Metamorfosis nocturna
Escondida en lo alto de la vitrina, la rata, vestida de invisibilidad, incógnita y silenciosa, observa la escena. En el comedor, Antonio, como la cabeza de familia que es, preside el ritual hierático de “dar gracias” antes de saborear los majestuosos platillos dispuestos en la mesa.
Don Antonio, padre amoroso y esposo perfecto, ocupa la cabecera de la mesa, a su derecha Lucía, su digna esposa que por 20 años ha estado siempre a su lado en las buenas y en las malas como lo mandan las sagradas escrituras.
La rata suspira al mirarlos, todos tan contentos, compartiendo sus alimentos entre risas y platicas extendidas, se le antoja un comercial televisivo o uno de esos carteles que siempre presumen a la familia ideal.
Los hijos, María y Carlos, educados con firmeza pero con mucho amor. En ellos Lucía ha vertido todo su tiempo y dedicación, al grado que a veces llega a ser tan desquiciantemente posesiva, que Carlos siendo un joven universitario, llega a sentirse sofocado, sin embargo, ante los ojos de la inmunda rata, la atmosfera que cubre el recinto sagrado del comedor, es tan armoniosa que lo que sucede fuera de este, antes o después es simplemente invisible.
Cuando la comida termina y todos los miembros de la familia se dispersan del comedor, la rata sale de su escondite en busca de los restos de comida que yacen en el piso, intentando con cada mordisco tragar a bocanadas la placidez que contemplaba hace unos segundos. No habiendo mas que comer y aun con sus tripas resonando por el hambre, se dirige hasta el patio trasero de la casa para sumergirse por el alcantarillado, el laberinto sin fin de los adentros de la ciudad, que desde esta posición, no suele ser tan blanca.
Tantas posibilidades, entradas y salidas que cualquiera que tome la conducirá a una despensa inimaginable de comida.
Así vive la rata su día a día, sin caminos fijos, explorando nuevas rutas, aventurándose a caminos no andados por otras de su especie, pero siempre, regresando a la vitrina del comedor a la misma hora para llenar su pobre barriga de suspiros que nacen desde su paupérrimo sentido del ser feliz.
Ella, siempre satanizada, perseguida, excluida, su existencia invariablemente ligada a la podredumbre, a la vileza. Queriendo tan solo por un instante ser parte de la familia que tantas veces ha visto convidar en el comedor, sentirse amada y respetada.
La vergüenza le cubre sus amarillentos ojos, desea dejar de ser la astuta, sucia y tramposa rata que siempre ha sido, pero no tiene oportunidad. Cada ser es lo que es y esta vez a ella le toco jugar el papel sucio y despreciable.
Una noche mientras la rata viajaba entre los intestinos citadinos, llego hasta su sensible nariz una mezcla de olores. Curiosa y astuta por naturaleza, de un brinco impulsado por el resorte que tenía por cola y patas, se hizo llegar hasta una rendija que le permitió observar el origen de esa amalgama de aromas que esquizofrénicamente erizaba su pardo pelaje introduciéndose por su nariz hasta sacudir su pequeño cerebro.
La rendija daba a una habitación de las tantas que tienen esos lugares que guardan los secretos de los amantes clandestinos, aquellos que bajo disfraces de lobos feroces y caperucitas perdidas se lanzan al tenebroso mundo de lo excitantemente prohibido.
La habitación no estaba claramente iluminada, sin embargo la rata acostumbrada a vivir en la penumbra, no tardo en distinguir al hombre que mezclaba su cuerpo al de la caperucita. Era Antonio, el hombre recto y honrado, esposo fiel y cristiano fervoroso por el que la rata maldecía día a día su condición de rata. Desde su pobre sentido del bien y el mal, la rata sintió sucumbirse en una realidad paralela, pensaba que su viaje en el laberinto pudo haberla llevado a una dimensión alterna donde los hombres y mujeres usan disfraces todo el tiempo, donde visten de hipocresía y doble moral. Con su par de dientes principales, la rata mordido su pata delantera para cerciorarse de que no se trataba de un sueño.
Ya estaba segura, se encontraba despierta y en la misma ciudad blanca. La ciudad que de día cubre sus rostros persignados con los velos de la santidad y viste sus cuerpos con pieles de ovejas blancas, para que al sentir la oscuridad de la noche, sean transformados en lobos hambrientos buscando a las caperucitas perdidas.
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