Donde se quiebra la voz de las sirenas


Se han roto las señales, no hay faros ni horizontes, la embarcación naufraga lentamente hacia el abismo… Y pensar que las sirenas quisieron ser amadas, que entonaron su canto y mostraron sus garras ambicionando la llegada del marino que no palideciera ante su condición de monstruos. Las sirenas no escogen su destino: no pueden ocultar la voraz soledad de sus miradas, ni silenciar la voz que brota de la oscura grieta que las ha engendrado. No existe ningún aventurero, por más audaz y altivo que parezca, que entienda el gemido de las aguas; la oscura mansedumbre que ocultan, temerosas, las fieras… tal vez tampoco existen las sirenas y son producto del miedo de quien al mirarlas, las inventa.

En las profundidades, ocultas en las sombras, las sirenas tejen sus redes de sal mientras las hambrientas flores de sus sexos se alimentan de sí mismas. Las sirenas quisieran desollar sus escamas, emerger a la superficie y caminar erguidas por las playas, poder mirar a los ojos del amado y lamer mansamente su cuerpo y las huellas de sus pasos… pero eso es imposible; aún no se ha encontrado el signo ni se ha pronunciado el conjuro que rompa el sortilegio de su estirpe. Las sirenas hunden los barcos para llevar a los náufragos a las profundidades en donde, de tanto amarlos, los devoran. Siguen afilando sus sueños en los acantilados y envejeciendo solas. Demasiado tarde predicen su destino, lo descubren apenas ven escapar el alma del último marinero que agoniza y delira entre sus brazos. Las sirenas mueren anhelando el arribo de la red que las contenga, del anzuelo que impida que se despedacen a sí mismas, porque lo que en verdad desean es encontrar quien las convierta en velas, en viento, en espuma. “Levántese pues la maldición del mar, termine ya el caracol su laberinto, desháganse los nudos de las anclas: libres serán por fin de abandonar los lazos de las aguas que, de tanto envolverlas, las perdieran”.

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