Y el que vomitó su corazón

Y el que vomitó su corazón

The Dark

29/05/2019

Y el que vomitó su corazón

El miércoles, justo en el despuntar solar, ocurrió un insólito evento fuera de la capilla Nuestro Señor Jesús Nazareno, concretamente a milímetros del muro de grafito que cerca la casa cural y parte de dicha capilla. Un hombre de 33 años, confesó balbuceando a un psiquiatra haber sido juguete de imaginarias siluetas vivientes que le contagiaban extrañas visiones mientras trotaba alrededor del muro escuchando música en un walkman.

Sentado y atado a una silla, el hombre añadió:

— Nunca podrás saber lo que experimenté al vomitar mi corazón— le confió el hombre al especialista—. ¡Fue algo terrible; no se lo desearía ni a mi peor enemigo!

—Ya lo creo. Pero te aseguro que con este corazón artificial…

— viviré unos tres o cuatro años, a lo sumo…— interrumpió acongojado el hombre — si es que no se descuida ni interrumpe el tratamiento…

— Hay que tener fe en que todo saldrá bien.

— ¿Fe en quién? ¿En Dios?— refunfuñó, y cesó de hablar, los labios temblorosos, la cara como una hoja de papel y el corazón artificial emitiendo suaves ronquidos eléctricos. Si se movía bruscamente, el corazón cableado emitía una alarma.

— Sí, en Dios; ¿quién más podría tratar de ayudarte en el mundo, aparte de mí?

El hombre estaba aturdido, sumido en una confusión al parecer crónica; no cesaba de tocarse el pecho y avivar su paranoia al mirar de un lado a otro, como si detallara la sobriedad de la pequeña recámara destinada a la entrevista, cuyo trío de lámparas soltaba intermitentes hilillos de luces y daban la impresión de ser geométricas nubes del futuro relampagueando. A la vista, pocos enseres: un reloj de pared, dos sillas sin brazos al lado de la ventana acompañando una mesa metálica, floreros y tiras de papel, además de la mesa y las dos sillas blancas de plástico dedicadas a la entrevista.

No tardó el hombre en hablar; dada la confianza de la mirada del psiquiatra aunque ligeramente contenida de una pizca de presión, incertidumbre y curiosidad, se dispuso, por tanto, a articular entrecortadamente lo siguiente:

— Escuchaba Gorillaz y escuchaba también el suave eco que me pareció que provenía de cierto grafito que miré por encima del hombro; era como si pasara a una fase en la que sus contornos alumbraran, como los fantásticos círculos que dibujaban los magos de Warcraft para viajar en el tiempo— hizo una pausa, la voz temblorosa, las manos descendiendo accidentalmente sobre la mesa—. Sé que esto suena muy loco, increíble, raro, extraño, absurdo, y sería un error de usted creer en este tipo de cosas.

— ¡Cómo dices eso! Sabes que estoy para ayudarte— ronroneó el psiquiatra, un tanto crédulo, acercando su cabeza repentinamente a la mesa para transmitir confianza.

— ¡no le contarás esto a nadie, ¿verdad?!— advirtió, serio.

— De ninguna manera— aseguró—. El código de mi profesión me lo impide. Incluso podrían destituirme.

El hombre cruzó la lengua, fijó la vista al techo. Respiró. Soltó un suspiro de desespero. Por su parte, el psiquiatra posaba la mirada al suelo de baldosas curtidas, paciente, curioso, bastante bien fascinado por lo escuchado hasta entonces.

— Luego — prosiguió trémulo el hombre—, en un empuje que llevó a cabo alguna frenética fuerza invisible, fui obligado a estrellarme contra los brillantes contornos de la puerta sin perilla que hacía de tosco grafito garabateado y que permitieron corroborar visualmente un estrecho precipicio de perfil hacia el cual iba directo. Y fue ahí entonces cuando predije que las congruencias científicas se tornaban absurdas y no aceptaban pruebas del mismo tipo…

— Bueno— exhaló y enarcó las cejas peludas.

Luego cogió una libreta pequeña de la mesa y sacó un bolígrafo del bolsillo del pecho.

— ¿Sufre de psicodelia (euforia y alteración de los sentidos por consumo de drogas), tabaquismo, drogadicción?

