Y mientras salía por la ruidosa puerta de la cárcel. Sintió que alguien lo seguía, de repente sintió que una fuerza extraña tenía dominio sobre él. Y mientras se trasladaba a sí mismo a la segunda cárcel que conformaba su vida. Sintió que la libertad se desprendía de su cuerpo, que el aire se hacía imposible y que… estando dentro nada lo salvaría de la muerte.

Antes de entrar lo pensó varias veces, porque sabía que estando dentro solo era otro recluso igual a todos, el cual tendría que cambiar de celda cada dos horas y que por órdenes judiciales estaba en el derecho de tener una libertad a medias de treinta minutos, minutos que se volvían un infierno. Porque estando solo en aras de libertad entraba en contradicciones, ya que sentía que esos minutos de libertad lo hacían imaginar cosas peores de las que le estaban viviendo y también cosas que jamás pasarían, como por ejemplo; la libertad absoluta por la cual había luchado silenciosamente toda su vida, dejar de sentirse prisionero y no sentirse el recluso inútil al cual los guardias atemorizaban con ferocidad.

Y siempre, siempre que esos treinta minutos de libertad estaban a punto de terminar le daba un bofetón a sus ideas y sueños porque temía por llegar tarde a la celda a la que por obligación debía entrar. Y siempre, siempre se despedía de su puesto solitario pensando por última vez: “Nada, nada me puede condenar y atemorizar más que mis propios pensamientos” y así lo repitió por años hasta envejecer.

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