DUC IN ALTUM

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La vida es un mar de sorpresas, sí –lo sé-, olas que vienen y van, golpeando a babor y estribor, haciendo temblar el timón; las velas esquivando el poder del viento, sujetadas en un mástil frágil como cada momento que acontece en nuestra historia.

No soy un navegante, no entiendo los movimiento rítmicos de las olas, pero de lo que sí estoy seguro es de que la vida, mi vida, transcurre desde hace tiempo en un navío; navío que ha pasado y detenido en muchas islas, que ha sido sacudido sin cesar por el viento y las olas pero que también ha gozado de hermosa calma y de bellísimos amaneceres y puestas del sol.

Esta es mi historia, breve, sin muchos secretos, sin muchas aventuras, pero una historia de la que muchas cosas se han ido, otras permanecen como fantasmas caminando por cubierta, pero muchas más alentando a que el viaje hacia la puesta del sol sea seguro.

Era un dos de mayo a las 15:15, cuando en aquel navío fui dejado; durante un tiempo otros lo navegaban, el capitán, alto y marcando seguridad; compañeros de viaje, entusiastas por cada pez que asomaba y dibujaba su hermoso trazo por las aguas; aves que reposaban en nuestro barco, en busca de paz y alivio.

Ese era el comienzo de la aventura y todo parecía calma.

Fueron pasando los años y de repente el capitán abandona el barco. En medio de la niebla su figura atraviesa las aguas en rumbo a un nuevo destino.

Fue pasando el tiempo y, al darme cuenta, con tan sólo 12 años, el timón de mi existencia estaba en mis manos.

En aquel entonces frené en aquella isla que me cautivó por más de quince años; unos religiosos simpáticos y exigentes delineaban las nuevas rutas de mi destino; un camino arduo pero entusiasta, una meta difícil de alcanzar, un rumbo lleno de tempestades. Fue allí, en esa isla, donde mi navío comenzó a desgastarse, siempre en la orilla, sin moverse.

Aquella isla parecía ser el paraíso, el lugar de los sueños. Rodeado de muchos, pero en una soledad infinita. Fue en aquella isla cuando un enero, después de tantos años de espera, el navío debía desembarcar hacia un nuevo destino; una isla no muy lejana, pero desafiante; en una frontera de vidas, en una isla, cuyo desafío era poner en práctica todo lo vivido durante más de quince años. Y allí llegué, con el entusiasmo de un niño, sin importar el estado deplorable de mi barco.

En aquella isla el tiempo me iba a demostrar que mi viaje no era allí, que mi viaje era la vida sobre las aguas.

Aquella nueva isla a la que había llegado había comenzado a desafiarme; aquel horizonte se había borrado, nubes espesas opacaban el horizonte día y noche. Cada mirada al poniente era sólo un intento de forzar el destino para que no sea yo quien lo alcance sino él quien me tome. Las estrellas en la noche ya no brillaban, la luna escondía poco a poco su luz tenue, el sol pocas mañanas brillaba, sólo había encontrado el refugio en una pequeña cueva escondida en medio de una brutal montaña.

Fue entonces, cuando toda esperanza se había acabado, que frente a mis ojos brilla una nueva luz, una simple mirada con una dulce sonrisa, proveniente Del Valle, Gimiendo dulces cantos de alegría. Sí, había llegado alguien a sacarme, no sólo de aquella cueva sino también de aquella isla.

Una simple mirada, unas simples palabras fueron las que lograron que mis ojos vieran nuevamente la luz de la luna, las estrellas y el sol. Desde ese día cada amanecer y atardecer era una caricia del alma. No voy a decir que fue fácil, todo lo contrario. Fue su constancia y su amor los que hicieron que mi mirada se pose nuevamente en el sol.

Poco a poco, sin darnos cuenta, íbamos arreglando mi barco, cada vela tomaba forma, el timón más firme y cada madera brillaba como un precioso diamante reposado en la arena.

De improviso, nuestras miradas se entrelazaron, nuestros labios sellaron un pacto de amor eterno, nuestros brazos juraron jamás soltarnos, nuestros corazones jamás herirnos.

Salimos navegantes, alegres hacia una nueva puesta del sol, risas y llantos, días y noches; experiencias nuevas que deleitaban el alma. Junto a ella, junto a Gimena, sentía la vida que se hacía poesía. Sus miradas eran el fiel reflejo de la luna, su sonrisa un brillo de las estrellas, sus abrazos la calma en la tormenta, su corazón la isla en medio del océano.

Y el viaje seguía su rumbo, habiendo prometido no volver jamás a aquella isla que me había ocultado entre las sombras del dolor y la tristeza. Olas que no cesaban de querer hundirnos, las velas desagarrándose, pero con el hilo firme de la confianza se volvían a unir en un sentir profundo de que el timón, de la mano de los dos, jamás se iría a perder.

