Hay una pregunta que me gusta hacer cuando estoy conociendo a alguien y pasamos a la etapa de la confianza: «¿Cuál es el día más significativo en tu vida?». Me gusta esa pregunta, porque permite saber si la persona ha sido marcada para bien o para mal por el pasado; a saber a qué cosa le da más significado. Sí, el pasado deja marcas y todos las llevamos. Para algunos, «aquel día» corresponde al del nacimiento de su primer hijo, al de su titulación en alguna carrera, a aquel en que murió un ser querido (porque a veces los peores días son los que más nos persiguen) y para otros (los menos), el día de su matrimonio.

Pese a que es una pregunta que he hecho muchas veces, hasta donde recuerdo no me ha tocado responderla. Entonces he repasado un poco mis recuerdos para buscar momentos trascendentes. Encontré muchos, la mayoría buenos, aunque no todos. Mi conclusión no conlleva ninguna carga emocional ni sentimental. Incluso podría parecer un poco pretenciosa, simple, si cabe, pero creo que el día más significativo de mi vida (el más importante) es el 8 de julio, el de mi nacimiento, y es que claro, ahí comienza todo ¿no?

La historia me parece muy interesante (extraño para un hombre de ciencias y de números). Me gusta porque creo que es ella la que une muchas cosas que aparentemente no tienen ninguna cosa en común, llegando incluso a trascender la barrera del tiempo. Hay un pequeño país al otro lado del mundo, en donde todo lo que pasa, por grave que sea, es irrelevante para el mío. Son muy opuestos culturalmente, distintos en cuanto a la superficie que abarcan, a la calidad de vida y en todas esas cosas que a los estudiosos les gusta jugar a medir, pero resulta que están en una dictadura, cosa de la que también «la copia feliz del edén» fue víctima hace años. La historia nos une. En lo malo más que todo, pero nos une. Hice un par de preguntas a mi madre para descubrir mi propia historia. Se supone que, aunque irrelevante, todos tenemos una particular, hecha a medida.

Nací el 8 de julio de 1988, en una pequeña ciudad costera llamada Iquique, ubicada en la zona norte del país que está más al sur en el mapa. Lo que para mí es el norte, para el resto de los países de América es el sur, aunque tampoco es que en otros lados se sepa mucho de su existencia. De todas formas, por alguna razón, me siento más orgulloso de ser iquiqueño que chileno, aunque en la práctica, una cosa lleva a la otra. Nací a eso de las 2 a.m., dando tarea desde el primer momento. Fui un bebé pequeño y de poco peso, pero las vueltas del cordón umbilical en mi cuello dificultaron la tarea de sacarme de allí. No lloré. Tampoco me entregaron a mi madre. Le permitieron ver solo un par de segundos a su hijo recién nacido, que estaba morado, mojado y aparentemente dormido. Luego de eso, a la máquina. Al día siguiente ya era un niño saludable, que chillaba como cualquier otro. Los bebés suelen ser arrugados y llorones al nacer, cosa que tal vez augura lo que será la inevitable ancianidad. Pese a todo, era un pequeño del que se podía decir «es lindo» sin mentir.

Lo bueno de escribir autobiográficamente es que podemos dejar de lado de manera deliberada todas aquellas cosas que nos queremos guardar. Lo malo, es que esa deliberación a la hora de seleccionar lo que queremos que se sepa de nosotros resta credibilidad, por lo que tenemos que saber dar algo negativo, que ofrezca al menos una falsa muestra de humildad y debilidad, para que las verdades se digieran más fácil. Yo tengo el mal hábito de mostrarme tal cual soy, a veces resaltando lo negativo por sobre lo demás. Esto no tiene nada que ver con la sinceridad; responde más bien al hecho de que no me gusta decepcionar. Prefiero que me descarten desde un principio antes de que se hagan una idea falsa de mí y después se sientan defraudados. Con esto solo intento advertir que posiblemente esto sea una pésima autobiografía. Tal vez hasta me invente algo para mejorarla.

Algo que me parece curioso es que, en el año 1988, el 8 de julio cayó viernes. Hay varios términos que se podrían usar para describirme, pero «festivo» en mi caso no aplica mucho. Me siento más cerca de lo que según la RAE es su antónimo; del lunes. Bueno, siendo honesto, la RAE no los menciona como antónimos, pero como van las cosas con ellos, ya ninguna locura me sorprendería. Tampoco es que sea tan descabellado, porque no hay nada más lejano a un viernes que un lunes, ¿no crees?

