Un sombrero cordobés

Aquel reino era distinto a cualquier otro reino conocido. Los campesinos acudían a palacio, a menudo, para merendar chocolate y bizcocho con el rey, que era un artista del croché y ni siquiera usaba corona, sino un precioso sombrero cordobés mucho más ligero que ese trozo de lata que usaban los reyes de todo el mundo. Además, daba gusto lo bien que el sombrero le protegía del sol rabioso del verano. Durante la merienda los campesinos le contaban al rey sus idas y venidas en las faenas del campo, y él ponía interés en saber cómo les iba en la escuela a sus chiquillos y lo que deseaban hacer con el dinero de sus impuestos. Les hablaba también de las continuas discusiones con otros reyes, tremendamente rancios, a los que no gustaba una pizca su sombrero, apremiándole a buscar esposa, cumplir su cargo con decoro y dejarse de tanta chuminada si no quería que aquello fuese a mayores. Pero el rey no estaba interesado en desposarse porque el bienestar de los campesinos, el croché y el baile acaparaban todo su entusiasmo. Después de la merienda, guiado por su maestro, un primoroso bailaor flamenco de ojos negros como la noche, el rey se marcaba unos tarantos y una seguiriya con mucho arte andaluz, llenando de júbilo a los invitados que no paraban de lanzarle olés enardecidos.

A la caída del sol los campesinos marchaban de palacio llevando unos tápers con viandas preparados por la cocinera del rey, que tenía un genio horroroso pero amaba tanto su trabajo que no podía parar de cocinar a todas horas. En otras ocasiones, era el rey quien iba de visita a las casas solariegas; los campesinos le mostraban el huerto y le sacaban una silla de enea pintada de azul para que se sentara a conversar con ellos en el porche. Le ofrecían morcillas de calabaza y un tomate con sal, acompañados del agua fresca de un botijo a juego con el sombrero cordobés que le quedaba monísimo. ¡Qué estampa tan preciosa aquella!: los campesinos alrededor del rey con su sombrero cordobés sentado en el porche solariego en la sillita azul de enea, bebiendo a chorro del botijo, mientras la morcilla de calabaza y el tomate de huerto impregnaban con su aroma el decorado. 

Esa misma noche, un soldado entrometido del reino colindante vio pasear al rey muy cariñoso, amarradito a la cintura del bailaor, y le fue con el cuento a su monarca, que a su vez corrió la voz por todo el territorio. Dictaron una orden de destierro por escándalo público. El rey tuvo que partir de inmediato, sin tiempo para despedirse de los campesinos. Marchó con el sombrero cordobés y su bailaor en busca de nuevos reinos menos quisquillosos donde poder extender su arte flamenco. Para chinchar a sus perseguidores se alejaron por el camino bien juntitos y, agarraditos de la cintura, fueron perdiéndose en el horizonte. En su lugar pusieron otro rey que llevaba corona, no daba meriendas en Palacio y encima quería cobrar unos impuestos que eran de escándalo. Un día los campesinos, que habían leído Fuenteovejuna, estaban ya tan cabreados que le dijeron en su cara que era un asquito de rey porque ni llevaba sombrero cordobés, ni daba meriendas, ni sabía bailar flamenco ni hacer croché, ni tan siquiera tenía el detalle de preguntar por los estudios de sus hijos. ¡A ver entonces para qué querían ellos un rey tan inútil! Así que ya podía irse olvidando de ellos porque no pensaban hacerle pizquita de caso.

Los campesinos decidieron sublevarse hasta que volviera su antiguo rey, y enviaron a un grupo de jóvenes en su búsqueda. Meses después aparecían con él por el camino, acompañado de su bailaor. Como el rey inútil no quería marcharse de Palacio, tuvieron que echarle a sartenazos. La cocinera le arreó de lo lindo; sin meriendas ni tápers para los campesinos, cocinaba mucho menos y estaba de los nervios. Finalmente, el monarca acabó huyendo entre quejidos y moratones.

En Palacio todo volvió a ser como antaño, incluso mucho mejor; además de lo majo que era su rey, ahora tenían por reina un bailaor de ojos negros como la noche.

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