Mi nombre es Wanageeska. Nací durante la luna llena de la Rosada del año 1862; este último dato, según el calendario del hombre blanco.

Una acaudalada mujer, llamada Roxanne, fue mi dueña y señora, y, si algo le tengo que agradecer, a pesar del daño que me hizo, es que me enseñara la técnica de la escritura. He decidido, en estos días, contar mi historia, ya que deseo que mis hijos, mis nietos, y los hijos y nietos de éstos, tengan conciencia de lo sucedido en mi trágica vida.

En mayo del año 1877, habíamos perdido la última batalla, después de algunas grandes victorias, pero los soldados no saciaban nunca su sed de venganza. Siempre aparecían más individuos, dispuestos a sustituir a los que ya habíamos ajusticiado meses atrás. Muchos de los nativos tuvimos que rendirnos ante la gran amenaza de un ejército exageradamente numeroso, frente a nuestro, ya reducido y debilitado, clan. No obstante, mi tribu, los Sioux, decidió huir a las montañas de Saskatchewan, en Canadá, ya que se negó a ceder ante tal humillación.

Toda mi familia cabalgaba con nosotros. Apenas se movía con la agilidad precisa. Entre serpenteantes caminos rodeados de rocosas montañas y áridas planicies, nos desplazábamos con nuestros preciados caballos cargados con hombres, mujeres y niños. Un travois colocado como remolque, tras los valerosos mustangs, nos servía para transportar los tipis desmontados, ropajes y útiles. Recuerdo cómo hervía la sangre por mis venas al verme resignada a abandonar mi hogar. La travesía era dificultosa por la mayoría de los tramos. Nuestro transporte equino cabalgaba extenuado por el calor y el sobreesfuerzo que les infringía la pesada carga. El ejército nos seguía a un par de días de distancia, con lo que no era aconsejable reducir el ritmo de nuestro paso. La noche nos cubrió con su manto oscuro. En seguida, una tormenta irrumpió con su quejido amenazante, y unas finas gotas de agua se convirtieron, a continuación, en una tumultuosa lluvia que nos atizaba, sin compasión, en los rostros consumidos.

Entre la oscuridad, rezagado detrás del grupo, vi al caballo de la mujer de mi hermano Enapay. Me acerqué, y solo pude vislumbrar a mi cuñada, de pie junto al animal, claramente alterada por la pérdida de mi sobrino de cinco años. En aquel preciso momento, una riada los barrió a los dos de la faz de la tierra con un monstruoso estruendo. Sentí que mi corazón salía tras ellos. Inmediatamente, me bajé de mi cabalgadura para iniciar la desesperada búsqueda. A lo lejos, pude divisar a mi sobrino, Cetanwakuwa, agarrado fuertemente a unas ramas. Corrí hacia él, pero se hallaba en la otra orilla. Saqué fuerzas de donde no las había, para lanzar un delgado tronco que me llevó, a duras penas, hasta el extremo opuesto. Caí al agua. La corriente me arrastró unos metros, hasta que pude sujetarme a unos matorrales. Grité a Cetanwakuwa para que aguantara. El niño no pudo resistir la presión del agua, con lo que sus manos se soltaron, pero, afortunadamente, pude alcanzarlo a tiempo. Una vez hubo amainado la tempestad, nos sorprendió el ejército de caballería. Comencé a subir por un risco de los alrededores, al principio, con el niño en brazos, para, posteriormente, acabar llevándolo de la mano. Los soldados avanzaban con empeño, y, en seguida, nos cogieron ventaja. En un momento dado, Cetanwakuwa se vio arrastrado por un rio de piedras montaña abajo. Fue capturado por un individuo uniformado que me amenazó con degollarlo si no me rendía. Así que cedí, y dejé que me atraparan. Al niño lo llevaron a Hansonbill city, al sustento de una familia granjera; a mí, a otra ciudad que no recuerdo. Cuando tuve la oportunidad, me escapé, y me dirigí en busca de mi sobrino. Me costó varios días encontrar la población, pero, finalmente, pude dar con el paradero del pequeño.