Busqué en Internet algunos hechos históricos ocurridos el ocho de julio. Comentaré algunos:

1730: en Valparaíso (Chile), a las 4:45 de la madrugada, se registra un terremoto y tsunami que deja un saldo de 300 muertos. Este fue un día triste para el país. Así de grande es la tristeza de una madre que no sabe si su bebé recién nacido estará bien. Pese a los avances médicos, eso sigue pasando.

1887: en Colombia, el gobierno de Rafael Núñez clausura por primera vez el periódico El Espectador. Una clausura nunca es una buena señal, a menos que sea para cerrar un restaurante insalubre, pero este no era el caso, creo.

1889: en la ciudad de Nueva York se funda el periódico financiero The Wall Street Journal. Me gustaría decir que esto se condice con mi habilidad para los negocios, pero me cuesta hasta cobrar el dinero que presto. Hay que ser un poco descorazonado para eso, creo yo. Es un mundillo que me parece fascinante, pese a todo.

1983: en Getafe (España), se funda el Getafe Club de Fútbol. Sin ánimo de ofender a nadie, puse esto solo para expresar mi falta de interés por el fútbol, cosa que me parece irrelevante, salvo en unas pocas ocasiones, en que sirvió de símbolo en contextos sociales, políticos y militares complejos.

2011: despega desde Cabo Cañaveral el transbordador espacial Atlantis rumbo a la Estación Espacial Internacional, siendo esta la última misión de un transbordador. Me fascina el espacio. Siempre he dicho que si tuviera la oportunidad de ir a una estación espacial, iría, aunque eso implique la imposibilidad de volver a la tierra.

Hoy, en el 2019, cumplo 31 años. En el trabajo acostumbramos a hacer un desayuno para los festejados. Hoy me hicieron completos. Básicamente son perros calientes (pan con salchicha), con tomate, palta, chucrut, salsa americana, mayonesa, mostaza, ketchup y ají. En la práctica, no es necesario ponerle de todo, pero en Chile se vive la cultura del «mientras más, mejor» en lo que ha comida respecta. Ojalá aplicara el mismo principio para la lectura o para la justicia. Lo bueno es que hoy puedo irme de la oficina a las 14:00.

El año pasado quité mi fecha de nacimiento de Facebook sin que existiera una razón en particular. Ayer le pedí a mi madre que no me dejara saludos «en el muro» como acostumbra a hacer, porque es innecesario, dado que puede saludarme cara a cara. Son las diez y media de la mañana. Me tomé una pausa de mis labores para contar que hasta ahora me han llegado saludos bien simpáticos al correo electrónico: una tienda en la que he comprado un par de juegos de Xbox me regala un cupón de 5.000 pesos de descuento para usar durante el día (aproximadamente 7 euros). Chilena consolidada me manda un «afectuoso saludo». No sé que empresa es ni estoy seguro de cómo llegaron a tener mi email, aunque soy de los que no teme a dejar los datos en cualquier parte que los soliciten ¿para qué nadar contra la corriente en algo tan trivial? También me saludan de una farmacia, e indirectamente me recomiendan algunos antigripales, como recordándome que cada año que pasa nos volvemos más frágiles. Es pleno invierno y la oferta no me parece tan mala después de todo. Finalmente, uno de los dos bancos con los que tengo cuenta corriente me saludó, aprovechando de recordar que no comparta mis claves en ninguna circunstancia. Si el otro banco no me saluda, no generaré movimientos en sus cuentas el próximo mes.

El otro día me corté el cabello y hoy me rasuré la barba, cosa que no hacía hace varios meses. Cumplí un año, pero a la vez retrocedí tres o cuatro. En parte me siento desnudo.

Tuve la fortuna de nacer en una ciudad de esas llamadas «zona franca», en las que la tecnología se vende a precios muy bajos, y de tener un padre al que le gustan las fotografías. Gracias a ello, tengo varios álbumes con capturas de mi infancia. Me hace gracia lo fácil que es identificar las que tomaba mi madre, pues acostumbraba a «cortarnos la cabeza». Con suerte, en sus mejores tomas dejaba suficiente rostro como para identificar al sujeto fotografiado. Los tiempos en donde no se podía comprobar al instante si la foto se había tomado bien o no, eran difíciles. Además, había que ahorrar rollo, lo que lo complicaba aún más, pero eso ya es otro cuento. El caso es que tengo en las manos una fotografía del año 1989, en donde salgo sentado en el regazo de mi madre, frente a un pastel pequeño con una vela en forma de 1. Al parecer, soporté bastante bien el gorrito de cartón que me señalaba como el cumpleañero (los niños suelen quitárselos de inmediato), pero fuera de eso, estaba totalmente ajeno a todo lo que pasaba a mi alrededor. Creo que todos tenemos esa parte de bebés: a veces parece que estamos, pero no.

Fui dotado con un gran talento para destruir cosas. Mi torpeza con las manos supera mi capacidad de ser cuidadoso. Uno de los primeros regalos que recibí fue un carro de policía, que si tuviera que describirlo en una palabra sería «espectacular». Era negro y cada una de las ruedas tenía una luz de un color diferente. Funcionaba a pilas, y no se necesitaba más que pulsar el botón para que se condujera por sí mismo. Tenía un mecanismo que cada tanto, lo elevaba y lo hacía girar. Una verdadera locura. Encendía luces intermitentes, se movía, y sonaba la sirena sin descanso y de manera frenética. Mi padre siempre cuenta ese acontecimiento: me acerco al juguete, lo miro fijamente un par de segundos, lo recojo con ambas manos y lo golpeo tres veces contra el piso. Ahí se acabó el escándalo. Varios años después me compraron otro exactamente igual, y esa vez me duró un poco más. Creo que ese caso en particular fue un acto deliberado, pero por lo general, cuando daño las cosas lo hago por torpeza y no con mala intención. He arruinado cosas por las que daría lo que fuera por reparar.

Una de las cosas que más ilusiona a los niños cuando están de cumpleaños son los regalos. Esto puede generar mucha frustración y desilusión cuando se recibe algo indeseado o cuando el regalo no supera las mal criadas expectativas. Yo era un crío demasiado consciente como para disfrutar esa emoción. Hubo un tiempo de dificultad económica en la familia, que combinaba muy bien con la crisis mundial y del país. A mi corta edad me sentía entre la espada y la pared. Por una parte, tenía los deseos que todos los niños tienen, pero por otra, reflexionaba demasiado, y sabía que pedir algo muy costoso no haría más que agobiar a mis padres ante la imposibilidad de satisfacerme el capricho. Decir «no quiero nada» tampoco serviría, porque sería otra forma de expresar la frustración de no poder pedir lo que se me viniera en gana. Entonces optaba por pedir cosas que sabía que eran accesibles para ellos: una figura sencilla, un cassette de música, etc. Lo hacía con buena intención, pero siempre me sentía un mártir. Mi madre, hábil cocinera, siempre hacía los mejores pasteles, lo que, al final, es el mejor regalo que pudiera recibir un gordito glotón. Hoy es día de pastel. Quisiera que nunca me falten las tortas de mi madre, aunque no es un deseo que se pueda pedir al soplar la vela.

Ahora yo mismo me hago los regalos que se me apetezcan y no necesito esperar una fecha en particular. Es una de las ventajas de ser soltero a mi edad. La desventaja es que todos intentan convencerme de que “voy tarde” y que tengo que «sentar cabeza» y formar una familia. Hace un poco más de un mes que estoy estudiando polaco, cosa totalmente injustificada para mi entorno. En mi país no se aprecia mucho el arte de estudiar solo por saber. «¿Pero por qué polaco?» La verdadera respuesta, pese a todas las excusas que pueda dar para justificarme, es la más simple de todas: una mujer. ¿Qué si no? Yo creo que todos lo intuyen, pero hasta aquí nadie se ha atrevido a preguntármelo directamente. Hay regalos que son imposibles, como también hay personas imposibles para nosotros, ya sea porque están lejos, porque no están en condiciones de corresponder los sentimientos, porque tienen sus vidas resueltas o por muchas otras cosas. Si pudiera pedir el regalo que quisiera, sería uno imposible. A veces hasta un abrazo es imposible…

Hay personas que han sido un regalo para mí. De esos que no quieres que te falten.

