El Cachorro sin Jauría-La Manada

Capítulo I- Una pieza de oro.

“De las piedras de Kield surgieron los primeros, hijos de polvo de estrellas, Athaeros les llamaron, caminantes de la tierra y el aire. Bajo el juicio de su padre se derramó su sangre y de su lucha emergió aquel que sería nombrado por la gran madre guía como Dorhik, el espíritu indomable del nuevo mundo. Ante el fracaso de los progenitores, solo aguarda el yugo infinito del Destino.”- Leyenda del Balance, año diez y seis antes del estallido.

Rayaba las aldeas por el oeste, donde los pastizales hacían silbar los ágiles vientos y el paso del tiempo se hacía tan nimio como el andar calmado del sol. Comenzó en una cabaña modesta de madera suavemente empodrecida por la humedad de demasiados inviernos, él era un Dorhik de mediana edad, conocido herrero, hombre libre, trabajador de días placidos, de materiales densos, de minerales y metales, trabajador ajeno al tiempo. Gur’thor le llamaron. Era un hombre peculiar, decían allá en los caminos del pueblo, demasiado grande para esa clase de vida, demasiado joven, con la piel oscurecida de tantos cielos. Estaban en lo cierto, su vivir había corrido un tanto acelerado gracias al renombre de sus padres, maestros del clan “Viltas”-Los lobos, su camino había sido trazado mucho antes de su nacimiento, a temprana edad ya manejaba el filo del acero con la precisión de un capitán y ejercía duramente la autoridad de un capataz. Jamás pretendió ignorar el rumbo que su padre le había otorgado, incluso tras la división de su clan y el exilio de su madre, marcada como traidora junto a sus hombres por alzar la voz ante las demandas de sus superiores durante el proceso de homogenización del continente, donde el mundo para todos conocido comenzaba a estrellarse con una nueva perspectiva de vida. Hacía poco que había cargado en su cinto una espada como si se escondiera bajo su propia piel, como diente afilado de un hocico rabioso, protegiendo a un hombre con el que había compartido sólo las palabras de juramento,el Elk supremo, regidor del continente este, Elftnant[1], una labor que encontró final de una forma inesperada. Jamás posó su mirada sobre el cadáver que pintó de negro ese día, él sólo sabía que un buen hombre había muerto por la hoja de un desconocido, el Dorhik más importante del territorio, el señor de todas las tierras Dorhikta mitigaba su frío con el manto de su propia sangre, sin nadie capaz de atestiguar el asesinato cometido, sin un culpable claro, solo el fracaso de Gur’thor. Los días siguientes se desteñían en luto, la ira arrasó caminos y plazas, antes de saberlo su fallida labor de guarda había cesado, la mancha en su honor sólo podía ser lavada con el tiempo y el fregar constante de sus propias manos. Cargaba ahora sólo herramientas, mazas, pinzas, tachuelas y tiras de cuerda; cargaba metales, brazas, piedras y gruesas maderas. Hacía de las asperezas las piezas más delicadas, para todo aquel capaz de costearlas a su antojo. Amarraba siempre su cabello liso y lacio con la misma tira de lino ennegrecida de tanto humo, con ese trivial gesto daba inicio a su trabajo. Cansados ojos de un gris neblina, estancos en pensamientos muertos, teñidos por el vibrar de las brasas; Brazos gastados por la rutina del oficio, manchados por el fuego y rasgados por imprudencias. Siempre el hombre que trabaja, siempre el solitario hombre de la cabaña, lo había preferido así, el solitario, el constante, le traía comodidad y comida a la mesa, los días se colaban rápido con la estabilidad de la cordura y el respeto que obtenía acaparaba las glorias de antaño. No pretendía más, una vida buena, una vida simple, prospera como la madrugada campestre, suficiente para en su espera formar un camino imperecedero hacia el “Eliant”, Palacio de los caídos.

Exhausto amansó el fuego de su herrería tras finalizar la jornada, tiró de la punta índice de sus roídos y ásperos guantes haciéndolos deslizar por su piel azumagada, su espalda agotada imitó el reventar de una nuez, su suspiro el vaivén de la hierba y sus pies, medios dormidos, le llevaron de vuelta al interior de su cabaña. Una endeble silla negra le esperaba frente a una mesita de condiciones similares, quitaba con un paño roído el sudor acumulado en las arrugas de su frente, ese mismo paño que cubría la cena de res y hierbas que había preparado a tempranas horas de las moscas. Como de costumbre, esa cena era acompañada por un cacho de dulce licor Cerint de la aldea, la especialidad de su tierra, ese era su gran premio por las buenas noticias que había recibido horas antes de instalar la pequeña mesa. Cuando el sol comenzaba a asomarse entre el cordón montañoso del horizonte, una carta había aparecido sobre la tierra que antecedía su puerta, el sello Elkna de las tres astas entrecruzadas, impregnado en cera sobre el lado posterior.

“Maese Gur’thor de Viltas, le saludamos.

La guardia Elkna de las tierras del Ciervo solicita sus servicios para confeccionar el más eficiente armamento de combate directo, que verá su uso en el cuerpo de quinientos soldados, durante las campañas venideras.

-Ser Dritti, tercer destacamento, Elknado del Ciervo.”

Adjunto al texto venían las indicaciones en una plantilla bastante escueta. Podría tardar un año, quizás dos, sería renombrado en su tierra y en tierras tan lejanas haría eco su nombre, tendría suficiente para vivir dentro del pueblo, en esas casas grandes que parecen alcanzar un pedacito más de cielo. Sus ojos cansados, sus brazos caídos, su boca resquebrajada con una sonrisa nimia, rascaba la madera de la mesa hasta alojar delgadas astillas debajo de sus uñas. Era una gran noticia, comía y bebía. La carta sobre la mesa, sus ojos sobre el sello, el pasado de aceros violentos extasiando sus recuerdos cuando portaba el magno símbolo en su pecho. No dejó ni un bocado, sonrió satisfecho dejando caer los cubiertos sobre el cuenco. Quitándose sus viejas botas se recostó sobre la cama, se arropó con viejas pieles gruesas y acomodó su cuerpo para evadir las agujas de paja emergentes del viejo catre. Una vela iluminaba una habitación pequeña, la sombra de un hombre cansado se estrellaba sobre las vigas de madera oscura.

La marea del viento se alzaba maleza arriba, su rumor opacando los incesantes ruidos de la noche. Por fin un tramo de sueño sereno, dormía con los puños ablandados sobre sus mejillas, con sus piernas retraídas hasta su pecho curvado, con sus pies arrugados como si sostuvieran el aire caliente de su cuerpo, con su mente aliviada de tener propósito para el futuro gratificante. Crujió la hierba como rajando la atmósfera, crujió tres veces más a las afueras de la cabaña. Los huérfanos del pueblo escapaban de nuevo, un animal entorpecido,quizás el desesperado intento de un mendigo, suponía Gur’thor aproximándose con andar chueco hacia la ventanilla cruzada del otro extremo de su vivienda. Asomó su ojo sin distinguir lo que sobraba de la sombra.

-¡puedo oírte!, aquí no hay nada más que un hombre exhausto y molesto, ¡Largo!

El viento arrasó con la calidez de su rostro.

-¡Estás advertido!

Quitó las legañas frescas de sus párpados con la yema de sus dedos y acarreó su cuerpo de vuelta al catre, la punta de su nariz rozando la pared opuesta. Se durmió aguantando su propio cabeceo, acompañado del arribo de los recuerdos.

Un hombre como él, tanto como él, tanto como otro, se marcha con el rostro derramado, cargando con el peso de sus brazos. Se marcha con el olor de cabellos joviales, se marcha acariciándole con una simpleza violenta. Él lo mira desde abajo, es tan como él, es tan diferente, no es la primera vez que se marcha, ni la última vez que le dirá adiós. Ella monta en el hombre el enorme morral como al lomo de un burro, en las alturas lloran con silencio inútil, como si buscaran sopesar una muerte posible.

“Ya volverá, siempre lo hace.”

Los brazos de ella vuelven a sumirse en soledad, le alcanzan y le cobijan al borde de la asfixia. El hombre marcha con su cabeza inclinada y desde las alturas de esos brazos maternales él le mira andar. El hombre ya no se ve tan grande.

Ya no era el viento, al abrir sus ojos cayó el sudor como rocío a través de sus pestañas, golpeando sus humedecidos pómulos. Ya no era dudoso, era un rumor agresivo como el de un animal enfermo, como el de un mar violento, el aire se acoplaba en cada aliento como barro espeso y el resplandor de un naranjo purulento se encaramaba por los marcos de las ventanillas, calando por las paredes como agujas vibrantes que oscurecían los retoques de madera. Limpiaba una y otra vez su frente ante el sudor en cataratas, por la ventanilla emergió una flama casi tan alta como la cabaña misma, rojos y negros se encaramaban sobre ella para carcomerla lentamente. Ya no era el viento, la hierba se resquebrajaba como hace unas horas con un golpeteo pesado, un andar rígido, sistemático, como sólo puede tenerlo un soldado, acompañado por el rítmico chirrido de una espada danzante en el bamboleo de su funda. Entre las flamas se filtraban murmullos de idioma desconocido con un aire norteño, gruñidos y gritos que sopesaban el crujido de las vigas calcinadas. Gur’thor recogía a palma abierta sus posesiones más preciadas, copillas y utensilios de plata, monedas escondidas en rincones inverosímiles de cada mueble y cada tabla, con las gotas salpicando sus pies descalzos y el morralito deshilachado en el cual protegía sus tesoros mundanos. Se le iba el aire y no había lugar aún refugiado en oscuridad, ardían las paredes, los estantes y las telas, el destello le mantenía en una ceguera maldita que entre bocanadas de humo le otorgaba un burlón descanso, se venía la estructura abajo como cansada de aguantar su peso. Cayó el muro, respiró hondo casi extasiado por el aire limpio que se hacía paso, cubrió con su brazo el fuego desparramado en su mirada inyectada y comenzó a avanzar trechos esporádicos gracias a la memoria de sus pies, hasta topar con un viejo baúl oscuro de remaches antiguos, oxidados por el tiempo y abrazados por costras de humedad. Quitó los seguros con sus manos enfundadas y entre resoplidos de angustia hundió su rostro y sus manos, emergió al poco rato con sus dedos firmes, cargando una pechera grisácea de grueso acero que parecía había cumplido ya el tramo de una ajetreada vida, una pechera adornada con nada más que un medallón en su centro cargando el perfil de un lobo sereno, remaches de plata de diseño tosco y una mella gruesa a un costado del ombligo. Acarició ese agujero, sintió una sensación similar a una mordida, de su dedo caía un poco de su sangre. La fijó en su cuerpo estirando cada una de las cuerdas por las hebillas de oro opacado, hacía mucho tiempo que no sentía peso así en su cuerpo, el peso de su propia vida. No la veía, en algún rincón descansaba su querida espada, quizás bajo el polvo, quizás bajo los escombros del muro, y la hierba crujía de nuevo y esta vez lo hacía cerca, casi como si pisara su propia sombra.

-¡¿qué es lo que quieres?!

