Las tejedoras

–Ay hija, qué bien que ya ha salido el solecito –dice la vieja mientras se sienta en el banco–. Estaba hartica ya de tanto frío y tanta niebla.

–Mira, sí, ya me crujían todos los huesos del cuerpo –contesta su compañera–. Pues no ha tardao ná en venir el calor este año, caramba.

Las dos mujeres se toman su tiempo observando el parque. Bajo el sol primaveral, el mundo es mucho más grande, y está mucho más vivo, que en el comedorcito en el que se reúnen en invierno. Los niños juegan, sus madres ríen y cotillean mientras los vigilan, la gente come y bebe en la terracita del bar… En el parque, con el sol, las dos mujeres pueden ver a la gente en todo su esplendor.

Hace mucho que las mujeres vienen al parque, siempre que el tiempo lo permite, claro. Eran tan jóvenes cuando empezaron… También eran otros tiempos, claro. Hoy día seguro que se podrían dedicar a cosas más interesantes, pero la vida le da lo que le da a cada uno, y hay que aprender a valorarlo. Ellas lo saben bien.

–Cloti, hija, que has traído los hilos que no tocaban. Habíamos quedado que hoy tocaban los de las cosas para el geriátrico.

–Ay, que tengo la cabeza que es una olla de coles –refunfuña Cloti–. Bueno, pues habrá que apañarse con lo que tenemos, vamos a hacer cositas pa los críos, que también es importante.

La mujer termina de sacar el ovillo de la bolsa y, con una habilidad casi impropia de sus años, empieza a estirar el hilo blanco con sus manos huesudas. Su compañera observa el proceso.

–Niña, ¿quieres decir que eso no es muy grande?

–Quita, quita, que los nenes tienen que crecer y esto les tiene que valer pa mucho tiempo.

–Sí Cloti, pero sin pasarse –dice la segunda mujer sacando una cinta métrica del bolso–. Que mira lo que sacaste pa la Julia, y total, luego no sirvió de ná.

–Mira, no me lo recuerdes, ¿eh? –dice Cloti mientras espera que su compañera tome medidas–. Que todavía tengo la enritación en el cuerpo cada vez que lo pienso.

–Pero hija, que no podía ser de otra manera, que ya te lo dije yo. Si es que no me crees cuando te digo las cosas.

–Ay mira, en fin –dice Cloti, molesta–. No quiero hablar del tema, que me pongo de mala uva.

La segunda anciana saca unas agujas de tejer y empieza la tarea, saboreando el sol que se cuela entre los árboles. Durante un rato, ambas trabajan, observando a la gente del parque. En el grupo de madres, varias de ellas le tocan la hinchada barriga a una mujer en avanzado estado de gestación, que sonríe satisfecha. Las dos viejas miran con ternura.

–Mira la Loli –dice Cloti, complacida–. Todo el mundo pensando que se le iba a pasar el arroz, y ahí está, a punto de tener a su niño –duda por un momento y mira el trabajo que tienen entre manos–. ¿Tú crees que esto estará bien para el chiquillo?

Su compañera la mira entre incrédula y resignada.

–Ay hija, cómo eres. Pues estará como tenga que estar. A ver si encima de que se lo hacemos va a venir a quejarse.

–Es que ya sabes que me gusta que les quede bien cuando son tan chiquitillos… ¡Ay, nene, ojo! –esquiva una pelota que ha salido volando hacia ellas. El niño apenas la mira mientras recoge el balón y vuelve corriendo con sus amigos–. Desde luego… no te diré que a veces no me arrepiento cuando crecen, ¿eh? –reniega, negando con la cabeza.

–Ay Cloti, como eres –dice la otra mujer, riendo.

Ambas tejen, el clac-clac-clac de las agujas rítmico y suave, casi como el sonido de las manecillas de un reloj. En el fondo, sus agujas también marcan el tiempo.

–Espera, espera –dice la segunda mujer mientras suelta las agujas y coge otra vez la cinta métrica–. Sí, esto ya está.

–Pero Laqui, hija, que esto es muy corto.

–Bueno, pues es lo que hay. No se pueden hacer largos para todo el mundo.

–Ay, pero yo qué sé… Seguro que a la Loli no le sienta.

–La Loli se va a tener que conformar con esto. Bastante tiene con que vaya a tener al crío.

A Laqui siempre se le quejan por algo: que si muy corto, que si muy largo, que si tiene muchos nudos… A lo largo de los años, ha aprendido a ignorar las quejas. A fin de cuentas, lo que tejen es un regalo, y como dicen por ahí, a caballo regalao… pues eso.

–Bueno hija, no te sulfures. Es que ya sabes que soy muy blanda.

–Tantos años y sigues dejando que te tomen el pelo. Si es que no tienes remedio.

–Qué quieres que le haga, a estas alturas no voy a cambiar –dice Cloti mientras guarda con cuidado los hilos en la bolsa.

Unas pisadas a sus espaldas las sacan de la conversación. Tras ellas, otra anciana las mira severa, con las manos apoyadas en un bastón nudoso. Su piel pálida y arrugada se pega a los huesos del rostro, apenas lo único que se ve de ella bajo los faldones negros que le llegan hasta el suelo, y el pañuelo, negro también, que le cubre la cabeza.

–¡Aisa! Ya pensaba que no ibas a venir, hija.

La tercera mujer habla, y su voz es como un montón de hojas secas arrastradas por el viento.

–Prefiero venir cuando ya os habéis aclarado, que tanta cháchara me pone nerviosa.

Cloti y Laqui se miran y arrugan el gesto. Nunca saben si se refiere al bullicio de la gente, o a las discusiones entre ellas. Probablemente a un poco de las dos cosas, sospechan.

–Entonces, ¿tú crees que así de largo está bien? –pregunta Cloti.

–Yo ahí no entro –dice la vieja a la que llaman Aisa, pero que tiene muchos otros nombres, como si fuera de la realeza o algo, bromea siempre Cloti–. Eso es cosa de la Laqui.

Laqui le lanza a Cloti una mirada de “¿ves como tengo razón?”, y la primera mujer murmura entre dientes.

–¿Qué dices? –pregunta Aisa.

–Nada, nada –dice Cloti, torciendo el gesto–. Venga, vamos a acabar, que se está yendo el sol y me está dando frío.

De la bolsa en el suelo, Aisa saca unas tijeras. No son muy grandes, pero cualquiera que las vea sabe que tiene que guardarse de ellas. Afortunadamente, no suele verlas mucha gente. Con un gesto rápido, Aisa corta el hilo y anuda el extremo del corte. Las tres mujeres observan el trabajo.

–Pues ya está –dice Cloti–. Otro más que tenemos hecho.

En el parque, el sol se ha terminado de poner. Hace ya un rato que los niños y sus madres se han marchado, y el dueño del bar está en la puerta con el ceño fruncido, esperando a que los últimos rezagados de la terraza se levanten para poder cerrar.

Las dos mujeres más jóvenes se levantan y recogen sus cosas en silencio. Aisa suele tener ese efecto en ellas, por eso Cloti prefiere los ratos en que su hermana mayor no está. Pero al final, siempre acaba apareciendo. No hay nada que pueda cambiar eso.

–Creo que mañana me pasaré por el geriátrico, a ver cómo está la cosa. Lo mismo necesitan algo –dice Laqui mientras se alejan.

–No te preocupes –dice Aisa, con una risita rasposa–. Ya me he encargado yo antes de venir.

En la distancia, la sirena de una ambulancia resuena desesperada mientras atraviesa la calle a toda velocidad.

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