Cuando, tras la valla de madera, descubrí en la forma deplorable en la que se encontraba mi sobrino, cerré mis puños con fuerza, y me dispuse a liberarlo. Jamás había visto animal alguno en aquellas condiciones infrahumanas; entre el barro y la basura, amontonados en un espacio minúsculo. Más tarde supe que a aquel lugar lo llamaban pocilga, donde criaban a los cerdos. Entre ellos, se encontraba Cetanwakuwa, sucio y enfermo, acurrucado al lado de un lechal. Pensé en el gran espíritu, Manitú. Deseé que nos devolviera la felicidad, tan injustamente arrebatada. Me encaramé sobre las tablas. Fue llegar a lo más alto de la tarima cuando sentí un terrible dolor en la espalda y, después, en la cabeza. Me estaban lanzando piedras desde algún lugar cercano. Solo recuerdo que, cuando recuperé el conocimiento, tenía a un sudoroso sujeto encima, mancillando mi joven cuerpo. Quise moverme, pero otro sujetaba con fuerza mis manos. Se fueron turnando hasta que se cansaron de mí. No tuvieron suficiente con eso, sino que me llevaron, a la fuerza, al prostíbulo de la ciudad, con el propósito de tenerme a su disposición siempre que quisieran. Y, ¿cómo no?, mientras estuve allí, siempre fui gratis para ellos. Durante los primeros meses, después de ser liberada, provisionalmente, de mi humilde celda, fui amarrada a una cama, cada vez que un cliente elegía tener sexo con una indígena. Roxanne era una roca ante mis súplicas. Mi impotencia me exacerbaba cada vez con más intensidad. Con el tiempo, comprendí que debía permanecer allí hasta encontrar la forma de escapar y recuperar a mi estimado sobrino. Esperaba, ansiosamente, que llegara aquel día.

Había un cliente que era muy complaciente y amable conmigo. Llegué a sentir algo por aquel hombre, pero cuando se lo confesé, me abofeteó y me escupió a la cara. Como si lo hubiera insultado. Me sentí más humillada que cuando me forzaban a tener sexo. En aquel momento, pensé, con añoranza, en Kangee, mi prometido. A pesar de que, normalmente, me ignoraba, encontrarme en aquellas míseras circunstancias hacía que lo echara mucho en falta. Cualquier muestra fugaz de cariño era muchísimo mejor que el sometimiento inesperado a aquel desprecio.

Durante un repentino día, aparecieron Enapay y Kangee para liberarme. Al salir de aquel llamativo caserón, asestaron a Kangee con un balazo en la nuca. Tuvimos que abandonar su cuerpo para salvar los nuestros. Mi ilusión al verlo, después de tanto tiempo, se transformó, en pocos minutos, en la desolación más profunda que pudiera soportar mi corazón. Nos dirigimos a la granja. Una vez en el lugar, liberé a todos los animales y abracé fuertemente a Cetanwakuwa. Apareció el granjero, y lo degollé ante la mirada del niño. Mi hermano apareció con tres, largas y rubias, cabelleras colgando de sus manos.

Tuvimos que correr mucho para salir del pueblo sin ser atrapados, pero, en las afueras, fuimos alcanzados, otra vez, por las armas de aquellos despiadados seres.

Amanecí con la pierna vendada en la prisión del condado, en la que tuve que permanecer durante diez largas y oscuras primaveras. Algo bueno saqué de ello; leí muchos libros, y escribí muchas cartas a mi familia que nunca pudieron leer. Al salir, me encontraba perdida, aturdida y sin esperanza alguna. Lo único que había alimentado mi ilusión, durante aquel tiempo, fue el poder reencontrarme con mi familia algún día. El polvo flotaba en el aire y el sol, al final de la calle, me deslumbraba. Pude entrever, con dificultad, una silueta. Un hombre se dirigía hacia mí. Coloqué mi mano sobre mi frente a modo de visera, y pude reconocer, con sorpresa, a mi padre, Toro Sentado, como lo llamaba entonces todo el mundo. Lo abracé como si fuese lo único que me quedaba. Me llevó con él a la reserva india de Standing Rock. Me contaron que mi pequeño sobrino y mi hermano habían sido abatidos en el tiroteo, durante la huida de Hansonbill city. Ahora, los recuerdo jugando, en el bosque, con regocijo, sin amenazas ni inquietudes, con toda la vida por delante, y sentencio que estos pensamientos nadie me los podrá arrebatar jamás, mientras seco mi pena del rostro.

Todos los piel roja debemos encontrar el sentido a nuestra existencia. Cuando permanecemos en el vientre de nuestra madre, tenemos el sueño más importante de nuestra vida. Si eres afortunado, este sueño se repite en la edad adulta, y puede serte revelada una gran verdad.

Un día, Toro Sentado se había sentido atraído por unas danzas, cuya ejecución simbolizaba la expulsión del hombre blanco de las tierras sagradas. El gobierno estadounidense vio en éstas una amenaza, y envió policías nativos para detener a mi padre. En el alboroto que se ocasionó, Toro Sentado, y también mi hermano, Crow Foot, de diecisiete años, resultaron muertos. Sacrificamos a sus caballos para enterrarlos juntos. En nuestra tradición, para que un guerrero pueda cabalgar hasta el otro mundo, debe ser sepultado con su compañero ecuestre.

