Se podría decir que toda mi vida había sido una sucesión de acontecimientos a los que siempre había llegado tarde. Mi primera vez fue cuando nací. Aplacé mi llegada al mundo retrasándolo varias semanas, manteniendo de esta forma a todos con la incertidumbre de cuándo, cómo y de qué manera aparecería. Mis padres solían decir entre bromas, que la tardanza formaba parte de mi ADN. Llegaba tarde de forma sistemática a todos los sitios, y cuanto más me esforzaba por ser puntual, más tarde llegaba, ocasionándome, como no podía ser de otra manera, innumerables problemas.
Pasaron los años, y este hecho, que para otros habría sido puramente anecdótico, en mi caso, había pasado a ser mi seña de identidad. En mis tarjetas de la empresa, debería haber puesto bajo mi nombre, en lugar de; “Creativo Publicitario”, “la que invariablemente llega tarde”.
Sé que resulta difícil de entender, pero había llegado a pensar que todo se debía a alguna peculiar necesidad de mi cuerpo que hacía que, en esos momentos de estrés por el retraso, todos mis sentidos se agudizaran para encontrar atajos o métodos para ir más rápido, liberando adrenalina con cada paso; algo así como un deporte que me producía un extraño placer sin ser yo consciente de ello. Aun así, intentaba una y otra vez escaparme de esa fea costumbre fuera de toda razón que me complicaba la vida todos los días del año. Siempre me cercioraba de que el reloj marcase la hora exacta, y examinaba el recorrido que debía hacer minuciosamente para saber con antelación cómo llegar al lugar en cuestión y así no perder ni un minuto de más. Control, control y control. Pero no había manera, siempre sucedía algo. Ese mechón de pelo rebelde que por más que engominaba no había manera de poner en su sitio. La raya del ojo que se empeñaba en torcerse burlándose de mí una y otra vez. Los zapatos que se me perdían de forma absurda, en una habitación de apenas doce metros cuadrados. El móvil que por alguna circunstancia no se había cargado durante la noche. En fin, una interminable liturgia de tortuosas pequeñeces que se sucedían haciéndome enfurecer, y que transformaban mis días en continúas carreras de obstáculos.
Pero aquel jueves, mi despertador, que habitualmente sonaba tarde de lunes a viernes, se superó, y sonó cuarenta minutos tarde. El susto que me di al ver la hora en el reloj, me hizo palidecer. No podía permitirme llegar otra vez tarde al trabajo. Aquel día era muy importante para mí, me jugaba mucho, iba a presentar un nuevo proyecto para la mejor cuenta de BBDO, la Agencia Publicitaria en la que me había empleado hacía poco. Me levanté de la cama en un suspiro y fui corriendo a la cocina para desayunar, pero una vez allí lo descarté, ni tenía tiempo, ni hueco en el estómago. Corría de un lado a otro por toda la casa agobiada por el estrés; con la respiración agitada, el corazón latiéndome a mil, y las manos sudorosas. Después de un retraso así, estaba segura de que ponerme en marcha ese día, sería más propio de una fantasía delirante que de la realidad. Pero curiosamente conseguí atinar con la ropa adecuada a la primera, aunque no sin antes haber dudado entre cinco modelos diferentes, e inexplicablemente la raya del ojo ese día no se burló de mí. Estaba sorprendida ante tanta eficacia. Hasta llegué a pensar que había encontrado la solución a mi exasperante problema.
Cerré de un portazo la puerta del piso y corrí escaleras abajo saltando los escalones de dos en dos como alma que lleva el diablo, con la esperanza de que el primer coche que se cruzara en mi camino fuera un taxi. Y allí estaba yo, ojo avizor dispuesta a todo, invadiendo la calzada. Inmutable ante el denso y ruidoso tráfico de la mañana en la empinada Lombard Street, que comenzaba a despojarse poco a poco de su manto nocturno. Pero las primeras luces del alba que dotaban de color al cielo, me hicieron olvidar por un instante lo que estaba haciendo, al llamar mi atención sobre la maravillosa vista de la calle con sus cuarenta grados de inclinación dispuestos en zigzag, que en ese momento se veía bañada por pinceladas de luz carmesí.
En ese momento, un escalofriante chirriar de neumáticos a mi espalda me sobresaltó haciendo que me girase. Apenas me dio tiempo a reaccionar ante una cegadora luz blanca que se me echaba encima, cuando de pronto, me encontré inmersa en una densa bruma amenizada por una musiquilla de ascensor de la que no sabía que pensar. No podía creer lo que me estaba pasando, miré en todas direcciones, pero nada, todo era blanco y neblinoso en aquel lugar, mirase donde mirase no era capaz de ver más allá de un palmo, además, aquella musiquilla de ascensor que no conseguía averiguar de dónde salía, estaba empezando a irritarme, consciente de que llegaba tarde a mi cita sí o sí.
Entonces un carraspeo me sorprendió. Giré a mi espalda y nada, giré de nuevo y seguía sir ver a nadie. Llena de curiosidad por saber quién se estaba aclarando la garganta cerca de mí, di un par de pasos al frente, y fue entonces cuando le vi apenas a unos metros de mí, delante de una inmensa puerta que tenía detrás; una puerta que parecía no tener ni principio ni fin. Me acerqué y comprobé sorprendida que se trataba de un anciano de mediana estatura y semblante ceñudo, el cual, oculto tras una exagerada porción de barba que acababa amontonándose con el bigote, me miraba sin decir nada, como esperando, envuelto por un halo de luz blanca que incluso difuminaba tenuemente su figura. Dudé varias veces, no sabía que decirle, y cuando por fin me decidí a preguntarle escuché un repiqueteo que llamó mi atención. Bajé la vista: y eran sus robustos dedos que golpeaban nerviosos unos contra otros sin parar. Hipnotizada por la escena, sólo me pregunté dónde estaba, qué era lo que esperaba de mí.
– ¡Llegas tarde!
– ¿En serio? -tragué saliva-.
– Llevo un buen rato esperándote jovencita.
– Pues no sé qué decir, -sonreí encogiéndome de hombros -, la verdad es que no lo puedo evitar, yo soy así. Siempre llego tarde.
—– Fin —–
Rosi Redondo
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