Ramón Cuervo: «EL VAMPIRO DE AVILÉS»

Ramón Cuervo: «EL VAMPIRO DE AVILÉS»

Ramón Cuervo, (1891 – 1917) nació en Santa Cruz, Llanera, España y falleció en una pequeña villa ubicada en Cuba. (según los informes, no hay registros exactos sobre cuando falleció Ramón ni de que manera, pero se estima que luego de recibir la sentencia, se suicido ese mismo año ya que no se supo nada mas de él)

Se lo conocía como «EL VAMPIRO DE AVILÉS».

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EL VAMPIRO DE AVILÉS

Ramón tenía toda la vida por delante, toda la vida. Había dejado Santa Cruz de Llanera, la aldea asturiana donde había nacido, para cruzar el charco hacia Cuba, siendo apenas un adolescente, a pocos años del siglo XX. La isla daba dinero o no daba nada, eso estaba claro. Ramón había ido allí con la esperanza de hacer fortuna… pero a él le tocó la segunda opción. Cuando aún no había siquiera prosperado, una tarde en Sagua la Grande (una ciudad de Cuba), escupió por primera vez una flema con sangre. Ramón estaba tísico, y eso, hacia 1913, suponía una más que probable y pronta muerte. Es obvio que un muchacho de «ventipocos» años quiera vivir. Los médicos le recomendaron permanecer en la isla, cuyo clima cálido sin duda le beneficiaría, dijeron. Pero no funcionó. Y, desesperado, con el billete de vuelta a casa en el bolsillo (imposible permanecer en un empleo cuando en cada estornudo repartes un boleto hacia la muerte), visitó a un santero negro que se hacía llamar Francisco, «que le aseguró la curación total si lograba tener el arrojo de beber la sangre caliente de un niño, en el preciso momento en el que ésta saliera del cuerpo del mismo». Fue con esas intenciones que Ramón se fue de vuelta a Asturias.

Una vez llegado a asturias, se encuentra con un niño pequeño.

Manolín Torres Rodríguez tenía toda la vida por delante… Toda la vida. Apenas si le había dado tiempo a conocer, en ocho años que llevaba en este mundo, la villa de Avilés, donde había nacido hijo un mantequero de La Suiza Avilesina, José, y de una sufrida ama de casa, Benigna.

Sano como un roble, con las mejillas encarnadas, lleno de vida… lleno de todo lo que le faltaba a Ramón.

Fue el miércoles 18 de abril de 1917. Manolín, Ángel y Agustín, los tres compañeros, los tres amigos inseparables, jugaban a media tarde en la plaza de la iglesia de la Magdalena cuando conocieron a Ramón.

Este se acercó al grupo de niños y les preguntó si alguno conocía la mantequera, que le daría dinero al que lo llevara hasta ese lugar.

Y Manolín, de pocas palabras, que asiente con la cabeza y comienza a caminar, con Ramón detrás. No era cuestión de desperdiciar algo de dinero y, de cualquier modo, no sería la primera vez que había ido caminando hasta la Suiza.

Aquella tarde, Manolín no estaba en casa a las 8, cuando el mantequero José volvió de la jornada. De nada sirvió que una vecina llamada Benigna lo llamara a gritos por todo el barrio, ni que José preguntara a todos sus conocidos por el niño.

Del pequeño no había rastro y, a medianoche, los desesperados padres no tuvieron otro remedio que acudir a denunciar su desaparición. Iba a ser la noche más larga que hubiera vivido o que fuera a vivir jamás el desventurado matrimonio.

El cadáver de Manolín lo encontró su propio padre, horas después del amanecer, en la Trabuya, ya sin rubor en las mejillas y rodeado de un charco de sangre. Lo enterraron el 20 de abril, un viernes, después de que los médicos afirmasen, sin lugar a dudas, que alguien había extraído varios litros de sangre del niño.

A Ramón no tardaron en inculparlo. Demasiados vecinos del pueblo sospecharon de él, ya que en esa tarde, varios afirmaron haberlo visto caminando con el niño rumbo a la mantequera.

El pueblo se conmocionó, y no tardó en descubrirse que, poco tiempo atrás, otro niño había huido de las malas artes de Ramón por miedoso, por no atreverse a acercarse al pañuelo que éste le ofrecía a oler (pañuelo con cloroformo).

José, el Carolo, había puesto pies en polvorosa ante el ofrecimiento, salvando con ello su vida, ya que el trozo de tela estaba impregnado de cloroformo. La misma sustancia de la que Ramón se había provisto aquel 18 de abril por la mañana, y que, presumiblemente, Manolín sí accedió a inhalar. Le había rajado el cuello, confesó días después, y bebido su sangre caliente tal y como le había aconsejado el santero cubano, y, tras dejar el cuerpo inerte allí, en medio del monte, se había limpiado cuidadosamente y pasado la noche en una posada en Llano Ponte. Tranquilo, Lleno de vida… o al menos eso creía él.

Fueron necesarias las declaraciones de hasta cuatro testigos, sin contar las de los niños que estaban jugando esa tarde con Manuel Torres cuando el asesino le engañó a cambio de un mísero real a fin de que le acompañase, para inculparle. Ante la persistente negativa de Cuervo, los investigadores autorizaron la realización de una prueba de heces, técnica aún experimental en Asturias. Los resultados confirmaron que presentaba una gran cantidad de sangre en su organismo, sólo comprensible por una ingesta masiva.

Finalmente, el sospechoso se vino abajo y confesó todos los detalles de su crimen al juez que él mismo reclamó mientras permanecía detenido en la prisión local. Era 23 de abril de 1917. Menos de un mes después, el 12 de mayo, otro juez ordenó que le trasladasen a una prisión en Oviedo. A partir de esa fecha nada más se supo de Ramón Cuervo; unos dicen que saltó del carro, otros que murió enfermo en la cárcel. Su caso no fue más que la confirmación de que no hay monstruo más peligroso que el ser humano.

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