«Las Comadres de la Finca Los Cisnes» Parte I

«Las Comadres de la Finca Los Cisnes» Parte I

Mayorka

28/04/2019

En “La Finca Los Cisnes”, la más próspera y fructífera del pueblo La Mostaza, vivía un anciano de nombre: Don Emiliano Ortega Garcés. Hombre de noble de corazón, honesto, trabajador, olvidadizo y muy confiado. En su soledad, alojó a tres mujeres desamparadas que llegaron a su puerta buscando refugio. El pueblo las conocía como: Las comadres. Se murmuraba por las calles que sus lenguas eran de fuego, con ojos redondos cual búho y cuello semejante a un faro gigante. Su pan de cada día, era averiguar la vida de otros y hablar mal de las personas, todo esto a espaldas de Don Ortega.

La primera comadre de nombre Magda, , conocida como pájaro de mal agüero, siempre vaticinaba lo peor. En su mente, aterrizaban pensamientos negativos donde todo terminaría mal. También, era especialista en crear cizaña, acostumbraba a susurrar al odio para atormentar hasta al más manso de la prole. Cuando llegaba la noche, nunca podía dormir. El sueño huía de ella.

Por su parte, Martha la chismosa del pueblo, conocía la vida de media humanidad hasta el punto de saber cuántas veces se levantaba el vecino para ir al baño. Un tanto insólita y exagerada, le gustaba pintarse el cabello de un color distinto por día. Los martes, se lo teñía de rojo eléctrico brillante. Esa noche en especial, se escuchaban gritos burlescos por las calles.

— ¡Allá va la antorcha humana!—gritaban las vecinas entre risas, mostrando sus dientes de oreja a oreja. — Calladitas se ven más bonitas. ¡Busquen su muerte natural!— contestó Martha, mientras caminaba molesta pero orgullosa.

Por último, tenemos a Lucrecia, la peleona del territorio. Juraba tener la verdad absoluta. Dios se apiade de aquel que se atreva a contradecirla porque será condenado a discusión eterna. Dicen que al estar sola, peleaba consigo misma y hasta con su sombra. Se inventaba conflictos para seguir peleando. En el patio de la finca, todos los domingos por la mañana, su momento de paz era tomar un café puro y recostarse en la hamaca bajo la intemperie.

Sin embargo, Magda era excelente interrumpiendo los momentos de paz. Se acercó hasta el oído de Lucrecia para comenzar con su pronostico negativo.

— ¡Te advierto que si alguien no se está muriendo o se está acabando el mundo, mejor ni me hables! — expresó Lucrecia mientras sostenía su taza de café y miraba a Magda con ojos asesinos.

— Tengo la sensación de que una gran tormenta se aproxima— respondió Magda con cara de preocupación .

— ¡Mi linda, si fuera por ti, caería un meteorito sobre mi en este preciso momento!. Necesito que te multipliques por cero y desaparezcas— dijo Lucrecia empuñando las manos de la rabia.

De pronto, apareció Martha corriendo tan rápidamente por el monte, que tropezó sin querer con una piedra, cayendo directo los arbustos. Luego, sin hacerle caso al embarazoso asunto, se levantó dirigiéndose hasta el patio donde estaban las comadres.

— ¡Les traigo un chisme mis amadas brujas! aunque debo confesar, con la mano en el corazón, que me duele todo el cuerpo—Aseguró Martha mientras se tocaba las rodillas por los raspones.

— No puedo creer que mi momento de paz haya sido arruinado por una supuesta tormenta y ahora por un chisme ¡Señor, dame paciencia porque si me das fuerzas las mato! — Gritó la peleona de Lucrecia.

— Obviando tu comentario absurdo bruja fosforito— dijo Martha ignorando la actitud de Lucrecia— les cuento que Don Ortega traerá inquilinos a la finca para aparentemente aumentar sus ingresos. Ofrecerá el sitio a los turistas.