El 8 de julio de 1998 celebré mi primer cumpleaños en la «gran capital», lejos de mi ciudad natal. Mi madre invitó a mis amigos de la escuela. Es extraño, pero siempre me provocó una especie de nerviosismo (injustificado por donde se le mire) mezclar las amistades con la familia. No por vergüenza ni nada de eso. Más bien tenía muy arraigada la idea de que cada cosa tiene que limitarse a estar en su sitio. Ya con ellos en casa, qué remedio, solo quedaba disfrutar. Mi madre hizo un pastel cuadrado enorme y lo cubrió con coco rallado teñido de verde. Lo decoró con dos arcos y jugadores de fútbol (de goma) con camisetas blancas y azules, todos revueltos en “la cancha”. Nunca me gustó el fútbol, y mi mamá lo sabía, pero mis compañeros quedaron encantados y de sabor estaba buenísima. Fue un buen momento. Mi padre trabajó de noche esa semana.

Pese al tiempo que ha pasado, todavía no me adecúo a vivir en esta ciudad, que jamás llegó a encantarme, ni de cerca. Creo que no es bueno vivir en una ciudad de la que quieres irte apenas se pueda, pero la realidad le lleva mucha ventaja a los deseos. Es difícil dejar atrás algunas cosas, por malas que nos parezcan. Tal vez termine muriendo acá, soñando con irme alguna vez. Eso me asusta un poco. La realidad suma un año a su favor.

Ahora son las 15:00 horas. Aproveché el trayecto a casa para escribir. Al salir de la oficina una compañera me preguntó qué iba a hacer para celebrar. Tenía planeado usar el tiempo libre para escribir esto, terminar de leer el libro que tengo a medias, tocar un poco de piano y estudiar alguna cosa (lo típico), pero me pareció que no era la respuesta que esperaba, por lo que me limité a decir: «llegando a casa veré qué sale». Ojo, que nací un viernes. Hoy es lunes, de todas formas.

Por el año 1996 conocí a una niña que se llamaba Natacha. Su familia se mudó a una casa cercana y ella comenzó a jugar con mi grupo de amigos. Ella me enseñó a jugar a los besos. Al principio opuse la resistencia típica de los niños, pero al final terminé por ceder y aguantar sus labios de cría sobre los míos. Lo curioso es que ambos teníamos la misma edad y estábamos de cumpleaños el mismo día. Si es que sigue viva, estará por ahí celebrando. Cuando cumplimos los ocho me dijo que quería ser mi novia, y yo le respondí que estábamos demasiado pequeños. Que esperáramos hasta los diez y que mientras tanto nos limitáramos a jugar nuestro jueguito. Al vernos obligados a establecernos en Santiago, le perdí el rastro a ella y a todo el resto de mis conocidos. La sensación de soledad vuelve cada tanto.

Ahora tengo 31 años y me preguntó si podré llegar a hacer algo tan relevante como para que alguien añada la fecha de mi nacimiento a esa lista de sucesos históricos de Wikipedia. ¿Qué podría hacer? ¿En qué área me gustaría dejar mi huella? Creo que soy mejor preguntando que respondiendo.

Creo que los cumpleaños tienen la secreta misión de hacernos sentir redimidos. No importa lo que hayamos pasado, porque ese día la cuenta vuelve a cero y tenemos un nuevo inicio. Lo mismo pasa con el año nuevo. Vivimos buscando nuevas oportunidades, porque seguimos marcando el paso, postergando lo que nos gusta para después, si es que se llega a dar.

La edad nos sensibiliza. Si no, tal vez no estaría escribiendo en este momento. O eso, o tal vez para este año me había permitido desear más de la cuenta. De todas formas, ha sido un buen día y todavía no termina, al menos acá. En Chile son las 19:00. En otra parte del mundo serán las 01:00. Es curioso imaginar que existe una persona en otra parte del mundo que pudo haber nacido al mismo tiempo que yo, pero que su cumpleaños ya acabó. “Al mismo tiempo” no necesariamente implica “a la misma hora”. Me gusta hablar del tiempo; creo que es el mejor regalo que se pueda llegar a dar…

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