El fuego le gritaba de vuelta, la casa tiritaba con el abrazo del destello enrojecido, sobre su cabeza comenzaban a rebotar las astillas encendidas entre la tierrilla tibia, y sus ojos derramaban goterones desapercibidos por sus parpados. Él era nadie, no comprendía. La puerta no cedía, inflada se incrustaba en sus propios márgenes, retorcida como la hiedra, impávida ante los golpeteos desesperados del herrero que dejaba su cuerpo derrumbarse una y otra vez sobre los tablones. Todo se desvanecía demasiado rápido, los años se perdían en una fragua, en su fragua, se perdían como los días incesantes golpeando las placas, afinando las marcas grabadas en los miles de metales, las marcas grabadas en cada gruta de sus dedos, en esos días enturbiados con la calma de su pequeña mesita, de sus misivas formales y sus cenas frías, y entonces el tiempo le parecía una burla maldita. Sólo un día llevaba sin sus vestiduras, sin su coraje, era sólo un día para esos recuerdos que remecían ahora su cuerpo. La puerta cayó rendida a sus pies, la luna manchaba de frío los alrededores. Se envolvía en humo denso y claro como la nata, su voz se perdía en la tos descontrolada pero sus ojos no descansaban, distinguían entre la estela blanca manchones negros ajenos al andar del viento. Sólo necesitaba sentir el mango de su espada una vez más,sentirlo con el peso de una vida entera. Se hacía paso hacia la fragua, las manchas se perdían, y no lograba encontrar razones para lo que en ese breve instante acontecía, había demasiadas aún para su corta vida en la que sirvió para demasiados altos nombres, nobles nombres, acatando toda orden y sabiendo gozar de los privilegios del silencio. Tropezó levemente con el desnivel de piedra que cobijaba la fragua y el yunque, frente a sus dedos, aún entibiada, descansaba una espada ligera, ágil y fina como un colmillo, de empuñadura rugosa terminada en una guarda recta, oscura como crin y el símbolo del chacal sereno grabado en el grueso pomo, Griol la había llamado en esos días de gloria desmemoriada. El metal del sable aún exudaba el vapor del rocío, Sus guanteletes de oro y cuero permanecían extrañamente en el lugar al que pertenecían, a un costado de la fragua, apilados palma a palma como era su hábito, con el foco nocturno delineándolos a plena vista. No se trataba de un robo, los guantes estaban desgastados pero su cuero era fino y resistente, el metal dorado que les decoraba valía más que la vida de un campesino e incluso un citadino común, aplicado en un diseño sutil, moldeado en finas hileras, que ocasionaría envidia incluso a la nobleza. Podría haber sido así de simple, pero cada paso que daba le develaba un poco más de ese peligro inminente, uno con sentido mayor, con propósito claro. Temblaba, empuñaba la espada como si su cuerpo colgara de ella, pasos pequeños entre la bruma le alejaban cada vez más del fuego revelador que consumía su hogar. Las sombras gemían, rugían como un vendaval, circundantes, cazadoras apetecidas del terror que carcomía a su presa, haciéndose humo en el humo, oscuridad en la madrugada campestre. El arma en alto y la espalda en relajo, pies ágiles y postura firme, escarbaba entre sus recuerdos el herrero tropezando con el propio ritmo de sus pulmones. Aun así había en su cuerpo una sensación que para él era indescriptible, la firmeza de su cuerpo, la inquietante seguridad de su propia mirada, era un desesperado impulso por clavar sus pupilas afiladas en el primer objetivo visible, de hacerse paso con la entereza de su metal entre una marea de brutos armados y furibundos. Podría haber huido, más desconocía cuanta impaciencia le producía tener que esperar otro segundo sin hacer chillar su acero una vez más. El peso de los años apaciguados parecía disiparse por un instante. La humareda se rajó como un trozo de tela, entre ella una criatura demasiado corpulenta para ser llamada Dorhik cargaba con la fuerza de una jauría hambrienta. Gur’thor esperaba, sediento, aterrorizado, el hacha descendiendo hacia su cabeza con la firmeza de una violencia habituada. Una chispa iluminó sus rostros, estrellándose en el encuentro de sus armas, encontrando sus eclipsados rostros. Pálida tez, ojos intoxicados de un veneno amarillento, colmillos como alabardas alzadas y una respiración turbulenta, les llamaban Trangh, hace no mucho tiempo se ocultaban bajo las montañas y cordilleras del territorio. Su hacha pesaba demasiado para encontrarse con los descuidos del herrero, tronaban ambas en el silencio nocturno, ambas siempre atajándose, más el ritmo del enemigo perdía ritmo ante el peso de su herramienta de guerra que apenas recuperaba la estabilidad tras cruzar el viento, alcanzó Griol con su mordida ágil la mejilla del guerrero blanco ante su descuido y se hizo paso sin mayor esfuerzo entre carne y hueso hasta asomarse entre sus orejas puntiagudas como una afilada coronilla. Se desmoronó la criatura frente a él con la mirada vacía, el vibrar de sus ojos disipados en el contraste del fuego y la luna. Su cuerpo ya no temblaba, ya no podía sentir el peso de su espada y la coraza que le cubría no era nada más que piel, la piel del lobo, como si jamás se hubiera percatado del leve entumecimiento que había arrullado sus años muertos. Por más que quisiera negárselo estaba extasiado y eso le mortificaba, este Dorhik bruto, él y su arma, como si nada más cargara su rumbo. La cortina grisácea se abrió de nuevo, alcanzó a oír la boleadora cortando el viento, como cada una de sus finas espinas silbaba en armonía y le tiró al suelo, su espalda se sentía maltrecha como el cuerpo de una barcaza podrida pero sabía que su armadura oscura podía soportar golpes mayores. Rechiflaba nuevamente la maza dentada, abanicando la hierba ennegrecida por su sombra. La tierra se pulverizaba invadiendo como agujas la piel del herrero ante la intensidad del golpeteo, la velocidad de sus movimientos sobrepasaba solo por un parpadeo la caída de la bola densa que cazaba incansable su cabeza. La esfera dentada golpeó la tierra una vez más pero no volvió a elevarse, el antebrazo izquierdo del herrero la aprisionaba hasta hundirla en la tierra, dejándose dañar por su superficie dentada con tal de encapsularla en su lugar y percibiendo con el desespero de la bestia pálida por recuperar su arma, encontró Griol su paso entre costilla y costilla, calando en el enorme pecho del invasor como un aguijón. Gur’thor se alzó con el apoyo de su brazo sanguinolento, el aullido del enemigo templaba su rostro, quien entre espasmos dejaba deslizar la empuñadura de la boleadora de sus dedos. El lobo y su colmillo, el tiempo había sido indiferente, su cuerpo fluía con demasiada naturalidad. Retomando el control de la aún encarnada Griol, alzó sus brazos empuñados dividendo poco a poco la carne del enemigo, hasta encontrar el filo en su cúspide con el brillo de la madrugada destiñendo la oscura sangre. El cadáver arrodillado se extendía como un abanico, dejándose caer en el regazo de sus propias piernas. Retiró su espada de aquel desastre, el baile de las llamas se asomaba entre la suciedad de su filo, las había olvidado. Levantó con cuidado su brazo que se balanceaba como un trapo, le sostuvo, dolía demasiado, se podía distinguir la figura exacta de las espinas sobre él, ¿había dolido todo ese tiempo?, goteaba con un ritmo estático contraponiéndose con el vibrar esporádico del fuego. Ya no era capaz de reconocer su cabaña, era como si las llamas hubieran existido siempre en ese lugar, siempre vivas. Cayó de rodillas al suelo, estaba húmedo, estaba manchado, las flamas bailaban, la noche era oscura, sus manos rasgadas tiritaban con desenfreno, dejó su espada en el suelo y reventó en sollozos. Todos los recuerdos habían desaparecido, sentía no haberlos podido apreciar un poco más de tiempo, adornaron sus paredes por tanto tiempo pero hacía mucho que no había posado su mirada fijamente en alguno, aunque fuera por unos segundos. Sólo quedaba esa vieja pechera de acero sombrío, evocaba en la memoria algo amargo, la muerte de su padre grabada en la mella, ahí justo un poco más abajo del ombligo, en esa mordida sobre el acero. Cuando los camaradas del clan tocaron su puerta acarreando el cuerpo de su último familiar conocido, que estaba tan helado que parecía quemar de frío las palmas de sus manos. Lo entendió con el tiempo, ese era el frío de la soledad.

