Hoy es un día especial. Algo me dice que todo cambiará a partir de este momento. Mis compañeros, aunque a duras penas hemos podido hablar, tienen idéntica sensación. Nos han despertado a la misma hora de siempre, aunque con la particularidad de que el desayuno, que no es nada del otro mundo, es más abundante que de costumbre: simplemente, algunos trozos de pan duro además del líquido insípido, al que ellos llaman café, de cada mañana. El viento sopla en esta jornada con insistencia entre los barracones, haciendo que el polvo emborrone nuestra visión, dándole un aspecto más desalentador de lo normal a nuestra marcha matinal. El zumbido de la ventisca, al traspasar las alambradas, desafía mi cordura. De vez en cuando, trae consigo alguna rama que chisporrotea en una clara advertencia de lo que nos esperaría si osáramos en encaramarnos en aquel monstruoso amasijo de nervios metálicos con el eslogan Arbeit macht frei, «el trabajo hace libre».
Ojalá mi cuerpo pudiera convertirse en brisa por un momento, y fuese capaz de colarse entre los huecos que quedan entre cada atadura que lo retiene aquí. Poder observar, desde lo alto, los prados que rodean estas instalaciones malditas, mientras me alejo, libre y liviano, en pos de mi anhelada familia.
A mi derecha, puedo distinguir las duchas al aire libre, en las que he visto morir congelados a algunos de mis acompañantes en tantas ocasiones; justo al lado, los campos donde suelo trabajar de sol a sol. Es una labor extremadamente dura. Cada noche creo morirme de dolor; no obstante, debo obligar a mi cuerpo a levantarse cada mañana, ya que sé exactamente lo que ocurre cuando te quedas, por unos minutos más, en tu litera. Para tal efecto, están los chorros fríos del exterior.
Nos llevan a una zona donde nunca antes habíamos estado. Esto solo se puede deber a un motivo: nos liberan de esta prisión sin sentido. Sin embargo, no puedo evitar debatirme con la duda sobre el estado en el que lo harán.
De repente, nos detenemos en una cola compuesta por cerca de quinientos insólitos individuos, inhumanamente raquíticos, demacrados y con idéntica indumentaria. Ante nuestra vista, se alza una pequeña edificación de piedra. Parece una construcción provisional, ya que carece de ornamentos superfluos; nada más que cuatro paredes, sin ventanas, perfectamente alineadas. El tejado está construido con unas ondeadas láminas metálicas ligeramente inclinadas hacia la parte de atrás del mediocre levantamiento. Miro hacia los extremos para buscar un significado a aquella locura, pero no entiendo nada. «¿No pretenderán introducirnos a todos ahí dentro?», pienso con incredulidad. Se abren unas grandes compuertas de chapa para dejar pasar a los primeros de la fila. Noto cómo nos empujan a todos hacia la puerta. Hay una parte de mí que aún mantiene un pequeño vestigio de esperanza. Ya estoy cerca de mi destino final, cuando cierran el habitáculo. Se oyen los primeros gritos, ligeramente ahogados por aquellas gruesas paredes, pero no por ello dejan de ser igualmente espeluznantes. El ruido de un motor insonoriza, momentáneamente, aquellas conmovedoras voces. El sonido mecánico da paso a unos angustiosos golpes en el portón de acceso. Entonces, se me eriza la piel, y, en un movimiento involuntario que me es imposible de controlar, mis piernas comienzan a temblar. Ahora, en el interior, ya solo reina el silencio que es ocultado por los llantos de algunos de mis compañeros. Uno de ellos huye despavorido, y es fusilado al instante. Deseo, con toda mi alma, que ocurra algún cataclismo, algún fenómeno fuera de lo normal que lo paralice todo, pero en lugar de eso, se vuelve a abrir la entrada. El aire queda impregnado con un violento hedor a gas. Pasan unos minutos, mientras se puede distinguir, claramente, el murmullo de los oficiales dando órdenes en alemán. Entonces, soy empujado hacia dentro. Veo, con pavor, las imponentes abolladuras que se hayan en la parte interior de las puertas. Al entrar, mis pies tropiezan con algo que me hace caer y, ahora sí, me quedo horrorizado cuando distingo el rostro inerte de un amigo. Mi mente se colapsa, y se sume en una intensa ensoñación, evadiéndose inconteniblemente de este escenario. Pierdo el sentido, pero los pisotones me vuelven a traer a la cruel realidad. Escasamente, puedo levantar mi torso; no obstante, es absurdo esforzarse ya por nada. Escucho, esta vez en primera fila y con acompañamiento propio, los horripilantes alaridos humanos. Cierro los ojos y deseo, con un póstumo anhelo desesperado, que esto solo sea una pesadilla de la que debiera despertar. Vuelven a poner en marcha el motor que combustionará, ahora lo sé, en el interior de nuestro mortuorio alojamiento. Mi mente se sumerge en la calidez de un sueño esperanzado. Por un instante, me encuentro en mi hogar donde mi esposa y mi hijo me sujetan sendas manos. Los dos me sonríen, y yo me alimento de sus sonrisas amorosas y sinceras. Ya casi no noto la dificultad para respirar, apenas siento el peso de las personas que se hallan sobre mis extremidades ni ya me vuelven loco sus voces. Ya solo quiero dormir y volver a casa, por fin, en un eterno sueño.
OPINIONES Y COMENTARIOS