Ese martes, como todos los días antes de llevar a los chicos al colegio, me senté cinco minutos en la galería del jardín para leer el diario. La primera plana estaba cubierta por la gran noticia que venían anunciando hacía un par de semanas. El miércoles a las seis de la tarde, según la información que teníamos, el mundo sufriría la primera lluvia de meteoritos de una intensidad nunca vista. Todos los medios y las personas en todos lados se habían vuelto un poco monotemáticos. Suponía y deseaba que pasara rápido, aunque en este contexto era impensado creer volver pronto a “la normalidad”. Las noticias habían dejado de informar para marear, confundir y hasta generar pánico, porque ninguna decía claro qué iba a pasar, ni qué implicancias tendría esto. Con mi mujer, Isabel, habíamos decidido que durante el miércoles, nuestros dos hijos no asistieran al colegio. Ana estaba con mucho miedo e ir al colegio no la iba a ayudar y aprovecharía a Felipe para que cuidara de ambas, hasta que yo volviera de la oficina.
Ese martes, Ana y Felipe, como algo raro, se habían levantado antes que yo y ya estaban en la cocina cuando bajé a desayunar.
Ana, al verme que estaba leyendo el diario preguntó:
-Paaaa, ¿sabés algo más de la lluvia de meteoritos? Dicen que será grande. ¿Tendremos que preocuparnos?
-No creo bonita, quizás hasta tengas una nueva excusa para faltar al colegio. – Le dije riendo mientras le tocaba la cabeza para ver si podía echar sus miedos. -Viste que las noticias siempre exageran. –
– Ayer hablé con el profesor de ciencias que es un fanático en astronomía. -Interrumpió Felipe, dándole seriedad al tema. -Y dijo que lo más importante es el material del que estén hecho los meteoritos.
Ana, abriendo sus ojos azules desproporcionadamente a su pequeña cara, lo miró y preguntó:
– ¿Yyyyyy? Feli, no te hagas el misterioso. ¿Qué más dijo? ¿De qué están hechos?
Felipe sacando pecho de hermano mayor respondió: – Todavía no se sabe nada Ana, y si se supiera igual seríamos los últimos en enterarnos.
Para frenar la conversación, que solo aumentaría la ansiedad de Ana, ordené: – Chicos, ¿están listos?, ¿nos vamos? Sino todos vamos a llegar tarde.
Isabel nos esperaba en la puerta para despedirse de nosotros, con las llaves de mi auto en su mano. La “buena Isabel” estaba en todos los detalles. Muchos años hacía que estábamos juntos, ya era tanto lo que habíamos vivido que no recordaba una vida sin ella. Nos conocíamos demasiado bien y nunca había perdido unas llaves gracias a ella, entre otras cosas. Sonreí al pensar en eso.
El martes pasó muy rápido y durante el miércoles desayuné solo en la cocina ya que el resto todavía dormía.
Saqué el auto del garaje y me dirigí al trabajo; el tráfico estaba muy liviano, como en época de vacaciones. Al llegar, solo había dos autos en la cochera, era la primera que tenía tantas opciones para estacionar el auto. Subí a la oficina y estaba desierta. Aproveché el silencio para adelantar trabajo pendiente. El día transcurrió muy tranquilo y cuando frené me di cuenta que ya era el mediodía. Necesitaba ir a almorzar, pero antes me detuve a mirar por la ventana de mi oficina. Era una linda vista, desde ahí se veía gran parte del centro de la ciudad. El cielo todavía estaba despejado, pero en el horizonte ya se asomaban nubes que amenazaban cambiar el celeste por el gris. De camino al ascensor noté que había tres personas. Una de ellas era mi secretaria Clara y dos personas más que trabajan en el piso. Al regresar del almuerzo le dije a Clara que se fuera. Ella me respondió con una expresión llena de alivio, hizo un par de llamados y se retiró. Para las cuatro y media, Ana me había llamado cinco veces preguntando cuándo regresaba a casa. Pero siete llamados, fue el límite que hizo que cerrara todo para irme y así llegar a estar con ellos a la hora que comenzara la tormenta. Antes de salir, mi celular sonó. Era mi jefe:
– Hola ¿Andrés? -preguntó.
-Sí, soy yo. ¿Cómo estás? -respondí.
– Bien, gracias. Si todavía estás en la oficina. ¿Te puedo pedir un favor?
– Justo me estaba yendo, pero claro. – respondí mordiéndome el labio inferior.
-Tengo que enviar unos documentos que están en la caja fuerte de la oficina del cuarto subsuelo. ¿Me los podrás buscar, escanear y enviármelos por favor? La tarjeta para el ingreso está en mi segundo cajón, Clara tiene la llave. El número de la caja es el 11 y la clave es 2015. Retira el sobre que hay ahí, lo escaneas en la misma sala y me lo mandas por mail desde la misma máquina. No debería llevarte mucho tiempo y te juro que te lo compensaré. Después por favor corré a tu casa, que es donde deberías estar un día como hoy.
De mal humor, preferí no responder al último comentario, saludé y colgué. Busqué las llaves sin éxito y después la llamé a Clara para que me ayudara. Encontrarlas me llevó más tiempo de lo que suponía. Al rato Ana volvió a llamar y para no asustarla más de lo que estaba, le dije que estaba en camino. Antes bajar al subsuelo, de camino al ascensor me detuve asombrado al mirar por la ventana. En pocas horas la luz del día se había cubierto y lo que más preocupado me puso fueron unos pequeños destellos que relampagueaban a lo lejos de color verde. Mientras caminaba por el pasillo noté que estaba solo. Al llamar al ascensor la puerta se abrió e ingresé para presionar el cuarto subsuelo. Al llegar al tercer subsuelo la electricidad se cortó. Para no entrar en pánico me senté, metiendo mi cabeza entre las piernas por un tiempo que pareció una eternidad, hasta que la electricidad volvió y llegué al cuarto subsuelo.
Muy pocas veces había estado en la bóveda del edificio, por lo cual tuve que encontrar todo como si fuera la primera vez. Busqué los papeles…El scanner, que estaba cubierto con una funda, lo encendí y lo puse apto para utilizarlo. Todo era complejo y me hacía demorar, escaneé el documento para poder mandarlo por mail. Internet no estaba funcionando asique, con mucha bronca, dejé el mensaje en la bandeja de salida y aceleré mi regreso al ascensor. Mi cabeza, a esta altura, no entendía qué hacía en esa oficina. Busqué mi celular para chequear la hora y no lo encontré, “seguro está sobre mi escritorio”. Había perdido demasiado tiempo y me negaba a regresar para buscarlo. Del ascensor me dirigí directo al garaje donde solo se encontraba mi auto. Lo saqué del edificio y aceleré para ir a casa. La ciudad estaba oscura y había partes muy mojadas que indicaban que la lluvia había pasado fuerte aunque ya no llovía. Se veían algunos autos estacionados y otros frenados en el medio de la calle que tenía que esquivar para no chocar. Estacioné y me bajé para ver qué estaba pasando, pero lo que vi me asusto. La gente estaba rígida, como si fueran estatuas. Sentí pánico, me subí al auto y manejé hasta casa. Mis piernas temblaban y mis manos se me resbalaban del volante. Si bien no era religioso, empecé a rezar a dios o a quien fuera para que mi familia estuviera bien. Estacioné donde pude y al entrar a casa, mi corazón se detuvo cuando noté un profundo silencio. Estaba preparado para cualquier cosa menos lo que vi. En el sillón del living Ana, Felipe e Isabel estaban cristalizados, al igual que el resto de las personas que había visto antes. Estaban tan abrazados que parecían pegados. Sus ojos cerrados forzadamente como si no quisieran ver lo que estaba pasando me daban la pauta de lo asustados que se sentían. Se me hizo un nudo en la garganta…Lo peor fue ver a Ana, en su mano tenía su celular. Estaba seguro de que me había estado esperando. No entendía por qué no me había pasado nada y al resto sí, no me parecía justo. “Tendría que haber estado acá con mi familia”, pensé con mucha bronca e impotencia. Intenté encender la televisión, pero no tenía transmisión. De pronto, no aguanté estar dentro de la casa y salí, “si yo estaba vivo alguien más podría estarlo”, pensé. Corrí esperando encontrar a alguien, hasta que mi cuerpo pidió a gritos que frenara y estallé a llorar desconsolado muchas horas en el medio de la calle.
Las semanas que vinieron después fueron peores, mi desconsuelo era infinito. Mi rutina era salir a respirar profundo durante largas horas y regresar, todo era demasiado abrumador. Hasta que un día desperté y decidí irme lejos. Empaqué algunas cosas, saludé a mi familia y cerré toda la casa como si fuera a volver. Nada de lo que hacía tenía sentido y me sentía perdido. Llegué a mi auto, subí y manejé.
Siempre me había sentido atraído por el mar y ese fue el imán que hizo que me dirigiera a la costa para encontrar algún lugar nuevo para vivir. Durante el viaje noté que no había semáforos funcionando, solo había algunos autos frenados con gente cristalizada que interrumpían el camino, a los cuales no quería ver. No solo la gente había quedado cristalizada luego de la lluvia, sino también los animales. Estacioné en una estación de servicio, llené el tanque, ingresé al autoservicio para comer y tomar algo y seguí mi camino. Era raro tener todo el mundo a mi alcance sin límite. Alguna vez, de muy joven, había fantaseado con quedarme solo en el mundo, pero nunca pensé que eso se iba a cumplir. A pesar de que nadie me controlaba, me auto restringía en la velocidad, en respetar las normas. De pronto me dio miedo que pudiera pasarme algo y nadie estuviera para ayudarme…Esa sensación fue desapareciendo a medida que recordaba lo vivido. “Me pasó lo peor, perdí todo lo que tenía, y estaba preocupado porque me pasara algo. ¡Qué ridículo, y si me pasa qué carajo me importa!” pensé. Frené, salí del auto y grité por unos minutos. Ingresé al auto y aceleré a fondo. Las barreras de los peajes estaban cerradas, asique tomé distancia y las rompí al cruzarlas. Fue una liberación que hizo que me sintiera un poco mejor.
Al llegar a la costa, fui frenando en las casas que daban a la playa para elegir la indicada. Donde sospechaba que podría haber gente prefería no parar, aunque por momentos se hacía difícil discriminarlas. Finalmente hubo una casa vacía que me gustó para quedarme. La puerta principal estaba cerrada, pero ingresé por el patio trasero que daba a la playa. Al entrar pasé por un espejo y me detuve a mirarme. Reconocí mi reflejo, pero había algo diferente, no solo porque estaba desprolijo, flaco y ojeroso, sino que había algo fuerte que irradiaban esos ojos que nunca había notado. Seguí inspeccionando el resto de la casa, bajé las cosas y me instalé. Después de haber pasado varios días solo bebiendo agua a la fuerza para no morir, comencé a sentir hambre. Me dirigí a la cocina para preparar algo y lo devoré. Al rato, sentía que mi cuerpo había recobrado algo de fuerza. No quería quedarme mucho tiempo quieto para evitar pensar y salí a recorrer la zona con papel y lápiz en mano para ir marcando los lugares importantes. Muchas de las calles de veredas anchas, estaban llenas de casas de una planta y edificios bajos que desembocaban en la playa. Las palmeras abundaban y su viento esparcía el aroma salado típico de una ciudad costera. La brisa era reconfortante y por suerte ya estaba llegando la noche. Ese día fue la primera vez que pude dormir sin ser despertado por pesadillas.
Al otro día desperté renovado y, después de desayunar, me calcé las zapatillas y salí a correr por la playa. Hábito que a lo largo de los días se fue volviendo una necesidad. Los días eran eternos y tenía que llenarlos. Además de eso en la casa había muchos libros de cocina y también llenaba los días aprendiendo a cocinar. Al principio fue difícil, pero de a poco fui aprendiendo y aunque reconocí siempre mis limitaciones, puedo decir que empecé a comer mejor. Cuando la cocina empezó a aburrirme un poco, me puse a arreglar las partes de la casa que estaban deterioradas o que les faltaban detalles de terminación. Era una casa amplia y moderna, pero había muchas cosas sin terminar y otras deterioradas por el aire de mar.
Al hacerlo me venía el recuerdo de mi padre, un autodidacta que sabía mucho del funcionamiento de todo. De chico, me obligaba a ir a su taller, en ese momento lo odiaba por eso. Pero siempre me decía, sin ningún lugar para cuestionarlo: “Si no querés ser un inútil y que te pasen por arriba, lo mejor es que sepas arreglar las cosas solo”. Por cansancio terminaba aprendiendo y ahora agradecía a mi padre que me hubiera obligado para no podrirme por el aburrimiento.
Los días eran un poco más llevaderos haciendo planos, midiendo, pintando, yendo a conseguir los materiales, tenía algo en qué pensar. Uno de los días, estaba tan metido en los arreglos de la casa que decidí cambiar mi rutina y correr por la tarde. Usé mi exceso de energía que tenía para correr y llegar más lejos de lo habitual, pero tuve que frenar a la fuerza en el momento en que mis gemelos se acalambraron. Estiré y me senté para descansar un poco hasta que, para mi sorpresa, vi a lo lejos una sombra moviéndose. Parecía la silueta de una persona que estaba jugando en la orilla. Una ola de esperanza apareció después de tanto tiempo. Mis piernas hicieron el esfuerzo por caminar hacia la silueta, pero de pronto desapareció y por más que me acerqué no volvió a aparecer. Decidí frenar, y recostarme en la arena para descansar. Me quedé un largo rato pensando si había visto bien o no. Se estaba poniendo cada vez más oscuro y todavía me faltaba regresar, asique una vez que junté fuerzas volví.
Al otro día, decidí ir en auto donde había visto la silueta. Me quedé esperando hasta la noche, sin ningún éxito. Recorrí la zona y nada. Volví a casa desilusionado. Los siguientes tres días fueron iguales. Recién durante el cuarto, salí a correr como todas las mañanas, me senté un poco más cerca de donde había visto la sombra y la vi. Esta vez tenía fuerzas suficientes para correr hacia ella. A medida que me iba acercando no había duda que era una persona. Mi corazón entusiasmado se aceleró y grité haciendo un movimiento amplio con los brazos para que me viera: “Ey, ey, eeeey.” La silueta frenó lo que estaba haciendo, miró, corrió y al alcanzarme me abrazó como si nos conociéramos de toda la vida. No sabía muy bien cómo reaccionar de ese abrazo, pero de a poco me aflojé. Limpiándose con sus manos las lágrimas de su cara, me miró y dijo con un intento de sonrisa: – Soy Lucía, ¿me podrás pellizcar? Me parece tan genial esto que tengo miedo de que sea un sueño. Si lo es no quiero despertarme nunca más en la vida. – Terminó de decirlo y volvió a abrazarme. No pude evitar reírme frente a tanta espontaneidad.
– No creo que estés en un sueño, porque sino no hay motivo por el que estaríamos juntos. –
Lucía me miró de pronto como si fuera un extraterrestre y murmuró: -Uy qué mala onda, ya veo que no es un sueño. –
En seguida, intentando corregir lo que había dicho, dije: -Uy… Perdón, lo que quería decir es que no nos conocemos.
-No expliques nada, ¿cómo te llamas?
-Andrés. ¿Podremos empezar de nuevo?
-Ahhh, queres que nos abracemos de nuevo, al final sos un vivo bárbaro. – Dijo tan seria que no sabía si era en broma o no. Lucía era bajita, tenía el pelo largo y castaño atado en una trenza. Sus ojos pardos, de largas pestañas oscuras, impactaban e irradiaban vida.
El silencio duró un rato, hasta que volvimos y dije:
-Hola, soy Andrés. Encantado de conocerte.
-Bue, qué formal.
-Decime vos qué decirte, ya me doy por vencido. – Miré para arriba y me senté sobre la arena.
-Ok, ok -dijo sonriendo- somos lo que somos asique no me voy a poner en exquisita. Además de pronto estoy feliz por no ser la única en el mundo sin estar hecha estatus. Recorrí tantos lugares sin ver a alguien moverse desde que pasó el desastre que ya estaba bajando los brazos – dijo limpiando sus ojos, que volvían a llenarse de lágrimas.
Tratando de cambiar de tema, pregunté: – ¿Vivís por acá?, yo estoy a varios kilómetros de acá, en una casa que encontré deshabitada.
-Sí, estoy cerca. -Respondió como pensando en otra cosa. – ¿Dónde estabas al momento de la lluvia? -me preguntó
-Nunca llegué a ver qué pasó, estaba en un subsuelo, por lo cual no sé con claridad qué ocurrió. Estaba en la oficina, se me había hecho tarde haciendo cosas y justo cuando me estaba por ir mi jefe me pidió ir a buscarle algo al subsuelo. Lo único que sé, es que mientras estaba en el ascensor se cortó la luz, estuve ahí encerrado bastante tiempo y ya después todo cambió. Cuando finalmente logré irme con el auto la lluvia había pasado y no quedaba nadie en la calle. – Mientras lo contaba sentía que eso había pasado en otra vida, pero el dolor de recordar a todos en el sillón, todavía estaba intacto. Tuve que frenar un rato. Me intrigaba qué historia tenía ella, pero todavía no quería indagar demasiado. Como leyéndome la mente, interrumpió mis pensamientos:
– ¿Qué linda tarde no?