—No

— ¿Síndrome de abstinencia, onirismo, hipersensibilidad?

—No

— ¿Accesos de delirios, ensimismamiento, tristeza anormal, depresión?

— Tampoco.

— Bien— suspiró —. Explícate más acerca de cómo fue que vomitaste tu corazón.

— Es que no recuedo bien, hombre. Empujado hacia la puerta o lo que me pareció que era una puerta, vi como una mano roja, de uñas negras —escondida en el interior de una nube violeta—, penetró en mi garganta, de seguro con intenciones de provocarme náuseas y arrebatarme el órgano más preciado del hombre tras vomitar. Y vomité; el esmalte de los dientes pasó de blanco a rojo y los labios… sangrantes, repugnantes, echados a perder. Vomité un sangrero y… y me temo que la laringe y la tráquea se hubieron de ensanchar tres veces más de lo normal para permitir la precipitada expulsión del tomate viviente, que dicen por ahí es del tamaño del puño cerrado…— se detuvo. Respiró una gran bocanada de aire y continuó— y hasta vi cuando «Eso» tenía el corazón por fin en la callosa palma de su mano roja, la cual ejecutaba coléricos brincos y salpicaba mi cara, y yo, mientras tanto, escurría lágrimas de dolor al ver cómo latía y sangraba bolitas de sangre coagulada. Luego, no mucho, la agonía me abrazó la espalda como si fuera un bulto de pesada maldad y… y… ¡La aorta! ¡El latido! ¡la desconocida mano del diablo!— berreó, acongojado y horrorizado en mayúscula, y entonces su interlocutor tuvo que levantarse de golpe de la silla y acudir rápidamente a tenerle de los brazos a fin de que no se fuera a golpear el pecho, tal como hacía en uno de esos ataques de rabia que le daban.

— Trate de tranquilizarse— aconsejó —. No es recomendable que le domine el miedo, la desesperación y la impotencia por saber las causas que hicieron de usted un peculiar caso. Tranquilícese. Respire hondo y exhale.

Pasado un momento, el paciente entró en tranquilidad, y en el especialista se despertó una tristeza e impotencia incomparable.

Los últimos escombros de razón que le quedaban al hombre fueron totalmente aprovechados por el psiquiatra.

— Pero ya tienes un nuevo corazón— sonrió el estudioso, tratando vanamente de animar a su peculiar paciente.

— Da igual— refunfuñó—. Echo de menos al verdadero corazón. Nadie sabe el dolor de nadie.

Se silenció la conversación, y el psiquiatra prescribió calmantes y antidepresivos, además de algunos anestésicos.

— ¿Qué tal doctor; cómo ha reaccionado mi nieto?

— Abordé el caso, señora… López— dijo el psiquiatra—. Me temo que habrá que optar por otro tipo de intervención médica, como por ejemplo, aplicarle la eutanasia— esto último lo articuló de forma de susurro

— ¡No, cómo cree!— chilló la abuela —. ¿Qué clase de psiquiatra es usted?

— El mejor, naturalmente — presumió.

— ¿y entonces?

— Mire, señora— dijo, mientras miraba de reojo el reloj —; su nieto cree que en verdad vomitó su corazón en otra de aquellas alucinaciones, según su historial psicológico, que se supone le dio en los alrededores de la capilla e hizo que se desvaneciera.

— ¿y qué me recomienda, en ese caso?— preguntó ansiosa la abuela. Sus dientes postizos temblaban.

— Como el seguro social no bastará para cubrir los gastos que impone esta situación, entonces, lo mejor es que haga caso a lo que le acabé de decir.

— ¿Aplicarle la eutanasia? ¡Ni loca!

Entre tanto, en la recámara destinada para enfermos mentales, el hombre descansaba medio dormido, cuando de pronto vomitó algo, una masa viscosa, tal vez, cableada y chispeante, las comisuras de los labios se tornaron sangrantes y chips se atoraron entre sus amarillentos dientes sin lavar…

Era la una de la madrugada cuando una enfermera entraba con medicación y un plato de comida para el hombre. En eso, vio el cuerpo exánime tendido en el frío piso embaldosado y una ensangrentada masa latiendo a un ritmo agónico junto a su cabeza.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS