Las cosas del hambre

Las cosas del hambre

Serafín Cruz

15/05/2019

En el año mil novecientos treinta y ocho, cuando la guerra civil española se había cobrado cientos de miles de vidas y el país era el vivo ejemplo de la hambruna, la picaresca española, que ya de por sí florece en cada ocasión que se presenta, vivía, tras dos años de incontrolable y desoladora guerra, sus momentos más álgidos, pues llevarse algo comestible a la panza requería, en una ingente cantidad de ocasiones, de astucia, de vivacidad y, lamentablemente, de malicia. La escasez de alimentos y el destino de los mismos a las tropas de los rebeldes y a las de los sublevados, además del estricto control de las escasas cartillas de racionamiento, convertían en una odisea dormir habiendo conseguido callar el ruido de las tripas, objetivo que muy pocos conseguían. La incertidumbre aparecía en cada despertar de cada individuo, y el ingenio no podía desfallecer ante la pretensión de llevarse al estómago cualquier cosa comestible. Por otra parte, los jóvenes que aún no habían sido llamados a filas por su corta edad eran, junto a los ancianos, los encargados de traer a casa un jornal con el que poder paliar el hambre, por ello, los zagales que escasamente alcanzaban la docena de años, abandonaban sus labores escolares y salían a la calle en horas tempranas ofreciéndose a cualquier menester que se remunerara con unas pocas pesetas.

Juan «Carreta» era el menor de cuatro hermanos varones y el que precedía a dos hermanas gemelas once escasos meses más jóvenes que él. Su madre, conocida como Carmen «La Pantalones», era una mujer sin malos sentimientos, pero su apodo se lo había ganado a pulso debido a su personalidad temperamental y su agria conducta. «La Cojones tenían que llamarla», se oyó decir alguna que otra vez a alguna de sus vecinas. Carmen, a pesar de su serio semblante, tenía »muy buenos golpes», como solía decirse en su pueblo cuando alguien respondía con gracia a algún comentario inapropiado. Una de las veces en las que Carmen hizo uso de su espontánea ocurrencia fue cuando una vecina, tras saber del embarazo que tendría como resultado el nacimiento de las gemelas, le insinuó que había sido poco prudente por haberse quedado preñada apenas dos meses después del parto de su hijo Juan, por lo que Carmen, ni corta ni recatada, contestó:

—¡Mira esta!, lo único caliente que me meto en el cuerpo y quiere que no lo haga.

La anécdota fue recordada y referida en el pueblo infinidad de veces y, con el correr del tiempo, se hizo un chiste, donde tal ocurrencia y respuesta se le concedió, asombrosamente, a una imaginaria gitana a la que se llamó «La Carmen», aunque sin apodo.

Los hermanos de Juan debían el apodo a su padre, Pedro «Carreta», y por tal apodo eran, asiduamente, citados. Cariñosamente y por ser el más joven, a Juan lo llamaban con el diminutivo: «Carretita».

Habiendo heredado la ocurrente respuesta de su madre y una gracia natural llevada en todo momento a lo histriónico, pasar un rato a su lado era sinónimo de chanza y de risa, pues el risueño mozalbete encontraba el humor aun en momentos de tristeza e incertidumbre. «Este se ríe hasta de su sombra», decían de él los que le conocían.

El cabeza de familia era propietario de un baté que, antes del »movimiento», como comúnmente se denominaba a la guerra civil, era el lugar de trabajo de los varones de la familia, a excepción del pequeño Juan, pero el bando republicano citó a filas al mayor de ellos, por lo que Juan, a pesar de su corta edad, ocupó la vacante en el barco.

Gracias a las faenas de pesca, la familia satisfacía su hambre muchas veces merced al pescado de poco valor de mercado y, ante las escasas opciones para elegir en el menú, algo era algo. A Juan le encantaba el pescado frito, y solía comérselo al pellizco y colocándolo sobre un mendrugo de pan —cuando había pan—, y, astuto como era, se guardaba un poco en el bolsillo, envuelto en una bolsa de plástico, cuando presentía que al día siguiente la ración escasearía.

El lugar conocido como Fuenteañeja, era punto de encuentro para la gente del sector pesquero. Desde alli el puerto quedaba a tres kilómetros de distancia, recorrido que ofrecía un angosto camino con tuneras a los lados y que el agua de lluvia convertía en lodazal. No era el único acceso al muelle, pues un mejor camino, que conducía a la playa, era otra opción, aunque despreciable a todas luces por la enorme distancia que había que recorrer y por la desagradable ocupación de los soldados y los carros de combate que impedían el paso.

Los encuentros de los marineros para acudir al muelle y embarcar en sus respectivas embarcaciones ocurrían de madrugada, pues a primeras horas del alba debían estar en los caladeros, y alcanzar tal cometido suponía al menos una hora de navegación, eso los que se libraban de tener que usar los remos por ir en barcos de motor, que eran los menos; las embarcaciones pequeñas, que alcanzaban su mayor velocidad cuando se izaba la vela, tardaban el doble… o más.

Manolo «El Seco» fue motejado irónicamente desde su infancia; su obesidad, debida a una enfermedad congénita, se encargaba de darle apariencia de un lambucero tragaldabas que engullía hasta la saciedad, aunque la realidad era todo lo contrario pues, tal como la inmensa mayoría de los españoles por aquellas fechas, el hambre siempre le andaba al acecho. Manolo era un hombre lleno de vanidad que le gustaba alerdear de las «buenas ventas» que conseguía con las capturas de su pequeña embarcación de remo, aunque los marineros que componían la dotación sabían que Manolo mentía más que hablaba. Otra particularidad destacable en este hombre es que solía hacerse a la mar llevando un bocadillo envuelto que nunca se comía, hecho inentendible para el resto de los que le acompañaban.

