Dicen las leyendas cotidianas, que cada cierto tiempo nacen ciertos individuos que marcan para siempre la vida de muchas personas, no por su inteligencia ni su belleza, sino por su alegría, y especialmente, aquella que nace del alma.
Así aconteció en un pequeño pueblo llamado Alma Alegre, donde vivía una hermosa mujer, de cabellos rubios y ojos verdes, atractiva y sensual, pero que cumple un rol fundamental: enseñar a los niños, pequeños sueños nacientes que vienen a la vida para aprender y preguntar sobre muchas cosas. Ellos quieren mucho a esta mujer y ella también los quiere mucho, y por ello como buena educadora, les enseña las herramientas básicas para poder sobrellevar la vida, para que ellos, una vez sean más grandes, salgan a la realidad para cambiar las almas de los seres humanos, que andan perdidas por ahí, hundidas en la oscuridad y en la desesperanza.
Ella tiene una cualidad muy interesante: su simpatía. Solo puedo decir que jamás en ningún momento de la vida, se conocía a alguien tan simpática y tan alegre como ella. Cuando todos andaban amargados, ella, con chispa y una sonrisa, contagiaba de alegría a los suyos, aunque la mayoría no le seguía la corriente, salvo uno, que recibe su energía positiva y que la devuelve el doble de animosa, uno a quien admira cuando se le ve contenta y que se pone triste, cuando se le ve con pena. El piensa como ser alguien importante para ella, sin siquiera pensar en un sentimiento, pues los sueños no nacen con ello, somos nosotros quienes los impregnamos de amor y cariño.
Y aunque a ella le resulte extraño que haya alguien que piense en ella como un símbolo de admiración, con el tiempo sabrá valorar aquellas mínimas palabras de aliento, pues si en el mundo humano se olvida a las buenas personas, aquí en Alma Alegre, se exalta a aquellos que perseveran por ver contentos a los suyos.
«Aquél que da lo más hermoso del alma, recibe la mayor recompensa que esta puede ofrecer: La Eternidad.»
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