Recuperó el aliento, debía limpiar las tierras que alguna vez habían sido parte de su patio viejo, se lo debía a todas las ánimas que pudiesen haberle acompañado en silencio y a la tierra misma que tanto tiempo le había cobijado. De los brazos acarreó al primero de sus incomprensibles víctimas y le arrastró hasta sumergirlo en las llamas, esquivando las brasas entre sus pies descalzos, hasta sumergir el cadáver en el fuego. Repasaba en su mente los sucesos, intentaba conectarles con eventos de horas pasadas, de días, de meses. No encontraba nada, quizás simplemente el destino había detenido sus construcciones para jugarle una mala pasada. Acarreó al segundo, perdía el control con cada goteo denso que resbalaba hasta la punta de alguno de sus dedos, más no había forma de detenerlo, arriesgar lo poco de ropa en una venda precaria podría hacer del frío un nuevo enemigo. Si, quizás el destino le había jugado una mala pasada todo ese tiempo. Se dejó caer, la tierra estaba tibia, calentaba su cuerpo. Algo brillaba en la rojiza estela dejada por los cadáveres sobre la hierba, algo inusual, algo que no le dejaba descansar. Soltó cada uno de los broches que sostenían su pesada pechera, con ayuda de su espada rasgó el camisón de lino amarillento, envolviendo en él su brazo maltrecho y poco a poco alzó su cuerpo, resbalando suavemente el sudor por el contorno de su nariz.Sus pasos eran torpes pero suficientes para alcanzar el objeto mancillado por la sangre, los restos de un sobre abierto, arrugado tras un largo trayecto, aún contenían un documento en su interior que parecía haber sido forzado con nula delicadeza. Lo cogió desde una punta libre de manchas y retiró de inmediato el papel, rescatándole de la humedad rojiza. Al abrirlo, para su desdicha gran parte del texto se había perdido, se leía entre pozos

-Herrero. Infortunio. Desaparece. Amanecer.-

No requería mayor capacidad de deducción, más las razones de tal violento acto parecían haber escapado en la bruma nocturna. Perdió el papel la esquina izquierda, rendida ante la sangre que le inundaba, dejando una pequeña mancha en la espalda de su cuerpo. Gur’thor volteó la hoja, junto a la mancha descansaba un símbolo entintado, dos jarras entrecruzadas coronadas con maíz fresco, un símbolo inolvidable para un niño de esas tierras, la aldea en que cruzan los cinco caminos, Riniel le llamaban los lugareños, los viajeros la recordaban como el último cruce frente al río. De días duros se forma el Dorhik, solía elegir su padre como respuesta a las ingenuas preguntas de su hijo sobre las travesías de la guerra, comprendía estas palabras ahora, las comprendía como si hubieran salido de su propia boca. Lo que no comprendía era cómo las llamas moribundas no habían apagado aún el latido de su pecho, el rumor victorioso que recorría su cuerpo hasta la punta de sus manchados dedos, cómo podía su piel ignorar tal infortunio que en pocas horas le había arrebatado todo lo que entendía hace años como su mundo. No, sea lo que fuere que había ocurrido durante esa noche, creyó sentir por primera vez a la vida como un torrente impredecible, deslizándose hasta escurrirse en cada rincón de su cuerpo. Esa extraña sensación de incertidumbre y expectación, provocaban una sensación demasiado sublime para su mente hastiada del cotidiano. De días duros se forma el Dorhik.

