Empuñar el báculo

Solo quedaban cenizas de la hechicera, pero su báculo, indemne y brillante, yacía sobre el suelo. Los oídos de Rilda aún retumbaban tras el tremendo relámpago que acababa de caer ante ella y la banda de mercenarios. La tormenta invadía todo con su rugido, pero había otros seres más allá de la cortina de ventisca.

No solo Firiethemji, su maestra, había sucumbido: también se habían vaporizado Narebdu el cazador y uno de los grandes dogos que lo acompañaba. Las ráfagas de tormenta y los gritos de guerra la sacaron de su estupor. Desde lo más hondo de sus entrañas atinó a rugir «retirada, cojan todo, ¡a la bóveda!». Yirtadil ya lanzaba flechas certeras contra los soldados esqueléticos que les pisaban los talones, y al grito toda la banda se incorporó como pudo. ¡Wirth, avanza y abre paso, Viathy, lleva todo lo que puedas, sanguijuela! Ella se lanzó por báculo humeante. Narebth apenas se incorporaba cuando de entre la niebla surgió un hombre descarnado y aullante. No estaba preparado para el ataque veloz de la abominación. El cazador cayó ante la masa de músculos renqueantes y poco faltó para que le arrancara la cara de un mordisco. Justo Rilda tomó el báculo, y su espíritu se insufló de fuego. Susurró para sí las palabras de la antigua lengua de la sal y las llamas, y un torrente eléctrico salió de sus ojos y sus manos para incinerar a la abominación. Qué más daba que hubiera abrasado un poco a Narebth, estaba vivo y podía correr. ¡A la bóveda, cárguense a quien salga al paso, lamecharcos! Rilda estaba exultante al usar el poder del báculo, quemando y maldiciendo mientras los bellacos de Firiethemji se abrían paso entre las ruinas de la ciudad maldita.

Después de horas de caminata entre cellisca y frío, la banda llegó al refugio. Los esperaban algunos criados, extrañados por no ver regresar a su ama. Con una mirada dura y algo de fuego, Rilda les dejó claro quién mandaba ahora. Mientras Yrtadil hacía el inventario de los tesoros y el resto se lamía las heridas, ella se encerró en las estancias de su antigua maestra. Por fin el báculo era suyo. No creyó que este día estuviera tan cercano. Lo había anhelado largamente, sus fantasías de poder exaltadas cuando veía a su fallecida mentora caminar protegida por un muro de llamas rojas. Tal como había dicho Firiethemji, la reliquia emanaba poder. Era claro que se trataba de un artefacto de tiempos remotos. Pero ella no se dejaría llevar por la locura de esa tremenda potencia tan fácil como le ocurrió a la vieja elementalista. Eso había la había perdido. En cada expedición se había hecho más osada, pero también más ajena a la realidad. En sus últimos días, su maestra creía firmemente que su destino era hacerse una con la tormenta mágica que cubría la ruinosa ciudad, y que así ganaría el poder suficiente para desentrañar los secretos de Feldstat y hacer que el Palacio de Sal recupera su antigua gloria. Hasta antes de este día, pensaba que proezas así eran quimeras. Pero el poder que ahora empuñaba le estaba haciendo creer que sí era posible, eso y más. «Rildatu del Fuego Relámpago, señora del Palacio de Sal. No suena mal», pensó.

