Rasgos faciales finos, sus labios carmesíes, temblaban al hablar. No podía ocultar su profundo dolor.
─ Supe que usted escribe historias ─ me dijo, con voz quebrada. Sus parpados se humedecieron.
─ Efectivamente, busco y publico historias inspiradoras, que demuestran lo maravilloso de la vida, o al menos lo maravilloso que puede llegar a ser, si nos proponemos hacerlo ─ le contesté. Ella soltó el llanto.
─ ¡Que lastima! ¡mi historia es lo contrario! ─ exclamó.
─ Esta demuestra lo injusta, que pueden llegar a ser algunas etapas de nuestra vida. Cuando la ambición se apodera de nuestros seres queridos ─
─ Bueno, si es algo que la gente debe aprender, ¡me interesa! ─ le dije, afectado e intrigado por su pena y la historia.
─ ¡vamos, cuénteme! ─ La invité. Ella, limpiándose la húmeda pena, comenzó su relato.
─ Me llamo Andrea, en los días que nací mi padre se fue a Estados Unidos, dizque a estudiar. Pero viví una niñez hermosa y feliz. Mi madre se casó y me dejó, gracias a Dios, al cuidado de mi abuelo. Con él viví una niñez de ensueño, llena de amor, de protección, de libertad, pero, sobre todo, de conocimiento y sabiduría.
Cuando era una niña, jugábamos a que yo era una osita de peluche, y él me adornaba y jugaba conmigo. Desde entonces, me decía siempre “mi osita”. En la escuela, era él quien siempre llegaba a traerme puntual. En las actividades siempre mi abuelo; en las graduaciones ahí estaba. Mi abuelo fue mi todo: mi padre, mi maestro, mi guía, mi soporte, mi aliento y mi consuelo. Desde que tengo conciencia, hasta mi matrimonio, la figura principal de mi vida, fue “mi Abuelo”. Cuando me fui de luna de miel con mi esposo, él estuvo en el aeropuerto despidiéndose y “ordenándome” que disfrutara mi celebración.
Ya estando en Europa, presentí algo terrible, llamé a casa y me dijeron que no pasaba nada. Pregunté por mi abuelo y aclararon que estaba de viaje y en perfecto estado de salud. Por lo que, con algunas dudas hormigueando en mi pecho, seguí mi luna de miel.
Cuando regresamos, me pareció llegar a un mundo totalmente distinto al que dejamos. Mi abuelo no estaba, nadie de mi familia parecía saber dónde se encontraba. Algunos rumores de vecinos decían que había muerto, que lo habían incinerado y desparramado sus cenizas en el mar.
Me encontré con aquel vacío y con aquella incertidumbre, de no saber nada de mi abuelo. En las primeras noches, antes de confirmar que había fallecido, soñaba con él. A veces imaginaba que tocaba mi puerta, y me decía “¡Osita!, ¡ya regresé!, ¡ábreme la puerta”! pero cuando la abría, me encontraba… ¡con la nada!
Así viví algunos meses. Mi esposo fue mi único asidero en esa sinrazón. Todos en mi familia fueron desapareciendo poco a poco de mi vida. Aún mi madre, cuando le preguntaba por mi abuelo, únicamente lloraba, y salía corriendo… no me decía nada.
Con mi esposo investigamos y supimos el lugar y la hora en que mi abuelo murió, pero parecía que se olvidó de mí al final de su vida, ya que nadie me dio ningún recado o mensaje que me hubiese dejado.
Nos llegaron rumores, que los bienes que por tantos años y con tantos sacrificios fueron ganados por mi protector, eran despilfarrados sin lástima por mis familiares.
Hace un par de días me hicieron una llamada telefónica. Era de parte del Licenciado Hidalgo, el notario de mi abuelo, hombre de su total confianza. Estaba agonizando, y le urgía verme. Cuando estuve frente a él, mudo e impotente, con sus manos moribundas me entregó este sobre y me señaló un jarrón… ─ ella sacó de sus bolsillos un papel doblado y me lo mostró, continuando su relato.