Campante, el tiempo había transcurrido hasta apaciguar las llamas, el cielo ya mostraba rostro pálido, la espada del herrero dormía en su funda. Se aproximó a las ruinas alzando sus manos, la caricia era tibia y reconfortante. Quebró el vidrio de la última ventanilla en pie con la ayuda de su brazo enfundado y se dejó deslizar hacia el interior. Las astillas de la mesa le recibieron sin hacerle daño, aún una esquina de su morada parecía encapsulada por los aires de la mañana, en su cama a medio consumir aún estaba marcada su figura. El morral de riquezas le esperaba impoluto, lo cogió rápidamente, haciéndole tres nudos sobre los tirantes de su armadura. Rescató su par de botas que agonizaban bajo un ardiente eje del techo, haciendo de ese milimétrico movimiento suficiente para desestabilizar la compostura del espacio. Su cuerpo apenas escapó de vuelta a la hierba, el derrumbe acabó con lo último del fuego. Dejó que sus ojos rescataran hasta el último pigmento del escenario, el último movimiento de esas hojas que hasta hace poco le mecían hasta dormir, debía partir. Se integró en el camino y en él marcho sereno, aguantando el peso de su cansancio, la silueta distante y diluida de Riniel se dibujaba con los pasos del amanecer, de niño le parecía un camino tan expedito. Sus pies tropezaron entre ellos, se detuvo extrañando el aire en sus pulmones y en una roca alta encontró un sucucho acogedor para darse descanso. Acurrucándose entre los rayos de un sol amable, ubicó su morral bajo su mejilla y dejó caer sus parpados.

El abrazo del calor seco terminó por despertarle con la noción de que las flamas aún consumían sus sueños, con ahogo inspeccionó primeramente el estado de sus pertenencias, descansaban aún bajo su mejilla y supo entonces que todo había sucedido realmente. Se alzó de inmediato, agobiado por la aridez de su cuerpo atrapado por un rayo punzante del sol, inspeccionando ambos lados del sendero rústico con la esperanza de captar el andar de algún viajero. La luz le guió hacia una pequeña laguna de nenúfares por la que un brazo del río Dalan desembocaba. Corrió ahogado por la sed y se rindió en su orilla, hundiendo por completo su cabeza en el agua cristalina, colándose entre ella la ceniza de sus cabellos. Sin importar los insectos, Gur’thor dejaba almacenaba en sus mejillas la mayor cantidad de agua posible. Habiendo recuperado el aliento se adentró nuevamente en el camino, tras un rato de andar seguro el cielo comenzó a doblegarse ante un gris opacado que ocultaba poco a poco el brillo del sol, una chispa ajena rebotó en su frente y otra en su mejilla. El lobo recorría cada acto malintencionado de su vida hasta encontrar razón para su interminable suplicio, maldiciendo al destino cada gota que caía sobre él. Se mecían una vez más las hileras de pasto largo ante el arribo del viento que con su silbido suave se colaba entre sus cabellos empapados rasguñándole hasta los huesos, que intentaba sopesar con el morral pesado en alto sobre su frente. Una imagen similar golpeó su mente de pronto, Hacía ya un largo tiempo que solía acampar con su padre en las cercanías de una laguna como la que le había hidratado anteriormente y que por lo tanto el bosque, en el cual habían conseguido esa leña que protegió sus pies jóvenes del frío invernal, debía encontrarse relativamente cerca. Distinguió la copa de los árboles fácilmente, ocultando sus tesoros rescatados en un arbusto del costado del sendero, cubrió su cabeza con el morral viejo y se adentró en la arboleda rogando por alguna ramilla estéril y volátil. La densidad de la arboleda había repelido los goterones más osados, en ambos brazos cargaba troncos y varas suficientes para una pira modesta, entre el camino y el agua, amparado por el tronco torcido de un roble, los acomodaba de manera minuciosa hasta formar una pirámide que rodeó con las mismas copas y utensilios rescatados de su hogar. Con la ayuda de un arco de fuego y el ímpetu del viento, tras innumerables intentos las llamas hicieron frente al temporal. Podía notar el resplandor de su hogar a la distancia, cada vez más tenue y frágil, como una luciérnaga agotada de tanto aletear. No quería verla morir, más tenía que. Desabrochó sus botas y dejó que el calor abrigara la planta negra de sus pies y se apoyó en ese árbol como solía hacerlo sobre su padre durante esos días de aventura y dejó ir sus pensamientos como si fuera su voz joven relatándole sus aventuras e infortunios a su madre. Apareció un galope suave sobre la vía y detrás, el crujir de unas ruedas gruesas. Unas riendas gruesas salpicaban haciendo eco en el paisaje. La carreta vieja disminuyó su andar hasta coincidir con el herrero, el hombre de puntiaguda capucha marrón y pipa larga entre bigote y barba, que controlaba el andar de los corceles con una sola mano, le hizo una señal para que se le acercase. Gur’thor, incomodado ante la repentina aparición del extraño y su gesto, se puso de vuelta sus botas y quitando sus objetos preciados de los alrededores del fuego, apagó las llamas con la tierrilla cercana y se aproximó con algo de cautela.