A raíz de esta noticia, las comadres no dudaron en tratar de desilusionar al dueño de la finca y comenzaron a diseñar sus planes malévolos para que nadie se quedara por mucho tiempo. Cuentan que los matrimonios salían enojados a los días de haber estado hospedados en Los Cisnes, grupos de colegialas que deseaban pasar sus vacaciones de verano, terminaban peleándose en las habitaciones, familias que llegaban de la ciudad con tan solo horas de estadía, luego abandonaban el lugar. Al tiempo, la Finca Los Cisnes fue ganando mala fama y sus ingresos no fueron los más favorables. El pobre Don Ortega se preguntaba: ¿Por qué a nadie le gusta quedarse?

Ante tantas interrogantes y sin perder oportunidad, Magda se acercó muy delicadamente hasta el oído de Don Ortega para apagar todo indicio de fe sobre el proyecto.

— Creo que sería muy mala idea continuar alojando gente en la finca. Dicen que este tipo de cosas trae ruina a las casas. Recuerde que nunca han existido esas ideas en el pueblo porque no sirven—dijo Magda, mientras le daba palmadas de consuelo por la espalda a Don Ortega.

Entre tanto, Lucrecia, Martha y Magda conversaban con él diariamente sobre el tema, al mismo tiempo que decidieron consentirlo preparándole desayunos, almuerzos y cenas especiales, atendiéndolo a cualquier hora hasta que lograran su cometido. Los pueblerinos de La Mostaza, murmuraban que ellas eran malas con el dueño, aprovechándose de su avanzada edad, engañándolo y manipulándolo a su antojo. No conforme con eso, le hacían la vida imposible a los inquilinos, creaban ambientes tensos, inventaban cosas y los molestaban para que se fueran. Entre la cizaña, el chisme y los pleitos, era casi imposible tener paz.

Al poco tiempo, el dueño de la finca falleció sin haber podido cumplir su sueño. El representante legal, en aparente gratitud hacia las comadres por cuidar a quien fuese el más respetado de los Ortega , decidió dejar la propiedad bajo su cuidado, siempre y cuando cumplieran con dos condiciones, las cuales daría a conocer dentro de una semana, en reunión privada a las afueras de la finca. Ellas sin titubear, aceptaron.

Poco se conocía de la vida personal de Don Ortega, puesto que asumió la finca solo y por razones de seguridad, la familia prohibió divulgar información privada sobre sus miembros más allá de lo tangible, público y apetitoso de sus bienes. El pueblo sabía muy poco y las comadres por su fijación en lo material, nunca se preocuparon en ver más allá.

Mientras tanto, como únicas huéspedes de La Finca Los Cisnes, comenzaron a agrupar sus cosas, elegir espacios y celebrar que lograron su objetivo: Quedarse en la Finca.

— Dos condiciones ¿Qué tan difícil puede ser? . Valieron la pena estos dos años aguantando al viejo Ortega. ¿Qué opinas Magda que te veo con cara de pocos amigos?—dijo Lucrecia con arrogancia y frialdad.

— No me gusta cuando las cosas salen tan perfectas. A veces pienso que pasará algo terrible— expresó Magda con cara de miedo— de pronto y todo sea una trampa.

— Ya empezó el ave de mal agüero— replicó Martha mientras tomaba un trago—todo saldrá bien. Nosotras somos las señoras de la finca. Pregunté en el pueblo si sabían algo de la familia del viejo pero me dicen que siempre lo vieron solo. Además, el viejo me dijo antes de morir que no tenia a nadie.

Durante esa semana, bebieron, comieron y disfrutaron de las bondades que Don Ortega, en su buena fe, les permitió tener. Al llegar el día, en horas de la mañana, las convocadas vestidas de punta en blanco, se trasladaron en el transporte que las llevaría hasta donde sería la reunión pautada. Ya en camino y demorando dos día de viaje por carretera, llegaron hasta su destino: La Ciudadela Azul, un lugar metrópolis lleno de actividad comercial, casas enormes pero con la pequeña particularidad, de que solo había un edificio en toda la manzana, el cual llevaba por nombre: “Asociación Los Ortega”.