Sin esperarlo, sin desearlo, aquella sabiduría que un día me había encontrado, sacado de la oscura caverna que me escondía de un paraíso de sueños, en una tenebrosa noche inesperada, llena de llantos del cielo y de gozos eternos de las oscuridades bajo el mar, que galopaban golpeando a babor y estribor, buscando una ruina segura de aquel pequeño barco; aquella sabiduría me abandonó; aquellos ojos almendras, con una mirada que abrían las puertas del cielo, aquella sonrisa que devolvió un día la paz a mis días, aquellas manos que me tomaron con fuerza y aquellos brazos que me dieron el refugio en medio de tormentas se empezaban a perder en la lúgubre noche de septiembre. Aquella presencia se convertiría en ausencia, en un sutil recuerdo, en un suspiro de la nostalgia. En un mirar doloroso, con un telar de lágrimas en los ojos, bajo la lluvia, tomados de las manos, diciendo un último y doloroso adiós. Con un abrazo del alma, en que la mirada escondía el dolor de ambos por una separación más fuerte que la misma muerte; allí mi alma se despedía de ella, y al escuchar salir de sus labios por última vez un “te quiero” rodeado de lágrimas y un corazón sincero, comprendí que su viaje había terminado; que en ella era hora de partir, que su presencia en mi barco no sería más que un simple recuerdo en la nostalgia, un simple mirar bajo la lluvia como su presencia se alejaba en medio de un atardecer lluvioso, anticipando así una nueva tormenta. Gimena, the queen¸ como tantas veces la he llamado abdicaba el trono y la corona, confiando de que su amor había transformado mi historia.

Fue así como siguió el barco su rumbo, sin nadie en el timón, mi ser encerrado en una vil habitación entre hojas y recuerdos. Tempestades que sacudían la barca, velas rotas, mástiles desgastados, pero una vida entre recuerdos y llantos, decidido a no posar más ninguna mirada, a no volver a confiar, a construir una armadura ante la tempestad.

Pero el tiempo fue pasando, y mirar al cielo, pedir a cada estrella la presencia de una mano, de un signo de salvación era la única súplica que elevaba mi alma.

Y el reloj no detenía su paso, los errores aumentaban, las velas se rasgaban más y la barca perdía su rumbo.

Inesperadamente, como caída del cielo, un alma llena de valor y sueños, llena de esperanzas y anhelos; con historias y tormentos, con miedos pero también con firme audacia en la vida; sin importar las heridas, sin juzgar las apariencias, sin cuestionar, sin dudar, detuvo su vuelo de águila, se posó en mi barca, y no sólo arregló aquello que había sido destruido por la nostalgia, sino que, como mujer victoriosa (eso significa su nombre) me rescató, me salvó. Me sacó de aquellas tormentas, de aquella noche. Con paciencia ante mi ingratitud me enseñó a soñar, a volar, a confiar, a amar, a mirar la vida, a no temer, a ser quien soy, a no tener ideales de grandeza.

Con su simpleza y su sinceridad educó mi alma, me fue domesticando y protegiendo como nadie lo había hecho en mi vida. Su paciencia y su sabiduría, su templanza y fortaleza, sus virtudes y méritos, sus sueños y, por sobre todo, su inmensa bondad; alma pura y limpia, luchadora y veraz, alma inocente y brillo celestial, salvaron mi alma y dieron vida a mi corazón.

Presencia que, ingratamente, no supe mirar con ojos de gratitud; actos a los que respondí con un amor sincero y genuino; hasta el alma saltaba de gozo con un simple gesto de confianza, con un simple anhelo de volar hacia nuevos horizontes; muchos errores fueron marcando un sentimiento de dolor en las almas, pero con la conciencia de que el dolor es signo profundo del amor genuino. Ambas historias cruzadas en un mar de ilusiones, en un sueño de compartir la historia y de volar hacia la totalidad de la vida; de atravesar el mar y emprender un vuelo; de ser dueños del mundo que se había puesto en nuestras manos.

Muchas heridas, miedos, desencuentros, errores, pero siempre en el corazón latiendo una única verdad: aquella mujer victoriosa salvó mi alma, salvó que aquella barca se hundiera en el mar y se ahogara en las aguas del dolor y del olvido; no temió hundirse en la barca, sino que se arriesgó a, incluso, tener que nadar junto a mí.

Y así se emprendió una nueva etapa del viaje, entre luces y sombras, entre errores y gestos de amor y confianza. Viaje al que no faltan las tormentas, momentos de soledad y desesperación, de peleas y encuentros; pero viaje que espera la puesta del sol y el horizonte nunca visto del mar.

Viaje que continuará…

Duc in altum…¡Navega mar adentro!

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