El hombre se hallaba en la penumbra absoluta. Allá, a lo lejos, no había nada. Todo era oscuridad.
Comenzó a caminar, no sabía muy bien hacia dónde, pero aun así empezó a desplazarse en la inmersión absoluta de ese abismo infinito… fue entonces que lo comprendió: había muerto y esto era aquello que a uno le espera una vez que fallece.
Según lo que aprendió en la vida terrenal, las religiones planteaban diferentes finales para las personas que siguieran sus doctrinas… podían esperarles los Campos Elíseos, el Inframundo, el Cielo o hasta un edén en donde te recibirían cuarenta vírgenes. Aun así, ninguna de ellas decía que lo que le esperaba al hombre, una vez muerto, era la nada misma… o eso creía.
Sin ninguna acción que lo anticipara, la tierra comenzó a abrirse y fue así que una montaña surgió. Poseía una altura que escapaba del entendimiento humano, era de tierra negra y ostentaba una colosal puerta que estaba abierta de par en par, invitándolo a entrar.
Fue entonces que lo comprendió, su destino era ingresar al interior de aquella montaña. En aquel instante que la prominencia emergió, todas las alarmas de su ser, aquellas que indicaban el “peligro”, comenzaron a resonar con gran intensidad: en la entrada o, mejor dicho, al final de aquella entrada, se encontraba el mal encarnado.
Pese a todo, se movió… pese a todo, caminó y, mientras más se acercaba al ingreso, más fuerte y repelente era el olor de la carne quemada y podrida que inundaba sus fosas nasales con suma agresividad.
Cuando puso un pie adentro de la montaña, una voz, profunda y macabra, le dio la bienvenida.
-Te estaba esperando. – Le dijo la voz, que provenía de una mujer que se encontraba al fondo del camino, sentada en un gran trono blanco.
El hombre se arrodilló y rompió a llorar.
-¿Por qué? – Le preguntó, visiblemente quebrado-. Si fui un buen hombre, nunca obré mal y no le hice mal a nadie.
-¿Y qué esperabas? – Quiso saber la mujer, con una sonrisa maliciosa.
El hombre trató de reincorporarse como pudo. Se puso de pie, temblando, y volvió a hablar.
En vida se decía que la gran broma que tú le habías jugado a los humanos era hacerles creer que no existís – Acotó, despechado.
-No, estás equivocado – Respondió-. La gran broma que yo les hice era hacerles creer que tenían posibilidad de salvación.
El sujeto rompió a llorar nuevamente, gimió, sabiendo que su destino era inevitable, y afirmó, sin dejar de lamentarse.
-Sólo tú, como el Diablo que eres, podrías obrar con tanta maldad. – Fue lo que dijo.
-En eso también te equivocas. – Acotó-. ¿Quién dijo que yo soy el Diablo? – Le preguntó, en un tono burlón-. El Diablo nunca existió. Sólo estoy yo, Dios.
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