El entusiasmo de las comadres era tan grande que no les importaba prestar atención a los detalles del entorno. Al momento de entrar al edificio, las tres fueron recibidas por un asistente que las llevó hasta el lujoso Salón Azul, en cuyo interior habían tres oficinas. Al centro, un sofá de alta costura y al frente, el escritorio de la secretaria Susan. En las paredes, se podían apreciar grandes retratos de Don Emiliano en sus mejores tiempos. Ya pasando tres horas de espera, la impaciencia atormentaba la cabeza de Martha.

—Disculpe mi interrupción pero me puede decir ¿por qué demoran tanto en atendernos?preguntó Martha con temblor, por el intenso frío del aire central en la oficina.

—Los señores Ortega están ocupados en este momento. Esperen por favor que pronto las atenderán—respondió Susan afanada en su computadora y respondiendo llamadas telefónicas.

Ante la respuesta de la secretaria al decir “señores Ortega”, Martha comenzó a dudar sobre si tendría familia o no Don Emiliano.

— Perdone nuevamente pero ¿El señor Ortega tiene hermanos o esposa?

—No señora Martha. El señor Ortega no tiene hermanos y era viudo.

Respiró profundamente la chismosa de Martha. Sin embargo, la secretaria no demoró en comentarle otras cosas.

—Realmente no tiene hermanos ni esposa pero si una familia numerosa conformada por diez hijos.

Martha, apunto de un infarto fulminante, estrelló sus manos contra su cabeza como si estuviese a punto de perder una herencia.

— ¿¡Diez hijos!? pero Don Emiliano me dijo que no tenía familia. Entonces ¡me mintió!.

—Realmente no le mintió, solo que no los recordaba. El señor Emiliano, antes de llegar a la finca, le fue diagnosticado Alzheimer avanzado y gran parte de su vida la olvidó. El médico de cabecera recomendó sacarlo de la ciudad, cambiarlo a un ambiente más tranquilo y no forzarlo a recordar, puesto que seria contraproducente. No hace mucho, sus hijos visitaron la finca y Don Emiliano los trató como extraños. Pensó que eran turistas—dijo Susan, mirando con odio a Martha.

Al escuchar la noticia, las comadres se vieron las caras. Su semblante cambió de alegría a completa preocupación. Jamás se imaginaron que Don Emiliano Ortega, un hombre confiado, tranquilo, amable y honesto, sufría de Alzheimer y habría olvidado todo. Magda, el ave de mal agüero, asomó una pregunta que a todas llenó de gran angustia.

—Mis amadas comadres, no quiero ser negativa pero tengo el presentimiento que quizás, alguno de los turistas que llegó a la finca, pudiese haber sido hijo de Don Ortega. No me crean pero tengo un palpito horrible ¡creo que ahora si voy a morir!—les dijo Magda, mientras el frío de la oficina se incrementaba, al mismo tiempo que el miedo y las ganas de salir corriendo.

De pronto, salió de la oficina un hombre de alta estatura y buen parecer. El clon de Don Emiliano en sus tiempos de juventud. Conocido como: Fernando Ortega, el hijo mayor de la casta. Con papeles en mano, elegante y seguro, no cabía duda de su importante autoridad en la asociación.

—Buen día. Disculpen la tardanza. Comenzaremos la entrevista con Magda. Por favor, entre a mi oficina.

Magda empezó a sudar frío, le temblaban las piernas caminando hasta lo que parecía el paredón de fusilamiento, no podía articular palabra alguna, la mente se le puso en blanco. Intentaba recordar el rostro de aquel hombre pero el colapso era inminente, no podía distinguir nada. Solo se escuchó el macabro estruendo al cerrar la puerta…

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