A mis días con luz.

Aunque pocos, los más queridos

«Bajo mi sombra todo es gris, gris oscuro casi negro. Y es curioso su humor: no le gusta la luz, el ruido o los olores; y es egoísta. Egoísta y celosa».

Cinco horas.

Cinco horas tumbado en la cama, encerrado en la habitación y nada. Todo está a oscuras y en silencio, es imposible oír algo y, sin embargo, puede escuchar todo, hasta sus latidos. ¿Por qué no se va? ¿Qué ha hecho?

Cri cri…

Cierra los ojos para ver si logra dormirse, pero aparece de nuevo el destello de puntos negros, su nube particular. No puede tomarse más pastillas, ya ha cumplido por hoy. Le palpitan las sienes, le duele la mandíbula y tiene náuseas: nada nuevo. Abre los ojos y mira hacia el techo: le espera una larga noche en compañía de su sombra. Cierra los ojos de nuevo, cambia de postura.

Aguanta, no te queda otra, se dice.

La luz que se cuela entre las persianas le despierta. Mira el reloj: las tres de la tarde; ha estado «durmiendo» casi trece horas, y sin embargo todavía sigue cansado. Se levanta con los ojos entornados: la claridad le molesta. No tiene ganas de vestirse, así que se pone un jersey de lana sobre el pijama y sale de la habitación para comenzar lo que queda de día.

«Bajo mi sombra todo cambia. Y no sé si es por su humor, o porque es egoísta, pero me encuentro solo. No quiere de la compañía de nadie, solo la mía. No le importa lo que yo esté haciendo; es una maleducada, se presenta aunque esté acompañado, donde y como sea: ahora está cogiendo la mala costumbre de venir sin avisar antes. Y no es que tenga preferencia, pero es tan insistente que siempre me obliga a dejar todo para hacerle caso —además, pobre de mí si no lo hago».

Come sin gana. Su madre le habla mas él, como de costumbre, está ausente. De repente:

—Mamá, recuerda que hay que llamar para pedir cita al neurólogo, que yo así no llego a los veinticuatro.

—Qué exagerado eres, de verdad. Aparte, sabes que para el neurólogo tienes que ir hasta el centro de especialidad.

—Bueno, entonces ya iré esta semana con mi chica —De sobra sabe que no lo va a hacer: no hay tiempo para nada últimamente.

Termina en la mesa y se levanta. Recoge su servicio y se va a su habitación a estudiar. Se sienta en la silla que está frente al escritorio y junto a la ventana, coloca el portátil y enciende la lámpara. Se acomoda en la silla. Está cómodo, nublado —como casi siempre— pero cómodo.

Cri cri… No puede ser.

Enciende el ordenador y se pone a escribir. Hoy le tocan por lo menos tres horas seguidas de estudio. Es temprano, aún hay tiempo; con suerte, podrá salir a dar una vuelta con su novia.

Le empieza a molestar la nuca.

Se estira en la silla y se asoma a la ventana. Las pocas hojas que quedan se mueven acompasadas; debe de hacer frío en la calle.

Cri cri… Comienza el martilleo de sienes.

«Lo único que funciona es cerrar la puerta antes de que esté cerca, aunque hay veces que la abre, y entonces me quedo pensando quién le ha dado la llave».

Llama a su madre para que le haga un café: necesita cafeína como sea. Abre su cajón y saca un Nolotil: probará con algo ligero. Su madre viene con el café y le pregunta:

—¿Ya estás de nuevo, hijo?

—Sí. Anda, tráeme un pañuelo mojado y mi antifaz.

—Pero si lo tienes en la estantería, mira bien —responde ella.

—¡Que no está, hostia! Lo he mirado ya. —Sabe perfectamente que no ha mirado, pero no tiene ganas de charlar.

«Es pesada hasta decir basta; cuando está conmigo no se quiere ir por mucho que yo lo intente —he probado todos los métodos, no se crean—. Hay veces que con unas horas tiene suficiente; otras, sin embargo, por miedo a echarme tanto de menos se queda días haciéndome compañía. Y si al menos tuviera buena conversación, si fuera simpática conmigo… Pero es tímida, tímida y borde. No habla, solo me martillea: “cri cri” como un puñetero grillo».

Se vuelve a tumbar en la cama; en teoría la nube tendría que desvanecerse en media hora. Coge los tapones que siempre tiene encima de la mesilla y se los coloca. Cierra los ojos y la sesión de luces y colores empieza. Otra vez su nube gris oscuro, casi negro.

Cri cri.

Abre los ojos de nuevo. Le palpitan las sienes. Le duele tanto el lado izquierdo de la cabeza que decide colocarse la diadema especial que compró en la farmacia. Le empieza a doler la nuca. Náuseas. No debería haber comido tanto, piensa, pero tiene demasiado sueño esta vez como para…

A los diez minutos su madre entra con un paño húmedo y un antifaz que no es el de su hijo, sino el que usa ella cuando tiene jaqueca.

—Toma, desastre. Aquí tie…

Sorprende a su hijo dormido. Se acerca, le quita la diadema de la cabeza y sale de la habitación sin hacer ruido.

«Uno se hubiera acostumbrado ya si la conociera de toda la vida, pero éste no es mi caso ni el suyo tampoco —o al menos eso creo—. Son cinco los años que lleva visitándome y, en mi opinión, se toma demasiadas confianzas».

Se despierta de golpe y mira el reloj: son las seis de la tarde. Se estira en la cama; se nota descansado. Cierra y abre los ojos.

No hay señales de su sombra.

Se levanta, sale de la habitación y va a la cocina a tomar algo. Vuelve a la habitación, se sienta en la silla frente al ordenador y decide que ya es hora de ponerse a hacer algo.

A la hora, levanta la cabeza y mira hacia la ventana; la calle le está llamando a gritos. Duda un instante, finalmente se pone en pie, se viste y decide que lo mejor será hacer caso a la llamada. Antes de salir por la puerta recuerda que se le olvida algo importante: su pastillero. Lo recoge, cierra la puerta y sale a la calle.

El aire frío lo despeja, mira al cielo y sonríe: empieza un día con luz.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS