Se desvanecen mis fundamentos.

A ratos quisiera dejarme morir de una vez, desprender mis gozadas asperezas y
solo deambular en el vacío sin rumbo hacia las retorcidas luminarias.
Sólo un poco, un poco de muerte y nada más, arroparme en la cuenca estéril de visiones vacías hasta dormirme por un segundo, harto de no verme, de no hallarme en las estelas de los descendentes.

Quisiera ser carroñero, quizás carroña, ambos quizás, ambos como ellos.
Removerme por un tiempo, moverme por completo, perder los ojos en un ingenuo intento.
Hallarme en aquello que no pertenezco,
pero me he enraizado hasta el cuello en aristas de un cuento alterno.

Quisiera tanto en la brea hundir mis dedos hasta ahogar mi último poro, hasta hundir mi último pelo, pero no puedo.

Mis truncados caminos han extraviado el eje de mi cuerpo,
a veces acurrucado sobre mi sien me pregunto si ellos fueron en realidad tersos, cuantas veces con las yemas trencé esos sucesos venideros, cuántos de ellos arrojé al estero.

Lo entiendo y entonces me niego. Es solo el punzante brillo a lo lejos,
ese brillo ajeno, atiborrado de ánimas desesperadas,
que como rapaces consumen en éxtasis el hazdel abismo
y bajo el amparo del orbe yacen hasta el fin de sus momentos,
cual pútrida resina aferrándose a los nuevos cuerpos.

En estas torcidas, enramadas vías que sostienen mi intento, puedo sentir el andar de viajeros, como un rumor imperceptible en aquel espacio eterno.
Aquellos que como yo han entrelazado hasta torcer sus huesos,
buscando opacar ese albor a lo lejos.

En la travesía se topan nuestros crecimientos, aunándose en espirales sempiternos.
En el entramado nos encontramos, nos reconocemos.
Fraguamos nuevos cimientos, enraizamos nuestros centros,
aunamos poco a poco el sendero.

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