– Muy linda -respondí sonriente, como agradeciéndole el cambio de tema y continué –. Había perdido las esperanzas de encontrar a alguien hasta que hace cuatro días te vi de lejos. Había bruma y estaba oscureciendo por eso no sabía si eras real o no. Había corrido demasiado rápido de casa hasta acá y estaba tan cansado que no podía avanzar más, pero los siguientes días no paré hasta que por suerte fuiste real.
– De haberlo sabido me hubiera puesto una campera reflectiva así me veías antes – dijo sonriendo.
– Es verdad, me hubieras simplificado un poco. – respondí.
– Se hizo larga la charla y está oscureciendo y empezando a hacer frío, ¿tenés algún plan para hoy? – preguntó.
– Estoy demasiado cansado para pensar, encima tengo que regresar a pie. ¿Querés que mañana nos veamos acá otra vez?
Me miró y respondió: – Claro, me encantaría.
Se paró en puntitas de pie para darme un beso de despedida y empezó a caminar.
– Lucía, ¿te parece mañana acá después del mediodía?
Sin darse vuelta, levantó su mano derecha para hacerme un gesto confirmando lo que había dicho.
Volví corriendo a casa y a pesar del agotamiento físico me sentía renovado. Me duché, afeité, corté un poco el pelo que ya estaba muy largo. Tenía tanta hambre que tuve que salir a buscar algunas cosas para cocinarme algo.
Durante la mañana continué con las refacciones de la casa, almorcé y pasado el mediodía me puse la ropa para correr hacia el punto de encuentro. Tenía un entusiasmo extraño, nuevo, que era muy agradable. Cuando llegué, Lucía estaba ahí, más linda que el día anterior. Esta vez llevaba su pelo suelto y tenía un vestido que atrajo mi atención. De pronto estar todo transpirado me hizo sentir incómodo.
– No fue muy buena idea venirme corriendo, ¿no? – dije sonriendo.
– No elegiste el mismo medio de transporte que hubiera elegido yo, pero estoy contenta que hayas venido. Es bueno tener alguien con quien hablar.
Nos sentamos en la playa para conversar de lo que habíamos hecho por la mañana, de la ciudad, de lo que era sentirse el dueño de todo. Quería preguntarle sobre su vida antes del desastre, pero seguía sin animarme y ella no me daba pie tampoco. Cuando estaba anocheciendo la despedí y me volví a casa con menos ganas que el día anterior.
Fueron muchos días los que nos juntamos en la playa. Ya había aprendido que era preferible ir en auto así no me sentía incómodo por mi aspecto después. La pasaba muy bien con ella. A veces salíamos por la ciudad, nos quedábamos en la playa, hacíamos deporte, empezábamos a encontrar cosas en qué entretenernos juntos. Si llovía siempre nos metíamos en alguna casa deshabitada, o en algún centro comercial para probar todo lo que había adentro. Me estaba empezando a costar cada vez más separarme de ella cuando anochecía, así que ese día la invité a cenar.
Su respuesta en tono superador fue: – Claro que sí, pensé que nunca me ibas a invitar.
-Jaja, me hubieses dicho vos, si tenías tantas ganas – respondí frente a su apriete.
-Sin apuro ahora. Me voy arreglar un poco a casa, hace mucho no salgo. ¿Queres pasar a buscarme cuando termines con todo?
-Ok, vayamos caminando a tu casa así se dónde buscarte.
Caminamos juntos y al saludarnos Lucia me dio un beso en la boca que me hizo no querer separarme de ella nunca más. La abracé para seguir y ella me separó y dijo:
-Ahora te vas a comprar todo y me pasas a buscar.
-Linda casa -le dije con una sonrisa que no podía sacar de mi cara – Señorita, en breve nos vemos.
Cerró la puerta y me fui a preparar todo. A las dos horas y media pasé. Al salir de la casa, me di cuenta por primera vez lo linda que era. Se había puesto un vestido corto rojo ajustado y unos tacos que me daban vértigo al verlos. Su cara estaba radiante, la combinación de su piel bronceada con esos ojos pardos y labios exuberantes pintados de rojo eran una combinación difícil de resistir.
Al verla, la tomé de la cintura, la atraje y la comencé a besar. Fue como si dentro mío se encendiera un fuego apagado hacía mucho tiempo. Ella respondió, hasta que nos separó diciendo:
– ¿Vamos a cenar o me vas a tener acá en la puerta de mi casa como si fuéramos adolescentes?