─… después que lo hizo, juntó sus manos hacia mí, en señal de pedirme perdón; pero hasta ese momento, yo no sabía que es lo que habría de perdonar. Para cuando lo supe, ya había muerto: Se fue con la culpa incrustada en el alma ─
─ Y ¿Qué es lo que pedía que le perdonaran? ─ le pregunté
─ Lea y saque sus propias conclusiones ─ me dijo, entregándome el sobre. Dicho esto, tomó ella misma su abrigo, se lo puso, y se dispuso a salir. En el umbral de la puerta se detuvo, giró y me miró de nuevo
─ No sé si le sirva, pero igual, quédese con la carta, a mí, únicamente me daría dolor; pero si no le sirve, hágame un favor, quémela y olvídese del asunto. … ¡Prométame que lo hará… prométamelo! ─ me pidió vehemente. Yo levanté mi mano derecha y dije
─ ¡Se lo prometo! ─
Al reverso de la carta está mi número telefónico… por cualquier cosa diciendo eso, abrió la puerta y se fue. Lo fuerte de la lluvia también se había ido, únicamente quedaba una llovizna suave y una brisa helada.
Abrí el sobre y encontré una carta. Las letras hechas a mano, eran difíciles de entender, parecían haber sido escritas con gran dificultad. Sus trazos temblorosos y el tamaño un poco irregular, me obligó a esforzarme en descifrar aquel pergamino.
Después de varios días de traducción, a continuación, transcribo la carta con sus respectivas correcciones. Para que sea el lector, y no yo, el que saque las conclusiones que pidió la bella dama.
Despedida y Testamento
Para Andrea Castilla
Hola “Osita”, te escribo esta carta en el umbral de mi partida. Es media noche y hace frío. Estoy en la cama de un hospital, en medio de un silencio de sepulcro; me auxilia una pequeña lámpara, y amenizan mis pensamientos el triste cantar de los grillos.
Mientras mi temblorosa mano intenta esbozar esta despedida para ti, debes estar al otro lado del mar, feliz y contenta. Celebrando el inicio de tu nueva vida, al lado de ese joven, ¿Cómo se llama?… Fabricio. ¡Es un buen chico!… espero que siempre te merezca.
Para cuando regreses y leas estas letras, Osita, sólo seré un recuerdo… bueno y un jarrón con cenizas, que, por cierto, te entregará a tu regreso, junto a esta carta, el licenciado Hidalgo. Tú sabes qué hacer con ellas. A mis casi noventa años, la muerte tiene prisa por llevarme, aunque quiera quedarme un poquito más. No vayas a culpar a nadie por no haberte avisado. Fue mi último deseo que incluso, no te dijeran nada de mi estado de salud cuando tú llamaras, porque sé que lo presentirás. Lo hice por tres poderosas razones: la primera, porque echaría a perder tu luna de miel, de la que me hablaste emocionada, ¡con tanta ilusión! La segunda; prefiero que recuerdes aquel anciano feliz, risueño y juguetón, de tus bromas y mimos; y no al viejo decrépito, pálido y moribundo que soy ahora. Y también quiero llevar en mi retina, el recuerdo de tu risa fresca como el arroyo que baja de la montaña; de tu cariño franco y sincero, de tus atenciones alcahuetas y complacientes; y no llevar empapada mi alma de tu llanto, y clavado en mi impotencia tu dolor.
¡No vayas a llorar por mí Osita!, ¡no llores!; ¿Sabes?… la vida me enseñó muchas cosas, pero lo más importante lo aprendí de la muerte. ¿Recuerdas la “escapada” que me di hace un par de años?… Aquella en que regresé, y me encontré hundido en tus brazos, mientras me pedías, llorando, que aún no me fuera. En esos minutos que me fui, aprendí que estamos conectados con toda la humanidad, pero más estrechamente con los seres con quienes nos une el Amor. Aprendí que, aunque al cuerpo lo den por muerto, nuestra alma sigue viviendo. Seguimos en el bregar de la vida, atados a ella por el dolor de nuestros amados y/o por alguna pena que nos llevamos; pero la paz de sus corazones, disuelve nuestras cadenas y regresamos a nuestro Hogar, desde donde estamos listos para regresar al mundo y seguir nuestra evolución. Y tú, Osita, eres el ser que más amo en este mundo, y tu dolor sería una pena insoportable para mi alma.
Aprovecho esta carta para aclararte algunas cosas que aún están “colgadas”, como te decía que dejáramos algunas preguntas tuyas, que yo no quería contestar en ese momento.