-La mañana parece no preocuparse de los viajeros, estas lluvias son poco comunes durante este periodo del año. Me dirijo hacia Riniel, si quiere puede acompañarme y encontrar ahí refugio hasta que el temporal cese.

Apuntaba tras él hacia el espacio en que iba la carga. Gur’thor echó un vistazo de vuelta a la pira extinguida, el agua había enfriado ya sus pertenencias.

-Sí, por supuesto, me vendría muy bien. Es usted muy amable…viajero.

Con un trozo de tela cubrió su cabeza, ajustó todo nuevamente en su morral y se aproximó a la parte trasera del carretón de peldaños podridos.

-…Siempre y cuando, por supuesto, esa proposición solo este motivada por bondad y no por la promesa de dinero. Como ve, tuve un pequeño accidente en mi hogar y la verdad es muy poco lo que da peso en mis bolsillos.

-Suba, antes de que la lluvia le juegue una mala pasada. Es un lamentable accidente pero no debe preocuparse, si nos apresuramos llegaremos antes del anochecer al pueblo y ahí podrá encontrar la ayuda que necesite.

Agradeció el gesto con profunda humildad y respeto, entre las torres de lino y cajas de madera se acomodó dejando traslucir su agotamiento con una sonrisa de consuelo. Así el andar de la carreta se prolongó por un largo tiempo, sereno, podría incluso clasificarse como enmudecido y si bien Gur’thor había encontrado calma en el fluir del terreno, comenzaba a extrañarse de la naturaleza silente del cochero, la atmósfera pasiva del momento contrastaba de forma demasiado peculiar con los ajetreados eventos de la noche. Sus manos encontraban al rato el mango de su espada, lo hacían a escondidillas cuando su mirada se perdía en las praderas, incapaces de hacer a un lado las dudas, las ganas de anunciar un culpable o al menos un sentido. Los caballos relincharon resquebrajando el silencio y la carreta se detuvo con el golpe de una inercia descontrolada. Con desconcierto el herrero se inclinó entre las mercancías, esperando alguna reacción del hombre bajo la capucha que insistía en encender su pipa entre los goterones de la tormenta. Al disponerse a hablarle fue interrumpido por su suavizada voz.

-Me debes una pieza de oro.

El hombre no se movía, su cabeza a medio caer ocultaba su mirada en la sombra de la tela. Convenciéndose de un mal entendido, el herrero acercó aún más su rostro, casi rozando los ropajes del cochero.

– ¿disculpe?

– Una pieza de oro, colega, ahora.

Por un momento se había convencido a sí mismo que jamás el destino o cualquiera fuera la fuerza que rigiera su camino permitiría tanto maltrato a un Dorhik noble como él. Solía equivocarse con la naturaleza de su propia suerte.

-¡Lo sabía!, no puedo creer que me haya dejado engañar con un truco tan simple, ¡todo esto no era más un maldito timo!

Sus dedos no lograron alcanzar el mango oscuro de Griol, una hoja curvada de fino borde descansaba con seguridad sobre su garganta, su cuerpo estancado no producía movimiento alguno.

-Mucho cuidado, hombrecillo de campo. Éste aún puede ser un día prometedor para ti, sería una lástima mancharlo con sangre a tan temprana hora.

La punta de la cuchilla dificultaba el paso de su saliva. Alzó el herrero lentamente sus manos hasta sobrepasar su cabeza.

-Una pieza de oro por conservar tu vida y ¡además!, Llegar a salvo a tu destino. Vamos, me parece un trato mucho más que justo, aventurero.

Asintió con torpeza suficientes veces para que su decisión quedara absolutamente clara, deslizó con excepcional cuidado sus manos hacía el monedero de género que colgaba de su cinto, con la yema de sus dedos índice y pulgar desamarró el nudo y de su interior retiró una reluciente moneda de oro. Con gesto similar alzó su mano nuevamente y depositó la moneda sobre el marco del asiento del cochero, dejando ir un suspiro de horror sumiso. Se formó en el rostro del hombre encapuchado una sonrisa de jugarreta infantil, quitó la daga de inmediato de su piel y la envainó con un gesto concluyente.

