Él la miraba a la manera de un creyente, ese característico fervor. Ella lo miraba a la manera de una estúpida sin pretensiones, esa típica subyugación peligrosa. Se entendían un poco menos que los persas y los egipcios; pero creían entenderse. Él anhelaba la Conservación del mundo y pretendía reflejar en ella su rostro eterno, pero dañado. Ella anhelaba ir tras unas luciérnagas que podían atisbarse entre las sombras, pero él la tenía agarrada macizamente del estómago. Aún así ambos habían sufrido penurias símiles. Habían pasado, y de vez en cuando seguían pasando hambre; recelaban de la agarrotadora malicia de la sed, constante en su capacidad de ahogar en húmedos deseos a sus mártires. Tampoco les pasaba inadvertida esa sensación de rencorosa iniquidad que provoca el ser discriminado. No mucho más querían a esas miradas de asco y repulsa que veían ante sí, todos los días, como un espejo burlesco e inagotable. No más amenas les eran las despiadadas miradas de lástima, jamás se tolera la misericordia. Sin techo ni hogar, unidos por un callejón nocturno en el que ambos habían dejado su fantasmagórica presencia, eran como un velo ante los huidizos ojos de la hipócrita sociedad.
Vagabundos, mendigos.
Ella había sufrido un abandono inenarrable por su bestialidad, patadas de una crueldad vomitiva, tormentas inclementes, risas de niños. Había sufrido el loco deseo de acometer a la carne cruda que se atisbaba en un mostrador desde la calle, el impulso de agujerear con los dientes el lomo de un gato. Había sufrido el ver a las palomas volar lejos de sus posibilidades y se contentó con hogazas de pan y comidas putrefactas de los tachos de basura. Padeció el no entender nada de lo que le pasaba, sin envidiar una existencia mejor.
Él conoció otras crueldades… de las que fue cómplice. Tuvo la suerte de entender el porqué de sus desgracias. Sufrió los defectos de su personalidad, exquisitos lunares de todo humano, que se forjan sin ser fraguados con conocimiento de causa. Sufrió, pues, a la sociedad, quien lo moldeó a las maneras de la época. Digirió el desconocimiento de sus padres biológicos, que fueron suplidos por un abuelo represor y una abuela que no manchaba las hojas. Sobrellevó a su manera sumisa de ser, quien le arrastró por experiencias de las más diversas, las cuales lo asaetearon profunda e inolvidablemente. Despreció las cualidades razonablemente preventivas de los ecologistas. Adquirió las perdidas terrenales y distanciadas de sus cercanos; una de las cuales se refería al amor y que pudo más que su siempre escasa fuerza de voluntad. Se dejó hundir en la ignominia y la disipación y logró perder todo lo que había conseguido con especial ahínco. Vagó como un barquito de papel por cloacas laberínticas, diseñadas sin coherencia ni cohesión. Zarpó solo y, cuando llegó al callejón en el que la encontró, ya había reclutado a valientes aventureros, cuyas principales características eran la escasez y la inanición.
Unidos después de tantas triunfantes y ominosas vicisitudes, decidieron asentarse en unos bosquecitos con un lago de por medio. Cuando se conocieron, ella seguía sumisa de naturaleza, característica perruna. Cuando se conocieron, él quiso matarla, creyendo ver en ella a su amor perdido.Pero debieron compartir lo que en solitario habían padecido y eso los entrelazó de una manera en que no importa la raza, sino el alma. Se volvieron como dos almas gemelas, unidas de una manera que escapa a cualquier entendimiento. Porque ¿Cuántas personas han sufrido, con alguien a su lado, los pesares más extremos? Pocos son estos que, aunque la hayan pasado mal, son unos privilegiados al haber logrado cosechar una fusión que va más allá de lo físico y lo divino.
Entonces, enlazados de esta manera, se encontraban aquella noche de luciérnagas y anhelos. Ella seguía igual que siempre. Él veía en ella el verdor de los pastos que, en esos momentos, la ausencia del sol se guardaba para sí. Errante durante toda su vida, sumiso y sin ideas propias, había, por fin, encontrado su propio rostro. Vio en ella un fin superior, una necesidad indiscutible. Se flageló por su afán de victimizarse y por sus pensamientos nihilistas. Condenó a la raza humana por lo que ella tenía que pasar. Él englobaba en la perra a toda la naturaleza, al planeta tierra entero, a su flora y su fauna. Descubrió, debajo del polvo acumulado por la escasez de utilización, sus antiguas virtudes guardadas en un cajoncito forrado en rencoroso algodón. Se las vistió, esperó a que llegase la mañana y partió.
Partió con el fin de acabar con sus miserias. Partió con el fin de ayudar al mundo.
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