Es cierto, nunca amé a tu abuela, pero me hinqué y le di gracias a Dios el haberla conocido; el día que tu madre te llevó a la casa, abrió unos pañales, y te vi… ¡fue amor a primera vista!… ¡me enamoré de ti desde esa vez y para siempre!… y sé que fui ampliamente correspondido.
Un día, cuando eras una niña aún, me preguntaste porqué tu padre se había ido cuando naciste, yo guardé silencio. De adolescente, cuando este mendigaba migajas de tu amor, me pediste la razón por la cual no intentamos, con tu madre, detenerlo para que asumiera su responsabilidad de padre. También guardé silencio. Ahora, cuando mi barco de ida empieza a zarpar, te explico las razones: La libertad, Osita mía, es el respeto por los designios de Dios, es el dejar fluir su Voluntad. Cuando supe que tu progenitor se iba, entendí que tú habías nacido para estar conmigo; y yo para educarte. Por eso cuando tu madre se casó, no objetó que pasaras la mayor parte del tiempo junto a mí, al fin y al cabo, vivíamos cerca. Si lo deteníamos bajo amenazas o presiones, tu progenitor se quedaba con su corazón lleno de frustración y rencor, y le habría arruinado la vida a tu mamá y a ti. Mientras yo me hubiera muerto de soledad y tristeza.
Ahora eres una joven alegre, optimista y profesional, con la felicidad que brinda, el recibir todo el amor que un viejo corazón es capaz de dar. Tu madre ha sido feliz todos estos años con Alberto; y yo he vivido un verdadero paraíso terrenal. Me muero en paz, y con toda esa dicha y felicidad, que me brindó tu compañía, dentro del alma. Además, tu padre culminó su carrera en el exterior, que era su meta al irse, y ahora es un ejecutivo exitoso. Nada de eso fuera posible si le torcemos el brazo al destino.
Por último, cuando mi conciencia se empieza a apagar, recuerdo que siempre te ha intrigado los “celos” que tienen de ti todos tus primos, tíos, hermanos, y hasta tu propia madre. En una vez me confesaste que te sentías culpable de sus resentimientos. Que renunciabas a cualquier herencia que te dejara, para demostrarles tu verdadero y genuino amor por mí. Pues no, nadie valorará mis bienes como Tú. Nadie sabrá hacer uso más sabio de ellos, que mi osita; así que este día le firmé al doctor Hidalgo mi última voluntad, acerca que todos, y enfatizo, todos mis bienes sean pasados a tu nombre. Yo sé que repartirás entre la familia con sabiduría y equilibrio. Te dejo ese encargo, conserva la mayor parte de todo, porque lo demás posiblemente no dure mucho en otras manos.
Te amo “Osita” y siempre te amaré.
Tu Abuelo.
Aclaración Necesaria
Creo que es justo hacerle al lector, la siguiente aclaración:
Aun sin estar seguro que la historia se publicaría, entablamos una bella amistad con Andrea. Ella nos mantuvo al tanto con el final de la historia.
Nos contó que las cenizas de su abuelo, las enterró bajo un árbol de conacaste; donde pasaron con su abuelo, siendo ella una niña, horas y horas leyendo poesía, fabulas, e historias de diversos escritores. Por otro lado, efectivamente todos los bienes de don Samuel, el abuelo de Andrea, se esfumaron en manos de sus familiares. Pero me insistió que no les guarda rencor por eso, al fin y al cabo, no le interesaban las propiedades de su protector. Lo que tardó en perdonarles, fue el haberle ocultado la verdad. Y aunque perdonó de corazón al Licenciado Hidalgo, se dice que en su oficina se escuchan gritos y ruidos, y pasan cosas extrañas alrededor del archivo donde ocultó, por varios años, la encomienda de don Samuel.
Tuvimos la oportunidad de conocer a Fabricio, el esposo de Andrea, y realmente es todo un caballero. Hacen una excelente pareja. Cuando me disponía enviar esta historia al editorial recibí una llamada urgente de Andrea, en la que me cuenta que ha sucedido algo realmente sorprendente y misterioso: Samuelito, el hijo de ambos y con seis meses de edad, dijo sus primeras palabras a mamá: “Oshita”.
Fin
Jorge Tobar
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