Una desapacible tarde-noche de abril estuvo lloviendo ininterrumpidamente desde las dos de la tarde hasta entrada la madrugada. Muchas de las calles del pueblo se anegaron, teniendo los vecinos que poner en alto los enseres de sus casas para evitar peores daños que el que era sacar el agua y el lodo que había entrado. Hacer de viandante era sinónimo de enfangarse hasta las rodillas, por lo que era necesario, si se quería evitar tal desagrado, salir de casa con las botas de agua que se usaban, el que las tenía, para las faenas en la mar. Juan no disponía de botas, ni su padre ni sus hermanos, por lo que asimilar entrar en contacto directo con el fango era la mejor manera de asumir los hechos y hacerles frente.

Una vez llegada la familia a Fuenteañeja, saludaron cortésmente a los que allí había.

—Nos vamos a encontrar el camino hecho una corraleta —se quejaba uno.

—Toca joderse; abril aguas mil —asumía otro.

—Ha llovido para reventar —exponía un tercero.

Poco después llegó Manolo «El Seco» con una cuadrilla de cuatro hombres.

—La marea está bajando, Manuel —avisó Pedro al gordo.

—Lo sé, Pedro, buenos días; en un nada nos vamos, hay que aprevechar la vaciante. ¿Nos acompañáis?

—Sí, anda, vamos, es mejor no perder tiempo.

Juan, que hasta el momento no había sacado palabra de su boca, observó que «El Seco» se guardaba en uno de los bolsillos de su lamparoso chaquetón lo que él dedujo que era un bocadillo y, desde ese mismo momento, toda su atención la prestó al mencionado bolsillo que, una vez apartada la mano del obeso dueño de semejante parte, la mitad del supuesto bocadillo asomaba al exterior. «Se lo tengo que quitar antes de llegar al muelle, y no se tiene que enterar», pensaba.

Con pocos ánimos pero con la voluntad requerida para que se pudiera llevar a cabo el propósito de hacerse a la mar, la cuadrilla de ambos patrones comenzaron a dejar las escasas luces del pueblo para adentrarse en el camino que dirigía al puerto. Tras una angustiosa caminata —sobre todo para los que iban en zapatillas o descalzos—, a poco menos de la mitad del camino se toparon con un enormee charco que los obligaba a arremangarse o, incluso, a desprenderse de los pantalones si se quería evitar mojarlos. Subir al vallado era misión desechada por mor de las punzantes tuneras.

Juan no le había quitado ojo al bocadillo de «El Seco» que ,en una ocasión, tras haber dado el hombre un pequeño salto para evitar un pequeño charco, estuvo a punto de caer al suelo, mas esto no ocurrió.

—No hay más remedio que desnudarse, muchachos —dijo Pedro, y comenzó a desabotonar su pantalón. Los demás lo imitaron.

Juan no tardó en quedarse en calzoncillos y, tomándose la acción a broma y siendo el primero en cruzar el charco y en comprobar, cuando el agua le llegó al ombligo, que la profundidad era más de la esperada, dijo:

—¡Ea, huevitos pasados por agua!

Los demás rieron la ocurrente frase de «Carretita» y, visto que debían correr la misma suerte, no se anduvieron con pérdidas de tiempo.

—¡Manuel, tíreme usted el chaquetón, no se le vaya a mojar¡ —pidió el chiquillo.

—Pues, sí, hijo, has tenido buena idea.

—Espere un momento a que me vista —advirtió, nervioso, el avispado zagal.

«¡Ha picado, ha picado!», pensó.

—¡Cuando usted quiera! —advirtió tras abotonarse el pantalón.

En unos instantes el chaquetón de «El Seco» voló por los aires y, antes de que tocara el enfangado suelo, fue atrapado por «Carretita» como si del mejor guardameta se tratara y, una vez lo tuvo en su poder, salió corriendo como si huyera de la propia muerte.

El inocente hombre supo en aquel momento que había caído en la trampa y gritó al chiquillo, que desapareció en la oscuridad de la noche en un visto y no visto.

Pasados unos minutos, nuestro protagonista creyó estar a salvo para poder hincarle el diente al bocadillo que, merced a su picaresca e ingenio, había conseguido. Con la celeridad propia del nerviosismo y del hambre, se apresuró a sacar del bolsillo del chaquetón su premio. Desenvolver el papel solo le llevó un segundo, y lo hizo mirando hacia atrás, por si las moscas. Abrió la boca a la par que cerró los ojos, tal vez porque su instinto de supervivencia le quería complacer al dar el primer mordisco al bocadillo centrando toda su atención en el paladar.

Cuando notó que parte de su bocadillo estaba dentro de su boca, mordió con ahínco con el fin de sentir el grato placer de saborear un buen trozo de pan condimentado con culquier chacina, pero lo que sus dientes encontraron no fue más que una piedra que a punto estuvo de desdentar al chico de sus paletas, una dura y seca piedra que le hizo entender por qué Manolo «El Seco» no se comía nunca su bocadillo.

Fin

Serafín Cruz Muriel

©Serafín Cruz’19

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