La placa de la puerta no le inspiraba confianza a Amadeo Porras. Dr. Fernández. Otorrinolaringólogo. Esa placa dorada en la vetusta puerta de madera oscura de un piso rancio… Se lo había recomendado un conocido al que contó muy por encima su problema, le avergonzaba dar detalles de su padecimiento.
-Está usted equivocado sobre el origen de su problema- fue lo primero que dijo el Dr. Fernández, tras escucharle con interés al principio, con paciencia después hasta que se removió en su sillón e interrumpió su largo monólogo- No voy a explicarle todo lo que no comprende, pero al menos sepa que su enfermedad, por llamarle de alguna forma, no es de mi especialidad. Usted debe visitar a un psiquiatra. O tal vez a un sociólogo, o a un filósofo o a un antropólogo. No a un otorrino.
-Mi problema es de oído, y parece que usted no lo ha entendido.
-No tiene problemas de audición.
-Oigo demasiado.
-No existe el oído excesivo. Se puede tener un fino oído y una gran atención, lo que podría ser su caso. Pero eso no es una enfermedad, más bien un privilegio.
– ¿Es un privilegio no poder hacer eso a lo que la gente llama “oídos sordos?”
-Eso es una simple frase hecha.
-Tan ciertas como los hechos. Yo necesito hacer oídos sordos, pero no puedo, y por eso consulto. Las personas hablan, charlan en reuniones, forman corrillos y comentan; critican, juzgan, sentencian, valoran, opinan, condenan, ensalzan. Siempre, vaya donde vaya, habrá gente emitiendo sus voces de fiscales, defensores, jueces.
El Dr. Fernández se masajeaba las sienes. Se removió en su sillón.
-Todos están seguros. ¡¡Y yo oigo todo y a todos!! No me dan tiempo a pensar. No paro de oírlos. No puedo no escucharlos. Es un tormento. Me lavan el cerebro. Y cuando no hay nadie, me fustiga el recuerdo de sus voces emitiendo juicios. Doctor, por favor, bájeme el volumen del sonido. Quíteme las voces. Instáleme un botón de OFF. No puedo con tantas opiniones. Están en la calle, en los bares, en las casas, en la televisión. Me están destruyendo.
Amadeo observó que el Dr. Fernández tenía la frente llena de sudor. Agachó al fin la cabeza y descansó su frente sobre la mesa. Entonces la confesión explosiva de Amadeo fue perdiendo fuerza y terminó callando. Hubo un silencio. El Dr. Fernández levantó la cabeza y le miró. Amadeo mantuvo la mirada. Fue el Dr. el que al fin habló:
-Estamos tan solos…- dijo el médico, apesadumbrado.
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