-bien pues, es mejor continuar nuestro viaje antes de que el sol se pierda de nuevo. Este lugar esconde sigilosos peligros, más aún tras el ascenso del nuevo Elk.

El hastío del herrero fue tomado con indiferencia. Volvió a acomodarse entre la carga, su mano apretando firmemente el tibio mango de Griol.

Distinguió primero la estructura de techumbre angulosas apenas asomándose sobre las piedras alineadas de la defensa, luego la textura rascada de las vigas de madera y la tosquedad del murallón estoico de Riniel que permanecía tan firme como lo recordaba, sin entumecerse por el frío de los años. Era una pintura plagada de anécdotas joviales, ni una piedra, ni un mendigo, ni un trozo de comida sobre el camino parecía haber cambiado demasiado. Sin otorgarle siquiera un segundo para revivir viejas andanzas, las pezuñas cesaron su andar tras tocar los primeros indicios del camino empedrado. En un gesto de desinterés burlesco, el hombrecillo encapuchado mostró nuevamente la palma, inclinándola hacia atrás sin siquiera voltearse. El herrero hervía de impotencia que canalizaba en un sutil rechinar de dientes y una mirada de impotencia cordial que le recordaba a la de su madre ante las visitas de los amigos de su padre. El hambre que había cogido en el camino y las suspicaces habilidades del cochero facilitaban considerablemente el derroche.

-Vamos, camarada, no quiero tener que sacar a mi amiga nuevamente.

Señaló su daga tres veces consecutivas con sus cejas en alto. El viaje ya terminaba, sabía que cualquier altercado a cercanías del pueblo podía hacerles terminar a ambos entre cadenas y mazmorras, quizás alertando al responsable de esa trágica noche. Estrelló la moneda sobre la palma del hombre, cerrándole los dedos acompañados de un par de golpeteos entusiastas. Cruzaron el arco principal de madera tallada y se adentraron en las callejuelas de adoquines saltados, bajo techumbres empinadas de irregularidades perfectas, adornadas por los vientos otoñales. El vaivén de la multitud campante, los vozarrones del mercado central, las bandadas de niños revoloteando por el espacio, esparciéndose entre cada casa y ese olor a hortalizas podridas con tintes de sudor ácido. El pueblo parecía haberle esperado durante todos esos años de ausencia. Detuvieron la carreta en el establo a cercanías de la entrada, con una sonrisa y un gesto de manos el hombrecillo le pidió a Gur’thor que descendiera.

-El viaje ha concluido, espero haya sido de su agrado. Si tiene alguna duda que necesite resolver o si tal vez necesita con desespero calmar la sequedad de su garganta, solo diríjase a la taberna del búfalo.

Apuntaba con su dedo índice el edificio que amparaba la plaza central.

-El dueño conoce muy bien a la gente de estos lares. Mi nombre es Fialeth Moris, por si necesita de mis servicios nuevamente. Me encuentro aquí toda la tarde, así que…ya sabe, viajes rápidos y todo eso.

Haciendo una sínica reverencia el herrero bajo de la carreta, maldiciéndole entre dientes. No faltaba que apoyase su pie izquierdo y le detuvo entonces un agudo silbido.

-Pensándolo bien, es probable que necesite una moneda más, si no le causa mucha molestia. Créalo o no, soy un hombre que goza de malas juntas y bolsillos livianos.

Una moneda, mucho más gruesa y oxidada, voló rozándole la punta de los cabellos.


[1] Elk supremos es un título otorgado al señor de la guerra y las voces, encargado de la política del continente y miembro del consejo general de seguridad y prosperidad de “Aleas”, el mundo hogar. El Elk es apoyado por un consejo de sabios, los hombres más ancianos en el continente, que dedican su tiempo a resolver las problemáticas existenciales de los seres y habitantes de este extenso territorio. Guiados por la experiencia y sabiduría, los hombres de mayor edad de cada uno de los extremos de la región son coronados con las antiguas tiaras del conocimiento, dándole como deber el concilio de las ideas del pueblo y el análisis extenso de las medidas propuestas por su superior. Elk Supremo es la máxima autoridad y su guardia le sigue en jerarquía, bajo ella se encuentran los Elk regentes, encargados de los subsectores más importantes de este continente, junto a sus guardias y en el escalón inferior, se establece el pueblo o la gente común, el cual presenta su propia estructura jerárquica, variando según el poderío económico y/e influencia de cada individuo por sí mismo.

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