Riéndonos y conversando nos fuimos a mi casa. Me había esmerado mucho para que todo estuviera impecable, hasta había conseguido velas para darle una mejor ambientación a la mesa. Cenamos, conversamos, nos besamos y fuimos a la playa. Al recostarnos en la arena notamos una luz verde que recorría el cielo, algo que en ese momento no dimos importancia.
Hablamos de nuestro pasado, le conté de mi familia, ella me contó de su hija de tres años que también había quedado petrificada. Nos abrazamos y volvimos a besarnos cada vez con mayor intensidad. De pronto el cielo se llenó de colores. Algo extraordinario para mirar, pero teniendo en cuenta lo que había ocurrido, nos dio miedo y volvimos a casa. Nos encerramos en mi cuarto, mirando por la ventana para ver cómo seguía, hasta que las luces desaparecieron y comenzó a llover. Con la lluvia cerramos la ventana y nos fuimos a la cama, sacándonos cada uno la ropa, para acariciarnos, besarnos y hacer el amor hasta que nos dormimos abrazados. Desperté a las cinco de la mañana siguiente, como no podía conciliar el sueño fui a bañarme intentando no despertarla. Lucía apareció en la cocina mientras preparaba el desayuno, nos saludamos afectuosamente y desayunamos en silencio como si anticipáramos lo que vino después. Fuimos a la playa a ver el amanecer, la combinación del naranja del cielo con el mar se veía impactante hasta que Lucía dijo:
-Por primera vez veo pájaros en el cielo. ¿Será un presagio?
De pronto el ladrido de un perro, seguido de una persona en bicicleta nos conmocionó.
Empecé a sentir a Lucía nerviosa:
-Por favor llevame a casa, que si todo volvió a la normalidad me tengo que ir urgente.
-Creo que yo también me voy. -Respondí.
Me ayudó a ordenar un poco, embalé lo que tenía, cargamos todo en el auto y en poco tiempo la llevé a su casa. Todo el viaje lo hicimos en silencio, de a poco se veía cómo la ciudad iba tomando una vida muy diferente a la que tenía. Al llegar a la casa, Lucía me pidió que la esperara. Al minuto regresó con un papel y me dijo:
-Este era mi número de celular antes de que pasara todo, espero que siga funcionando. Pase lo que pase, me encantó conocerte. – Antes de despedirla, le agarré su mano y con una lapicera que había en el auto le escribí mi número también. Me despidió con uno de sus besos que me hacían quererla más y se alejó.
Aceleré el auto hasta mi casa original, de pronto me volví a sentir descolocado. Me había empezado a acostumbrar a este nuevo mundo y sentía que me lo sacaban, todo había pasado muy rápido. A pesar de querer llegar para ver si todos estaban bien, algo me frenaba, que hizo que el viaje durara mucho más de lo normal. Al llegar a casa, necesité respirar un rato dentro del auto antes de salir. Abrí la casa y caminé hacia adentro buscando a todos, la primera buena señal fue que en el sillón no había nadie.
Empecé a llamarlos: -Ana, Feli, Isa, ¿están?
De pronto por atrás sentí los brazos de Ana, que me agarraban. Mi felicidad fue inmensa. La abracé a ella y luego vinieron Feli e Isabel. A quienes junté para abrazar. Entre llantos y gritos nos abrazamos los cuatro. Ellos no entendían muy bien lo que había pasado y nos pusimos a conversar de lo que había vivido en estos meses. Estaba feliz de estar en casa con todos.
Al tiempo del suceso, escuché de las teorías más variadas para explicar lo sucedido, la que más me gustó por lo fantasiosa fue la que habían sido alienígenas quienes hicieron todo eso para venirnos a estudiar. Nadie reconoció que después de la lluvia hubieron personas que quedaron intactas, al menos dos. Fuera lo que fuese que sucedió nadie lo supo con certeza.
Un día revisando la guantera del auto, encontré el papel con el número de teléfono de Lucía, la grabé entre mis contactos y seguí con mis cosas. Durante un año intenté no pensar en ella y poner mi energía en recomponer mi vida. Estaba feliz de tener a todos de regreso y volver a ser la familia que éramos. Aunque no podía evitar sentir que algo había cambiado y me faltaba algo para adaptarme a esta nueva vida. De pronto, sonó mi celular. Lo miré y era un mensaje de Lucía que decía:
– Hola, ¿cómo estás?
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