Desde que la liberó de la esclavitud, Firiethemji le dejó clara su condición. «Me debes la vida, niña. Aprenderás conmigo, y tú y yo recuperaremos nuestra patria». A decir verdad, no creía en los cuentos del Palacio de Sal. Pero Firi había nacido ahí hace siglos, antes de la ruina. Fue una de las que lograron huir durante la batalla, en brazos de su madre. La maga le contó lo que recordaba: la gran ciudad-palacio de diamante convirtiéndose en sal ante los embates del cielo y el infierno, y miles de los suyos pereciendo en el campo de batalla. Desde entonces quedaban pocos elfos oscuros en el mundo, y ninguno con un propósito tan fuerte de regresar a su hogar como Firiethemji. La orgullosa raza había sido diezmada y rebajada. Parecía una mofa de los creadores del mundo, un destino cruel: tal como el gran palacio se transformó de diamante a sal, los suyos pasaron de ser conquistadores a ser esclavos. Eran buscados para entonar canciones o dar placer, pero su vida no valía más que los deseos del mejor postor. Firi se resistió. Huía y aprendía de curanderas y brujas, tejía salmodios y pócimas, y aprendió a hablar la lengua del fuego, la del aire, la de la tierra. Un día la atraparon drogándola y la vendieron como calientacamas a un potentado. Era doncella y muy hermosa, y el hombre se embriagó de belleza y poder al comprarla. Pero ella se había llenado la sangre de lava y ácido, y en cuanto el cerdo forzó un beso, su sangré se secó y sus entrañas ardieron como ascuas ante el soplo del viento. La maga escapó, no sin las suficientes joyas para labrarse un nombre. Años después compró a Rilda, la liberó y le enseñó. Y quien fuera una niña vejada y asustadiza ahora empuñaba la reliquia de fuego y relámpago… «Tak, tak, tak». Los golpes sobre la puerta de pino negro la sacaron a fuerza de los recuerdos. Yrtadil tocaba secamente. «Sal, Rilda, todos esperan que hables». Ya lo había decidido. Seguirían buscando entre las ruinas por grimorios y artefactos, y se llenaría de gloria. Convertiría a Yortadil, la exploradora, en capitana de sus mercenarios, y de ahí vendrían cosas aún más grandes, incluyendo el Palacio de Sal. Un poder tremendo la embargaba, y se había propuesto superar a su maestra. «Rilda, también nos hace falta gente si queremos explorar el Gran Alcázar la siguiente semana» la apresuró Yrtadil. Con pasó decidido, Rilda empuñó el báculo siseante de energía. Tendría que conseguir más aventureros.

«…Aceptaré por un décimo de lo que encontremos, zorra. Ahora que la maga murió, solo yo puedo conducirlos a las mejores partes de la ciudad. Lo tomas o lo dejas». Rilda estaba sentada en la gran silla de sabino gris al centro de la sala de la bóveda, el báculo recargado en el respaldo. Había perdido el hilo de la perorata casi desde que el hombre comenzó a hablar. La luz de la columna de fuego que servía de altar atraía con fuerza la atención de sus ojos púrpura. Solo cuando la insolencia del saqueador fue evidente, ella se dignó a mirarlo. Era alto y musculoso, de de movimientos leoninos, con unos ojos taimados y furiosos. Un perfecto idiota. «Entiendo perfectamente la situación, oh bravo Maaliset. Pagaré y con creces, no sin antes indicarte tres detalles de esta negociación». El aire en la estancia quedó quieto, incluso el chisporroteo del fuego se apagó. «Primero, tengo un mapa. No eres imprescindible». Maaliset entornó los ojos, inquieto. «Segundo, yo soy la maga» El báculo se iluminó con chispas azulinas y llamaradas verdosas y crecientes mientras el bárbaro la veía airado. «Tercero, aceptarás porque nadie contrata bribones mudos» El rostro de Maaliset se congestionó, sus manos fueron al hacha que colgaba del cinturón, pero cayó de rodillas antes de empuñarla. Ahogó un grito, o más de uno. Las manos se le crisparon, se tomaba de la garganta con desesperación, trataba de respirar. Los labios rígidos lanzaron un aullido sin sonido, y un olor a carne quemada llenó el aire. Con gritos sin resuello ni eco, el hombretón abrió la boca de manera grotesca, entre escupiendo y vomitando. Ceniza salía de entre sus dientes, y un vientecillo negro, socarrado. La elfo oscuro rió brevemente. El bárbaro respondió escupiendo su lengua carbonizada, con la piel de mejillas y cuello cubriéndose con llagas y ampollas. «Llévense al gran Maaliset al establo y cárguenlo con nuestros avíos. Mañana salimos de nuevo a las ruinas.» .

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