Me perdí en el bosque de nuestros ancestros y me alimenté por mis propios medios. Me olvidé de mí, durante unos días, y solo fui un árbol más entre todos los demás. Durante algunos días agitaba con fuerza el viento y llovía sin parar. Hubo tormentas que me hicieron morir para, después, renacer bajo el brillante sol, del día naciente. Cuando estuve preparada, subí a la cima más elevada de Black Hills. Una vez allí, cerré los ojos y evoqué a Manitú.

Una araña tejía su tela, mientras me hablaba. La entrelazaba, en el interior de un aro de sauce, de fuera hacia dentro. De los extremos, colgaban plumas, pelo de caballo, cuentas y unas ofrendas. Cuando llegó al final, dejó un agujero en el centro. Me dijo que aquello atraparía mis buenos deseos y que, por el orificio, se colarían las malas energías. Mientras durmiera bajo este amuleto, nada me podría dañar. Ni a mí ni al hijo que llevaba en mi interior.

Esto fue lo que la madre tierra me dijo, en boca de un arácnido, durante mi gran sueño.

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Leyenda Sioux

Cuenta una vieja leyenda de los indios sioux que, una vez, hasta la tienda del viejo brujo de la tribu llegaron, tomados de la mano, Toro Bravo, el más valiente y honorable de los jóvenes guerreros, y Nube Alta, la hija del cacique y una de las más hermosas mujeres de la tribu.

―Nos amamos ―empezó el joven.
―Y, nos vamos a casar ―dijo ella.
―Y, nos queremos tanto que tenemos miedo.
―Queremos un hechizo, un conjuro, un talismán.
―Algo que nos garantice que podremos estar siempre juntos.
―Que nos asegure que estaremos uno al lado del otro hasta encontrar a Manitú el día de la muerte.
―Por favor ―repitieron―, ¿hay algo que podamos hacer?
El viejo los miró, y se emocionó de verlos tan jóvenes, tan enamorados, tan anhelantes esperando su palabra.
―Hay algo… ―dijo el viejo después de una larga pausa―. Pero no sé… es una tarea muy difícil y sacrificada.
―No importa ―dijeron los dos.
―Lo que sea ―ratificó Toro Bravo.
―Bien ―dijo el brujo―, Nube Alta, ¿ves el monte al norte de nuestra aldea? Deberás escalarlo sola, y, sin más herramientas que una red, deberás atrapar al halcón más hermoso y vigoroso que encuentres en el monte. Deberás traerlo aquí, con vida, el tercer día después de la luna llena. ¿Comprendiste?
La joven asintió en silencio.

―Y tú, Toro Bravo ―siguió el brujo―, deberás escalar la montaña del trueno, encontrar la más brava de todas las águilas y, únicamente con la ayuda de una red, deberás atraparla y traerla ante mí, intacta, el mismo día en que vendrá Nube Alta… salgan ahora.

Los jóvenes se miraron con ternura y, después de una fugaz sonrisa, salieron a cumplir la misión encomendada. Ella hacia el norte y él hacia el sur. El día establecido, los dos jóvenes esperaban frente a la tienda del brujo con sendas bolsas de tela con las aves solicitadas.

El viejo les pidió que las sacaran de las bolsas con mucho cuidado. Los jóvenes lo hicieron, y expusieron, ante la aprobación del viejo, los pájaros cazados. Eran ejemplares verdaderamente hermosos, sin duda lo mejor de su estirpe.

―¿Volaban alto? ―preguntó el brujo.
―Sí, sin duda. ¿Y, ahora? ―preguntó el joven― ¿Los mataremos, y beberemos el honor de su sangre?
―No ―dijo el viejo.
―Los cocinaremos, y comeremos el valor en su carne ―propuso la joven.
―No ―repitió el viejo―. Hagan lo que les digo. Tomen las aves, y atenlas, entre sí por las patas, con estas tiras de cuero. Cuando las hayan anudado, suéltenlas y dejen que vuelen libres.

El guerrero y la joven hicieron lo que se les pedía; soltaron los pájaros.

El águila y el halcón intentaron levantar el vuelo, pero sólo consiguieron revolcarse por el suelo. Unos minutos después, irritadas por la incapacidad, las aves arremetieron a picotazos entre sí hasta lastimarse.

―Éste es el conjuro. Jamás olviden lo que han visto. Son ustedes como un águila y un halcón; si se atan el uno al otro, aunque lo hagan por amor, no sólo vivirán arrastrándose, sino que, además, tarde o temprano, empezarán a lastimarse el uno al otro. Si quieren que el amor entre ustedes perdure, “vuelen juntos, pero jamás atados”.

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